2016 Blackstar, David Bowie
por Javier Avilés
Después del atentado, — dice el hijo—, pasó unos días muy agitado. Recorría la casa de arriba a abajo, revolviendo en todos los cajones, como buscando algo que no lograba encontrar. Cuando le preguntaba si podía ayudarle, mascullaba incoherencias. “Mira aquí arriba, estoy en peligro”, “No me queda nada que perder”, “Estoy tan alto que la cabeza me da vueltas”, “Se me cayó el teléfono móvil ahí abajo” y cosas así. Luego cesaba en su actividad. Se sentaba en el sillón. Yo le veía muy pálido y trastornado, pero no conseguía que me explicase nada. “No soy una estrella del pop”, decía. Luego, un día, me llamó a su lado. Me dijo:
— Vas a pensar que estoy loco, pero lo que te voy a contar es completamente verdad. Hace unos días tuve una pesadilla perturbadora. Me desperté completamente alterado y al instante me di cuenta que había olvidado casi todo el sueño. Quedaba algún retazo, alguna imagen suelta. Todas las personas a las que he conocido a lo largo de mi vida estaban allí. Todos en una especie de edificio subterráneo que parecía tener las paredes de arena y que se deshacía minuto a minuto. La vida en esa madriguera parecía corresponderse con la de un videojuego. Como si cada persona tuviese un nivel distinto de experiencia. Pero había algo maligno que subyacía a toda aquella convivencia o encierro, algo diabólico y perverso. No recuerdo nada más. No he podido recordar nada más. Y te digo que no he podido porque he vuelto en varias ocasiones al escenario del sueño. Pero estando despierto. Me ha pasado sentado, en la ducha, caminando, comiendo. En cualquier momento puede ocurrir. Primero siento como una especie de vacío interior al que me retraigo. Luego estoy en la escena de pesadilla. Veo la escena pero es más bien como si me estuviese esforzando por ver. Estoy pero es como si me estuviese esforzando por estar. O por recordar. Entonces, en el plano físico no en el del sueño, siento un terrible mareo y ganas de vomitar que apenas puedo controlar. Vuelvo a la realidad. El vértigo y la nausea me devuelven al lado correcto. Pero acabo destrozado, agotado. Con un dolor de cabeza insoportable y la vista nublada. Hijo, hay algo al otro lado que me está llamando, que me requiere con urgencia. Hay una única vela en el centro de alguna de parte esperando que mi espíritu abandone mi cuerpo. No sé cuantas veces más podré retenerlo, no sé cuantas veces más las nauseas y el vértigo y el dolor y todas esas cicatrices que no se ven servirán para traerme de vuelta.
Al cabo de un rato de silencio que se me estaba haciendo insoportable— dice el hijo— me susurró: “Prepárate. Vente conmigo. Voy a llevarte a casa”. Y luego nada.
El periodista asiente como si hubiese entendido algo. Los dos permanecen fuera de la habitación pero desde un lugar desde el que pueden divisar la cama en la que el personaje, vendado, entubado, monitorizado, respira pesadamente.
Está al otro lado y no podemos hacer que regrese. Dice uno de los dos. Dijo que quería águilas en sus sueños y diamantes en los ojos. Temo, — dice el hijo—, que solo haya oscuridad en su sueño. Puede, — dice el periodista—, que los diamantes le servirán para facetar su visión, polarizarla en dos colores y que le sirvan para distinguir la realidad de la realidad del coma. Las águilas, — dice alguno de ellos—, podrían indicarle la salida, mostrarle dónde está el cielo. En el centro de todo sus ojos.
No hay mujeres que se arrodillen y sonrían alrededor de la cama del personaje. Las enfermeras pasan de vez en cuando para inyectar alguna especie de sedante en el suero. Pero esta noche ya no volverán. Una estrella luminosa brilla sobre el cielo al otro lado del cristal de la ventana. Así que los dos jóvenes se encierran con el enfermo, le vendan los ojos y ponen sobre la venda, en el lugar de sus ojos, dos enormes piedras azules, una más pálida que la otra, una más grande que la otra. Esto le permitirá ver, dicen y se sientan en unas butacas junto a la cama y se quedan dormidos y tienen sueños agitados que se producen en una caverna arenosa que se desmorona en la que buscan desesperadamente la salida. Nunca hablarán de este sueño, ni del cadáver del astronauta que ambos encuentran, porque olvidarán todo cuando se despierten sobresaltados y puedan ver al personaje incorporarse de la cama, saludarles con la mano y, caminando hacia atrás, introducirse en un armario dentro del cual, tras cerrar la puerta, desaparece para siempre.