10 Ene

Almidón quemado

per Xavi Ballester

El taxi la ha dejado en la esquina, necesitaba caminar un poco antes de llegar a casa. En el tanatorio, las horas se alargaban como si nadie supiese cómo detener tanta mentira. Tampoco ella. Apoyada en la puerta, aún no quiere entrar, antes necesita sentir una vez más el frío de la noche en los pómulos.

Él siempre había ambicionado una casa en las afueras. No cesó de perseguir a clientes y cerrar ventas hasta que no consiguió firmar orgulloso el contrato de compra-venta con la misma estilográfica con la que firmaron los papeles del matrimonio. Una mañana, ella le comentó que prefería no moverse de la ciudad, que le gustaba el barrio. La nostalgia no es buena consejera, fue su respuesta. Después, con sus brazos fuertes y anchos, la abrazó por detrás como si fuese un oso. No era la primera vez que se dejaba convencer por su amabilidad categórica. El ático de alquiler, el cambio de coche, el viaje a Las Vegas, la operación de pechos, la niña, dejar el trabajo. Todo es por tu bien, mujer, le decía.

¿En qué momento exacto se olvidó de todo lo que ella quería, de todo lo que ella era? Es incapaz de saber cuándo, el momento exacto. Echa un último vistazo a la noche: la oscuridad se ha tragado el cielo. Respira hondo para llenarse los pulmones del aire gélido, y entra.

Instintivamente empieza a recoger las tazas de café y los vasos de la mesilla de centro. Le pesan los brazos, pero continua recogiendo. Cada vez que se inclina para coger una taza no puede evitar mirar el pasillo de reojo. Se detiene. Escucha. El silencio engulle el tintineo de las cucharillas de café al chocar con los platillos apilados. Necesita convencerse, una vez más: está sola,  él ya no está. Ahora ordena los cojines del sofà, pero al momento desiste. Tiene los pies molidos y decide descalzarse. Sentada en el sofá, con los codos apoyados en las rodillas, observa la sala de estar. Realmente los muebles de estilo colonial son horrorosos y no combinan nada con el parquet. Se le escapa una sonrisa muda. Los observa con detenimiento: la estantería, la cómoda, los aparadores, la mesita de centro, el mueble del televisor. Con la casa en silencio parecen más pesados y, al mismo tiempo, descansados, como si a ellos también les hubiesen quitado un peso de encima. Incluso las sillas se han puesto en fila ante ella para demostrarle que, a pesar de su aparente inhibición durante todos estos años, nunca han tenido nada en contra suyo. Te entendemos perfectamente, sea lo que sea lo que decidas hacer con nosotros, no te lo reprocharemos, parecen decirle. Qué tontería, los muebles no hablan. Vuelve a sonreir.

Se levanta, abre una ventana y observa el jardín un rato.

Nunca antes se había fijado en la hiedra que ha empezado a trepar por uno de los ciruelos. La reconforta constatar que desde que entraron a vivir en esta casa, la hiedra haya podido escaparse de las tijeras del jardinero que han podado los cipreses, domesticado los olivos y mantenido el césped como una alfombra perfectamente lisa, inalterable, falsa.

Sube al piso de arriba y entra en el baño.

Abre la puerta con espejo del armario que hay encima del lavabo, coge los discos de algodón y empieza a desmaquillarse. Reflejada en el espejo, se mira sin mirarse mientras se frota impasible el algodón por el rostro. Los párpados, la nariz, los pómulos, la barbilla…la misma rutina de siempre hasta que la piel recupera su color, las arrugas, los moratones.

Baja a la sala de estar.

Se dispone a encender la chimenea. Busca por el suelo y encuentra uno de sus encendedores. Le da grima cogerlo, pero lo enciende. Así que prenden las primeras y tímidas llamas, echa el encendedor al fuego y sube a su habitación.

Abre la enorme puerta corredera del armario de un tirón. Ante sí se extienden las camisas, las malditas camisas, rígidas como la madera de tan almidonadas: de cuadros, de rayas, lisas, blancas, de colores, de seda, de algodón, de pana fina, de lino, de lana, de doble puño, con cuello inglés, con cuello italiano, de manga larga, de manga corta, con un bolsillo, con dos bolsillos, sin bolsillos. Las acaricia como si tocase un arpa que no suena. ¿Cuántas horas, cuántos días habrá invertido en plancharlas? Demasiados. Las descuelga, una a una, y las dispone encima de la cama. Podría recordar cada momento de su vida asociado a cada una de estas camisas. Abre los brazos y las coge todas en un enorme abrazo.

Cargada con las prendas, baja a la sala de estar con cuidado de no tropezar por las escaleras.

El fuego quema con vehemencia, el temblor de las llamas se refleja en el cristal de las copas que no ha recogido. Se sienta ante la chimenea, en el suelo, con las piernas cruzadas. Una a una, empieza a lanzar las camisas al fuego. La tarde de setiembre que se conocieron en la cafetería de la esculea de negocios, el primer verano juntos en Marbella, las visitas a la clínica estética, la cena para celebrar su ascenso a jefe de ventas, la primera amenaza, la última paliza. Todo quemado. El fuego se ha teñido de colores, las llamas crepitan y bailan armoniosamente. De pronto, se repliegan sobre sí mismas, se enfurecen, amagan con saltar de la chimenea. En un instante, el zumbido del fuego se intensifica y se apodera de toda la casa.

Asustada, se levanta y huye.

Abre la puerta y se aleja corriendo de la casa. Al cabo de unos metros, se detiene. Se gira y se queda de pie contemplando la columna de humo negro que escupe una de las ventanas. Respira hondo, abriendo a consciencia los orificios de la nariz. Nunca hubiese imaginado que el miedo exhalase ese olor dulzón a almidón quemado. Sonríe. Y al hacerlo, se percata de que es la tercera vez que sonríe desde que abandonó el tanatorio. Vuelve a sonreir. No ha olvidado cómo se hace. La casa, entera, arde.

 

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *