26 Oct

2016 Blackstar, David Bowie

por Javier Avilés

Después del atentado, — dice el hijo—, pasó unos días muy agitado. Recorría la casa de arriba a abajo, revolviendo en todos los cajones, como buscando algo que no lograba encontrar. Cuando le preguntaba si podía ayudarle, mascullaba incoherencias. “Mira aquí arriba, estoy en peligro”, “No me queda nada que perder”, “Estoy tan alto que la cabeza me da vueltas”, “Se me cayó el teléfono móvil ahí abajo” y cosas así. Luego cesaba en su actividad. Se sentaba en el sillón. Yo le veía muy pálido y trastornado, pero no conseguía que me explicase nada. “No soy una estrella del pop”, decía. Luego, un día, me llamó a su lado. Me dijo:

— Vas a pensar que estoy loco, pero lo que te voy a contar es completamente verdad. Hace unos días tuve una pesadilla perturbadora. Me desperté completamente alterado y al instante me di cuenta que había olvidado casi todo el sueño. Quedaba algún retazo, alguna imagen suelta. Todas las personas a las que he conocido a lo largo de mi vida estaban allí. Todos en una especie de edificio subterráneo que parecía tener las paredes de arena y que se deshacía minuto a minuto. La vida en esa madriguera parecía corresponderse con la de un videojuego. Como si cada persona tuviese un nivel distinto de experiencia. Pero había algo maligno que subyacía a toda aquella convivencia o encierro, algo diabólico y perverso. No recuerdo nada más. No he podido recordar nada más. Y te digo que no he podido porque he vuelto en varias ocasiones al escenario del sueño. Pero estando despierto. Me ha pasado sentado, en la ducha, caminando, comiendo. En cualquier momento puede ocurrir. Primero siento como una especie de vacío interior al que me retraigo. Luego estoy en la escena de pesadilla. Veo la escena pero es más bien como si me estuviese esforzando por ver. Estoy pero es como si me estuviese esforzando por estar. O por recordar. Entonces, en el plano físico no en el del sueño, siento un terrible mareo y ganas de vomitar que apenas puedo controlar. Vuelvo a la realidad. El vértigo y la nausea me devuelven al lado correcto. Pero acabo destrozado, agotado. Con un dolor de cabeza insoportable y la vista nublada. Hijo, hay algo al otro lado que me está llamando, que me requiere con urgencia. Hay una única vela en el centro de alguna de parte esperando que mi espíritu abandone mi cuerpo. No sé cuantas veces más podré retenerlo, no sé cuantas veces más las nauseas y el vértigo y el dolor y todas esas cicatrices que no se ven servirán para traerme de vuelta.

Al cabo de un rato de silencio que se me estaba haciendo insoportable— dice el hijo— me susurró: “Prepárate. Vente conmigo. Voy a llevarte a casa”. Y luego nada.

El periodista asiente como si hubiese entendido algo. Los dos permanecen fuera de la habitación pero desde un lugar desde el que pueden divisar la cama en la que el personaje, vendado, entubado, monitorizado, respira pesadamente.

Está al otro lado y no podemos hacer que regrese. Dice uno de los dos. Dijo que quería águilas en sus sueños y diamantes en los ojos. Temo, — dice el hijo—, que solo haya oscuridad en su sueño. Puede, — dice el periodista—, que los diamantes le servirán para facetar su visión, polarizarla en dos colores y que le sirvan para distinguir la realidad de la realidad del coma. Las águilas, — dice alguno de ellos—, podrían indicarle la salida, mostrarle dónde está el cielo. En el centro de todo sus ojos.

No hay mujeres que se arrodillen y sonrían alrededor de la cama del personaje. Las enfermeras pasan de vez en cuando para inyectar alguna especie de sedante en el suero. Pero esta noche ya no volverán. Una estrella luminosa brilla sobre el cielo al otro lado del cristal de la ventana. Así que los dos jóvenes se encierran con el enfermo, le vendan los ojos y ponen sobre la venda, en el lugar de sus ojos, dos enormes piedras azules, una más pálida que la otra, una más grande que la otra. Esto le permitirá ver, dicen y se sientan en unas butacas junto a la cama y se quedan dormidos y tienen sueños agitados que se producen en una caverna arenosa que se desmorona en la que buscan desesperadamente la salida. Nunca hablarán de este sueño, ni del cadáver del astronauta que ambos encuentran, porque olvidarán todo cuando se despierten sobresaltados y puedan ver al personaje incorporarse de la cama, saludarles con la mano y, caminando hacia atrás, introducirse en un armario dentro del cual, tras cerrar la puerta, desaparece para siempre.

 

19 Oct

2015 Repentless, Slayer

 

por Javier Avilés

Nos estamos matando entre nosotros. Cada día un poco más. El personaje (¡Vive rápido!¡En lo más alto!¡Sin arrepentimientos!¡Ve a por todo!) se planta en medio del concurrido paseo. Justo en el centro. Inmóvil, contempla la riada de personas que fluyen arriba y abajo, sin más objetivo que el propio deambular. Una única dirección, cualquier sentido. Sin mirar atrás, sin arrepentimientos, sin disculpas. Sin perdón. Con las manos enlazadas en la espalda por debajo de la chaqueta larga que le cubre hasta las rodillas. Espera. El metal aceitoso en uno de los bolsillos. La camiseta negra debajo. Letras blancas: “I hate the life, hate the fame, hate the fuckin’ scene”. Espera, al igual que esperó en el edificio más alto de la ciudad. Esperando el derrumbe, sumido y enfrentado a la locura todos los putos días, incapaz de olvidar las atrocidades de la guerra que reviviría en cada canción si siguiese escribiendo canciones. La guerra que ahora se libra en las calles. El odio y el asco es demasiado intenso para. Entonces la espera. Espera sin mirar atrás, sin arrepentimiento, sin disculpa, sin perdón. Espera la furgoneta a toda velocidad. Espera la explosión. Espera la demolición. Espera su muerte y morir matando. No tengo tiempo y no quiero nada de ti, le dice a cada una de las personas que pasan a su lado. Pero quiero que sigas aquí, formando parte de la marea que asciende y desciende por el paseo cada día. Olas chocando unas con otras, avanzando en sentidos opuestos, sin que su ímpetu disminuya por el choque, sin que el flujo se interrumpa, sin que se detenga jamás. Y el personaje permanece justo en el medio y las olas avanzan y le sobrepasan y no le afectan. Piensa que tocar su guitarra es justo lo que le mantiene vivo. También la intensidad, la anarquía, el odio amplificado y la incapacidad de soportar más a la jodida sociedad. Acaricia el arma en el bolsillo de la chaqueta. Por un momento una de las olas lo zarandea. Es contradictorio, piensa. Odio esta sociedad y quiero convertirme en el salvador de esta sociedad. Quisiera matarme, pero odiaría no saber el final de la historia. Quisiera que me matasen y convertirme en leyenda, pero de qué serviría no saber que te has transformado en un mito. Sólo los asesinos perduran para saber el final de las historias de las que han formado parte. Los asesinos escriben la Historia. Las riadas que ascienden y descienden por el paseo lo acometen sin descanso. Se siente desplazado, una boya a merced de la marea, bamboleándose como un borracho sin hogar en busca de un callejón o un banco a la sombra. Se sienta. Mareado. Ahogándose. Ve la sangre y el horror. Y se ve a sí mismo en medio de esa barbarie impotente y desbordado. Su arma pesa inútil en su bolsillo como culpa y responsabilidad y se da cuenta que no es wysiwyg. Es wygiwys. Lo que hay es lo que ves en lugar de lo que ves es lo que hay. Y que en cualquier caso no puede cambiar lo que hay. Ni su odio ni su rabia puede cambiar nada. Lo que ve no es lo que hay. Lo que ve es una porción de lo que hay. Ve el esplendoroso día cuya luz se derrama por el paseo, entre las ramas y las hojas de los majestuosos árboles. Pero lo que hay es una suciedad encostrada en las baldosas que no se puede limpiar. Hay odio y miedo y violencia y muerte. Hay una amenaza latente empañando la luz y la propia existencia. Eso no es lo que ve. Lo ha visto y lo verá. Pero no lo que ve ahora, esperando el momento de detener al asesino. Tanta violencia, piensa. Y piensa en las letras de las canciones que toca y de las imágenes que se desprenden de ellas y piensa en que ha fomentado esa violencia, ese odio, ese rencor permanente y piensa que está, estaba, en su derecho a reivindicar la violencia, el odio y el rencor. Pero nunca fue más que un juego, se dice, un ejercicio lúdico para canalizar tanta frustación. Pero, piensa, que quizás lo que han logrado después de tanto tiempo es trivializar la violencia, han conseguido que el mal sea algo cotidiano y reivindicable, que el odio y la respuesta brutal sea una reacción común y aceptable. Solo queda, piensa, combatir la violencia con violencia. ¡Vive rápido!¡En lo más alto!¡Sin arrepentimientos!¡Ve a por todo! Se levanta de nuevo y se encamina al centro del paseo. Abre las piernas. Espera impertérrito con el arma preparada en su bolsillo. Espera al asesino que intentará arrollarle.

 

12 Oct

2014 I See You, The Horrors

por Javier Avilés

No hay constancia de lo que hablaron el periodista y el personaje tras apagar la grabadora. Podemos asegurar que el personaje habló y habló diciéndole que podía verle, que podía ver todo lo que el periodista podía hacer, a lo que éste negaba en silencio moviendo la cabeza, asustado, apesadumbrado por la insensatez de la propuesta, incapaz de entender a qué obedecía aquella locura, si es que el personaje propuso algo tras poner sobre la mesa que separaba ambos sillones una pistola cargada y mostrarle al periodista como se cargaba y como quitar el seguro. Estamos especulando. No sabemos nada. Sabemos que a lo largo del verano olvidamos que hasta entonces los días se hacían más largos. Ahora el sol se pone inevitablemente cada día más pronto, pero no nos damos cuenta envueltos en la paz que nos trae cada inspiración de aire cálido y cargado de promesas de un futuro que declina y en el que nos podemos ver descansando para siempre. Pero no sabemos nada de lo que hablaron, nunca lo sabremos. No podemos saber aquello que nunca ocurrió y sobre lo que los que participaron guardan absoluto silencio. Quizás porque no hay nada que contar y tras apagar la grabadora no ocurrió nada. Nunca, con un gesto experimentado y rápido, el personaje montó el cargador de la pistola y, luego, de forma más pausada, enseñó al periodista todos los pasos para hacerlo. Quizás mientras lo hacía le explicaba los detalles de su morboso plan. Veo. Veo en ti todas las cosas que podrías hacer. Le propuso, quizás, una fecha, una hora, un lugar. El portal de su casa, por supuesto. Le dijo qué debía hacer, qué ropa llevar, qué guardar en sus bolsillos. La pistola en el derecho, claro. En el izquierdo, una novela en formato de bolsillo. Dentro de la novela una carta a su madre… ¿Patricia?, ¿se llama Patricia tu madre?… lo que no le dice el personaje es que el también llevará en su bolsillo una carta para la madre del periodista si es que consigue recordar cómo se llama. Una carta que trastocará completamente el acto que le propone al periodista, pero que no le revela. Como un coup de grâce final, como la “carta” en la manga, o en el bolsillo, que guarda siempre el fullero. Lo que está proponiendo al periodista es que se sacrifique para que así el personaje pueda convertirse en leyenda. Te veo, te veo. La vida es frágil, no la dejes ir. Veo todas las cosas que podrías hacer y todas las cosas que te gustaría hacer. No sabemos. No sabremos. Ni siquiera podemos entender los motivos de una proposición como la que nunca le hizo el personaje. ¿Locura, desesperación? Tampoco sabremos nunca los argumentos que creía que podían convencer al periodista. ¿Fama, gloria infame? ¿Creemos acaso que al periodista por un solo momento se le pasó por la cabeza la idea de formar parte del panteón de los cobardes cuyo nombre no merece figurar inscrito en la piedra? Es completamente absurdo. ¿Quizás el personaje le azuzó dándole detalles escabrosos de la relación carnal que mantuvo con aquella mujer de la que a duras penas recordaba su nombre? No. No sabremos nada. Nunca sabremos nada. Lo que vemos, lo que vemos en él, no es más que una especulación narrativa que debe llevar a un desenlace trágico. Nos vemos obligados a buscar una resolución a las tensiones emocionales que se han establecido entre el viejo y el joven, entre el caduco y el bisoño, entre el hoy y el mañana y el no hay futuro. Así que puso la pistola en la mesa y miró fijamente a los ojos del periodista esperando una respuesta. No sabemos. No podremos saber nunca cómo en aquel momento el hijo del personaje irrumpió en la escena, airado y furioso, como un vendaval de indignación, cogió la pistola y se la guardó, desapareciendo para siempre de la historia. No podemos saber si en ese momento se forjó una especie de solidaridad cómplice entre el hijo y el periodista. Una, llamémosle así, sin renunciar a la ironía, hermandad contra el personaje. Contra sus ideas, más bien, porque permanecía un residuo de cariño hacia el personaje. Una fraternidad dispuesta a terminar de una vez por todas con la tiranía de la narración, determinada a abolir la conclusión canónica. No lo sabemos. No lo sabremos nunca. No sabremos nunca si al terminar la grabación mantuvieron una reunión clandestina, ni los términos en los que se desarrolló la inexistente reunión. No sabemos nada y entonces ocurrió: el personaje puso la pistola en la mesa y propuso al periodista que lo matase.

 

05 Oct

2013 Demons, The National

por Javier Avilés

 

La pregunta es qué ha cambiado en todos estos años y la respuesta es todo y nada. Si yo te dijese que la respuesta es “todo y nada”, tú tendrías que adivinar la pregunta. Habría muchas posibles. Al final puedes escribir sobre lo que quieras, chaval. Puedes decir que yo he dicho incluso lo que no he dicho. Te digo todo y nada y tú escribes sobre que han cambiado los soportes, la técnica, la distribución, la difusión, la calidad incluso. Y a pesar de eso la gente sigue descargándose copias digitales de baja calidad para ser reproducida en cacharros móviles con auriculares comprados en tiendas de todo a cien… ah, ¿qué eso ya no existe?… como se llamen, da igual… ya sabes lo que quiero decir. Los puristas desprecian a esos “oyentes” que se decantan por la solución económica en una época en que la técnica permite reproducciones que rozan la perfección. Como si antes, en la era del vinilo, escuchásemos música como mandan los cánones. No han experimentado lo que era escuchar un sencillo en una cosa llamada “comediscos”. Ni aquellos maletines formados por el plato y dos altavoces, que ni siquiera tenían conexión para auriculares, eran un lujo entonces, que podías llevar de habitación en habitación y que sonaban igual que un gato encerrado en el armario de las herramientas. Ni un disco sonando con una aguja desgastada ya que para reemplazarla debías padecer una odisea que acababa con todas tus pagas de seis meses. Supongo que los talibanes de la técnica no recuerdan como para sintonizar una emisora de radio que programase a altas horas de la noche la música que querías oír debías atar a la antena un colador metálico y atinar con el dial mecánico a sintonizar la frecuencia adecuada que sonaba amortiguada por una espesa nube de ruido blanco. Pero ahí, tras la espesa papilla, sonaba el riff que tanto querías escuchar. Es solo rock’n’roll, pero me gusta.

Y te digo todo y nada y tú puedes escribir que yo he dicho que nada ha cambiado. Que seguimos cantando las mismas trivialidades sobre amor adolescente hiperhormonado, sobre tristeza sentimental, sobre drogas y sexo, sobre pérdida y exaltación. Los acordes son finitos. Sus combinaciones también. Cada poco tiempo reinventamos la música de nuestros hermanos mayores para descubrir que nos hemos convertido en los hermanos mayores de otros. Todo es reinvención y repetición. Todo consiste en reescribir en otra tesitura y tono y actitud. Los tiempos están cambiando pero nada cambia. Todos y cada uno de nosotros ha creído descubrir un mundo nuevo dibujado exclusivamente para ellos, para su generación. Pero luego descubren, si tienen el suficiente interés en avanzar e investigar, que su generación plagia a la anterior o, más bien, que existe una máquina que se alimenta y retroalimenta de toda la música anterior y que devuelve reciclada la música previa. Unos dirán evolución. Otros estancamiento. Mira, en literatura es más claro: parece que no se ha avanzado nada desde el siglo XIX si quitamos las excepciones. Se vuelve una y otra vez al realismo. En música ocurre lo mismo. Hay cierto realismo insertado en la mente colectiva que parece dictar de lo que deben hablar las canciones. ¿Hay canciones sobre el bosón de Higgs? ¿hay canciones que planteen distopías? ¿hay canciones cuyo sentido se retuerza sobre sí mismo y parezcan no tener sentido? Canciones como ensayos, como novelas de ciencia ficción, como textos de Beckett… claro que las hay… pero la corriente común habla de otra cosa. De desesperación y pérdida y todo lo que dije antes.

Mira, me gustaría ver amanecer en Nueva York, pero creo que no voy a ir ya a ninguna parte. He tomado la decisión de quedarme encerrado con mis demonios hasta el final. El mundo puede ser maravilloso con la mirada de un poeta, pero yo siempre veo los buitres planeando y los cocodrilos acechando en las alcantarillas. Me quedo con el lado sucio y perturbado de la vida. No caminaré por el lado soleado de la calle. Déjame las sombras y el olvido y el hastío de la repetición. De los días y la música. Cada canción nueva es un soplo de luz que me anima a levantarme. Pero al caer la tarde veo los viejos modos carcomiendo la nueva música. Veo el patrón y la desilusión. Pero me levanto de nuevo con una nueva canción reluciente y esperanzadora.

Voy a proponerte algo, chaval. Apaga la grabadora.

 

28 Sep

2012 Lonely Boy, The Black Keys

por Javier Avilés

 

«Un chico solitario se dirige a la parada de autobús. A pesar del calor, lleva puesto un cortavientos que cae pesadamente a los lados. En el bolsillo derecho un libro. Una novela que plantea un dilema sobre patos. En el izquierdo un objeto metálico y aceitado que plantea el problema del final del camino. ¿Tiene un amor esperando? Lo dudo. Carga con una mochila en la que lleva una libreta, un par de bolígrafos, un paquete de pañuelos de papel, el teléfono, una grabadora obsoleta y varias cajas con cintas. No sé si tiene un amor esperando, pero protege con celo al aparato. Está dentro de su caja original y envuelto en una funda plástica. Es un chico solitario en una mañana calurosa subiendo al autobús. Dentro del libro lleva una carta que robó del cajón de su madre. El sobre iba dirigido a ella. El matasellos es del año mil novecientos algo. El tiempo ha borrado la última cifra. No tiene remite pero el chaval, ese chico solitario, sabe muy bien de quien es la letra. Ha leído mil veces lo que pone: “Estoy furioso otra vez, me siento engañado otra vez, me siento como un lloroso y afectado niño de nuevo. Embrujado, molesto y confundido, así estoy. No puedo dormir. No quiero dormir. El amor llegó y me dijo que no debía dormir. Perdí mi corazón, ¡qué más da! Eres fría, de acuerdo, pero cuando te ríes tu risa me encanta, aunque te estés riendo de mí. Te cantaré cada primavera anhelando el día en que nos uniremos. El amor es ese viejo sentimiento triste. Últimamente no he dormido demasiado. Estoy arrasado. He pecado mucho, soy un poco malo, pero cada vez que te escucho, aunque no parece que me quieras decir nada, me transformo en un adolescente embrujado, molesto y confundido. Te amo, porque el amor está en mí. Es un fastidio, pero soy completamente tuyo. Y seguiré así hasta que tu también estés embrujada, molesta y confundida como yo. No pude dormir y no quiero dormir. Y por qué hacerlo si no deseo dormir. He perdido mi corazón, pero es culpa mía”. El chico solitario quiere quitarse esas palabras de la cabeza, pero hay algo en el tono empalagoso de la carta que el chaval sospecha. Si fuera un poco más listo sabría que esas palabras no son de la persona que escribió la carta. Es de alguien cuyas cosas favoritas eran la lluvia cayendo sobre las rosas o los bigotes de los gatos, unos cálidos guantes de lana o paquetes envueltos con papel marrón y atados con lazos. Ese tipo de cosas en las que pensar cuando el relámpago rasga el aire. Entonces podría sospechar que esas palabras no son la declaración cursi que le envió a su madre sino una cruel broma de la que solo él disfrutaría y que dejaría a su madre al nivel de ¿qué?, ¿una idiota, una ingenua? Acaricia el metal del bolsillo izquierdo. Pobre chaval solitario, tu mamá se quedó contigo pero tu papá te dejó. Tu padre jamás estuvo ahí, ¿no? ¿Por eso vas a matarlo? ¿Cómo ocurrirá? Ya sé. Esperarás en el portal de su casa y cuando salga le pedirás que te firme el libro, que te lo dedique. Y te dirá que por qué narices iba a firmarte un libro que no ha escrito y entonces sacarás la pistola del bolsillo y en el descuido la carta que le escribió a tu madre saldrá de entre las páginas del libro y planeará hasta la acera y el ruido y no me importa sangrar porque mi amor me espera, chico solitario. Fantasea con la muerte de su padre en una encrucijada mientras el au-to-bús-tra-que-te-a hasta que se detiene en una parada. Pasajeros suben, bajan. Traqueteo. Un chico solitario que acaba de subir está aferrado a la barra. También lleva chaqueta pese al calor. Mira obstinada y furiosamente a cada uno de los pasajeros. Las miradas de los dos chicos solitarios se cruzan un breve instante. El chico solitario que acaba de subir se desabrocha la chaqueta, muestra toda la parafernalia mortal atada a su cuerpo y grita unas palabras que ninguno de los viajeros entiende…»

La puerta se abre. Su hijo le dice que el periodista acaba de llegar. El personaje, molesto, deja de escribir y cierra el cuaderno. Dile que pase.

 

21 Sep

2011 Lotus Flower, Radiohead

por Javier Avilés

 

En el sueño tenía arcadas. Escupía grumos de colores oscuros. No podía parar, como si algo pugnase por salir. Tosía y escupía. Finalmente, entre la opacidad viscosa, apareció el cuerpo de una mosca gorda y verde. Pugnó por liberarse del moco. Emergió. Agitó su iridiscencia. Alas y abdomen. Y se fue. Me dejó las excrecencias de un sueño y la libertad de volver a respirar. Pero algo, eso es lo que decía el sueño, había muerto en mi interior. Era la misma mosca de hace más de treinta años. Muchos más. Y no formaba parte de un sueño. No fue un sueño aunque los detalles del recuerdo están difuminados como los bordes de una película deteriorada. No recuerdo cómo había ido a parar a aquella casa o, en todo caso, no interesa. Tenía un largo pasillo que iba de la entrada, junto a la cocina, hasta la sala de estar. A un lado se encontraban las habitaciones. En el otro, una única ventana daba al hueco de las escaleras. El pasillo era tan inconmensurablemente largo, o así me lo parecía, que incluso en los días más soleados la luz no alcanzaba a iluminarlo del todo. El pasillo comunicaba las dos caras de un planeta. Si la luz entraba por la cocina, la zona del pasillo cerca de la sala estaba a oscuras. Si la luz entraba a raudales por la ventana de la sala entonces da igual porque lo que te voy a contar ocurrió de noche. Era el único que permanecía despierto. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas. Las ventanas de la sala y de la cocina estaban cerradas. Estaba en un extremo, la sala, de un espacio conformado por dos cubículos cerrados unidos por un pasillo recto. Estaba bebiendo. De alguna manera había conseguido saquear la despensa de los anfitriones y había encontrado una botella de oporto que no debía estar en buen estado, demasiado dulce, una dulzura irritante que punzaba el fondo del paladar. Primero, por supuesto, la oí. Un zumbido que se acercaba y alejaba del que no podía averiguar su origen. Ah, sí, un detalle que puede ser relevante o no: Bebía oporto y leía Rayuela. El zumbido me molestaba. Iba y venía, venía y se iba, como si la luz de la sala le imponiese un límite infranqueable. Hasta que dejó de serlo. La mosca finalmente entró en la sala, sobrevoló la mesa y volvió al pasillo. Era una mosca gorda negraverdeazul. Después de haberla visto por primera vez, después de constatar su tamaño, el zumbido pareció hacerse más grave y pesado. Siguió dopplereando pasillo arribabajo, de la remota cocina hasta sobrevolar mi cabeza. Había un periódico en la sala. Lo enrollé y me dispuse a esperar al insecto como un bateador. De repente un silencio. Como una espera. Como si la mosca estuviese calibrando la situación. Me imagino desde su punto de vista, desde el otro extremo del pasillo, multifacetado. El sonido volvió. La mosca se acercaba, el zumbido crecía, me parecía que con mayor intensidad que en las anteriores ocasiones. Entró en la luz. Se dirigía directamente hacia mi. Golpee con firmeza con el periódico enrollado. Fallé. La mosca chocó contra mi frente, justo entre mis ojos. Desapareció. Sentí el golpe físico. Pero allí no había nada. “Paredro”, pienso. “Mosca negra, manifiéstate”, pienso. El Nagual jugando a la rayuela en un espacio multidimensional cuya realidad se está resquebrajando. Aquella noche dormí en la habitación número seis. Llegué a la conclusión de que no había imaginado toda la historia de la mosca debido al oporto, que de alguna manera que no pertenecía a este plano de la realidad la mosca se había incorporado a mi cabeza. Mi paredro es una mosca interdimensional aleteando en mi cerebro. Hasta hoy. Hoy la escupí. No sabes lo doloroso que es. He perdido algo de la misma manera que obtuve algo. Y no estoy seguro de haber podido aprovechar ese algo. Y no quiero ni imaginar que durante todo este tiempo no he sido más que el vehículo de la mosca en nuestra realidad. Me siento mal. Hay un vacío en mi corazón donde las hierbas echan raíz. Ya no puedo desplegarme como la flor del loto. Bailo alrededor del agujero cuyo fondo es inalcanzable. La oscuridad está abajo. Me llama con un zumbido burlón.

14 Sep

2010 Write About Love, Belle and Sebastian

por Javier Avilés

 

Tienes que ver el sueño a través de las ventanas y árboles de tu sala de estar. Escribe sobre el amor. Asómate a la ventana, chaval, y dime que ves. Ladrillo, asfalto, metal. Todo arde. Los segundos se mueven si miras el reloj y el cielo se oscurece si miras hacia arriba… si miras hacia arriba no verás a ninguna chica en la cuerda floja… no hay cuerda floja tendida entre los edificios, solo cables eléctricos zumbando inaudibles. Y no se oscurece el cielo. El sol sigue quemando todo cuanto se mueve por aquí abajo. Y no hay hechizo que consiga detener el segundero del reloj, si lo hubiera no detendría el tiempo. Todo rueda hacia abajo. Escribe sobre el amor. Es una buena idea. Encontrarás una especie de llano en el declive en el que descansar durante algún tiempo. El amor nos salva, al menos por un momento. Ya hemos hablado de amor y tu no quieres que hable de amor. Tú quieres que hable de tu madre. Tú no quieres que hable de tu madre, no podrías soportarlo. Tienes que olvidar todo esto. Escribe sobre el amor. Invéntate una historia de amor y vívela. Olvídate de todo esto y sigue adelante. Camina sin mirar atrás, no te detengas en las encrucijadas aunque tengas el pie hinchado y el cansancio te empuje a esa sombra junto al río en el que acabas de perder una de tus sandalias. Sujeta tu ropa con agujas y evita que se te claven en los ojos. Duele caminar con esos pies, pero el camino es un descenso sin fin. Puedes rodar hasta el fondo del abismo pero no te lo aconsejo. Es imposible remontar el camino después. Nuestras vidas son los ríos, así que busca un remanso a la sombra y escribe de amor, almuerza en la azotea en el descanso del trabajo y escribe de amor. Busca alguien a quien amar, alguien que no seas tú, ni tu madre, ni ¿tu padre? Alguien cuya belleza te deslumbre, cuyo carácter te subyugue, cuya compañía se haga imprescindible, con quien bajar la cuesta hasta el final. Escribe de amor, joder, y deja ya esta puta mierda. El mundo ya es suficientemente oscuro y sucio como para que vengas a tirar más miseria sobre él. No importa ni quién eres ni de dónde vienes. Eres un individuo único e irrepetible. Somos son fruto de la combinación, del azar, si quieres, no hay que darle más vueltas. Acéptalo, no importa quién, ni cuándo, importa el ahora, el ya. No hay futuro, recuerdas. Solo un presente continuo. De igual manera no hay pasado. No hay pasado para ti, no hay pasado para mi. Y si te miro ahora… deja que te mire… bien… no hay pasado, pero viéndote no me parece que te haya ido tan mal… en fin, chaval, ¿qué más quieres que te diga? Toda esta historia no me interesa demasiado. Podría decir que incluso empieza a irritarme. Pongamos que existe una especie de oráculo que previene de futuros acontecimientos. Pongamos que me previene de la llegada de un periodista con magnetofón o de un joven calzado con una única sandalia. Esa persona será el causante de mi muerte. Pongamos que ese mismo oráculo te anuncia que matarás a tu padre. Dejemos de lado lo de la madre… lo dejamos en el plano teórico… no te pongas así, ya te he dicho que no tratamos ese tema… ¿por dónde iba?… vale, como te anuncia que matarás a tu padre agarras la grabadora y te vas de casa. En vez de subir a un autobús decides caminar por el paseo junto al río. Entonces oyes los gritos de la anciana y la ves en medio del río. Te pide que la ayudes a salir. Entras en el río, levantas a la mujer en vilo y la sacas del agua. Pero pesa más de lo que aparenta. Tropiezas con una piedra y pierdes una zapatilla. La dejas en la orilla y sigues caminando como puedes hasta aquí. La verdad es que no entiendo que fijación tiene el destino con los pies y el calzado. Quiero decir Destino. Y aquí estamos, dos líneas en descenso acelerado cruzándose. Podemos hacer caso al Destino o podemos ignorarlo. Porque ya lo has visto, el Destino no te predice lo que va ocurrir, el Destino se encarga de que eso que ha dicho que va ocurrir suceda. El Destino es un cabronazo que fuerza las situaciones para que se acomoden a su punto de vista. Ahora bien, podemos decidir. Hemos llegado hasta aquí, a este cruce, y estamos cara a cara. Podemos hacer lo que el Destino quiere que hagamos o podemos hacer lo que queramos. Vivir, por ejemplo. O escribir canciones de amor.

07 Sep

2009, Ulysses, Franz Ferdinand

por Javier Avilés

  

¿Por qué has vuelto? No eres Ulises y esta habitación no es Ítaca, isla áspera, pero buena criadora de mozos. Tal vez esto sea Eea y acabes convertido en cerdo. O quizás, puesto que su localización no aparece en los mapas ni su nombre escrito en ningún sitio, estés atrapado en la cueva de Polifemo, dispuesto para el banquete. No eres Ulises, chaval, nunca, nunca, volverás a casa. Vamos, coloquémonos. ¿No? Bien hecho. Beberé yo, entonces, como siempre. Tú puedes quedarte ahí, sentado, como siempre, con tu estúpido trasto grabando el silencio, como siempre. De todas formas tú tienes que saber mejor que yo lo que pasaba durante esos años. Deberían ser tus años del despertar a un mundo luminoso que creías que iba a ser tuyo. El diez se acercaba. Habíamos dejado atrás la locura mileniarista. Aceptábamos el inexorable y prosaico paso del tiempo. Una fecha en el calendario no significa nada. Creemos que nuestra arbitraria forma de medir el tiempo tiene consecuencias cuando el tiempo es una magnitud que se escurre entre los dedos. Creemos que poniéndole nombre podemos dominarla. Poner nombre a una cosa no es conocer su verdadero nombre. Solo el verdadero nombre, aquel que permanece oculto y que nunca nos será revelado, confiere verdadero poder sobre las cosas. Si conociéramos el verdadero nombre del tiempo, y no es Tiempo, lo podríamos controlar a nuestro antojo. Como no es así, todo transcurre en la dirección de la flecha… una gigantesca flecha que señala una tumba con nuestro nombre y en la que se puede leer USTED ESTÁ AQUÍ. No quiero repetirme, chaval. Pero vayamos a ello de nuevo. El fin del mundo no llega, el desastre no se produce la noche de fin de año. El mundo sigue adelante aunque hubiésemos querido pararlo. Las torres caen. El futuro es un horror de devastación o, proféticamente no hay futuro. Ese es nuestro legado. Entonces vosotros, para quienes el futuro debería ser brillante y prometedor volvéis al pasado, creéis reinventar el punk, creéis que se puede reventar el sistema con vuestra música, rescatáis la vieja fórmula, sexo, drogas y rock’n’roll, y os lanzáis a la calle en busca del último festival, de la última sustancia sintetizada en laboratorios clandestinos y creéis ser Ulises recorriendo la ciudad desde la mañana hasta la noche en busca, en busca, ¿qué buscáis? Yo tengo mi pastilla de jabón con aroma a limón y una patata en el bolsillo. ¿Qué tenéis vosotros? Una botella de agua “mineral” (perdona si me río) vendida a precio del mejor whisky, un sobre con sonrientes pastillas y ansiedad, mucha ansiedad, una continua e imbatible ansiedad que se contagia a todo cuanto os rodea. Una ansiedad que os congela la sangre y consigue que os quedéis inmóviles ante el escenario con el corazón sincronizado con la cadencia que transmite el bajo: la-la-la-la, hoo-hoo-hoo, you-‘re not U-ly-sses, hoo-hoo-hoo, la-la-la-la, hoo-hoo-hoo. No-e-res-u-li-ses. Y el borboteo de la ansiedad gestándose en el pecho, esa sensación que pone a los pulmones a punto de explotar , desaparece, creéis que desaparece tras la pastilla con la cara estampada de ese simpático personaje de dibujos animados que veías de niños y no puede ser malo si lleva la carita adorable de esa figura de plástico que guardabas como un tesoro, no puede perjudicarme si mis padres me ponían una y otra vez la colección de cintas de VHS donde aparecía ese entrañable personaje de las pastillas, en episodios de veinte minutos o en películas de hora y media, y no te importaba dónde estaban tus padres mientras la cinta desgranaba capítulo tras capítulo las aventuras del personaje que patrocina la pastilla que tragas con un sorbo de agua de tu botella de plástico y el mundo se ensancha de repente y todo es un gran televisor que emite veinticuatro horas al día tu serie favorita de dibujos animados, mientras en el escenario te dicen, no, no, no, no eres Ulises, nunca, nunca, nunca llegarás a casa. Y piensas, pensáis, que quién quiere volver a casa. Porque también habéis oído otras frases que pronunciábamos mientras pensábamos que estabais concentrados ante la pantalla del televisor. Frases bonitas como que hay que elevar una oración a los dioses para que el camino sea largo y esté lleno de aventuras. Pero también sandeces como que hay que vivir deprisa y morir joven para ser un bonito cadáver en la lista de los de veintisiete, y chorradas murmuradas en broma como un chiste rancio sobre si las drogas son malas, míralas, ahí sobre el mostrador, ¡aquí está la droga!, ¿te hace algo?, ¿te muerde?, ¿te pega?, ¿te araña?, ¿salta y te coje de los huevecillos? ¡Qué va a ser mala, hombre…!

29 Jun

2008 Salute Your Solution, The Raconteurs

por Javier Avilés

Creo que nos hemos desviado de la cuestión importante. A ver si entre los dos podemos enderezar esto, chaval. Escúchame, quizás puedas ayudarme. A veces reflexiono con preocupación sobre mis mejores intenciones. Siempre acabo estropeándolo todo. Creo que he creado demasiados problemas que al final acaban afectando a los demás. Lo intento, no tengo más que buenas intenciones, pero soy un pozo de mierda, un cubo de basura a donde va a parar todo. Y cuando algo cae dentro, dentro de mí, de mi cabeza, ya nadie quiere saber nada. Me refiero a todo en general. A ti también te ha salpicado la porquería. Es inevitable. Si subes la montaña de basura puede que al final tengas una buena vista del paisaje. Pero el olor es insufrible, ¿verdad? ¿Puedes ver algo cuando revisas las grabaciones lejos de este hedor? ¿Le puedes poner algo de perspectiva desde la altura de tus intenciones? Joder, chaval, ya no sé ni de lo que estaba hablando… lo que intentaba… a la mierda, volvamos a la cuestión principal… ¿de qué va todo esto? Vienes aquí cada jueves, pones en marcha tu estúpido aparato y esperas que yo hable y hable y hable. Te llevas sin permiso un cuaderno para cotillear en mis cosas privadas. ¿Te ha servido de algo la lista de la compra, la clave del wifi, las direcciones de amigos a los que hace siglos que no veo, el número de teléfono de mi dentista? No sé porque sigo aceptando tus visitas. Bueno, sí lo sé, pero quiero hacerte creer que no lo sé. La vida es así, chaval, una serie de casualidades sin causalidad en la que cada decisión determina la siguiente. Podría estar huyendo bajo una identidad falsa si aquella vez, la única que tuve una pistola en mi mano, hubiese disparado al pianista. Quizás no hubiese sabido usarla, aunque no me faltaban ni ganas ni motivos para reventarle la cabeza a aquel imbécil. Pero la dejé sobre la mesa y me fui para no volver. Sabes, aún recuerdo con nitidez el sonido que hizo el arma al depositarla sobre la madera y como al empujarla hacia el centro chocó con los vasos y las botellas y el cenicero. Todavía me despierto en medio de la noche cuando esos ruidos vuelven en forma de pesadilla. Creo que fue lo mejor que hice en la vida y creo que fue lo peor que hice en la vida. Muchas cosas dependen de ese gesto, de esa renuncia. Tú, por ejemplo. Ah, sí, chaval, aquí llegamos a la cuestión fun-da-men-tal en toda esta historia. Claro que conocí a tu madre… déjame pensar, ¿verano de 1991?… ¿cuándo naciste tú?… [ríe]… no te alteres… puede ser una simple casualidad… otra más… tú lo sabías cuando viniste, y yo lo supe en cuanto te vi entrar… pero no te equivoques… aunque fuese así, y hay formas de comprobarlo, no hay nada que nos vincule… ¿conoces la teoría del gen egoísta? Según ella no somos más que el envoltorio que usa, al parecer de forma no muy eficaz, nuestro ADN para perpetuarse. El sexo es la forma que tiene la genética de satisfacernos para que sigamos procreando. Así puede seguir expandiéndose… aunque es tan efectivo que acabará extinguiéndose. Su carcasa física consume demasiados recursos y los de este planeta son finitos. En fin… si esperas algo de mí, creo que voy a decepcionarte. No soy más que un receptáculo. Y estoy podrido por dentro. Si quieres saber algo pregúntale a tu madre. Lo que ella te diga será todo lo que debes saber. Yo soy una tumba. La tumba de mis cromosomas.

[Silencio. Bebe]

Hasta aquí hemos llegado, ¿no te parece? Si en todo este tiempo no has descubierto lo que querías saber, que siga hablando a este estúpido aparato no servirá tampoco, ¿Qué más quieres? ¿Más delirios de viejo consumido? ¿Más historias de degeneración, drogas, alcohol y sexo? ¿Te he contado historias de esas? [ríe] Supongo que eso es lo que estabas buscando cuando viniste, las viejas y míticas historias del rock and roll… excesos y mujeres, inodoros explotando y habitaciones destrozadas, juergas y peleas y orgías, sonidos desastrosos y escenarios precarios y el guitarrista saltando al público a golpear al imbécil que le ha tirado una lata… vivir sin una sola pausa más y tomar la ruta hacia la satisfacción que otros, que siempre parecen estar de vacaciones ya han tomado, ¿no?, ¿no, chaval? ¿eso querías, no? Porque eso es lo que piensas, que mi vida ha sido fácil, que estoy todo el día tumbado sin hacer nada, que no tengo PROBLEMAS. Eso es lo que crees, ¿no?, ¿que tengo todo lo que quiero y que hago esto solo por fastidiarte? Pues tienes razón.

[risa]

¿Tienes una solución?

Tendría que conformarme con lo que pienso. Y pienso mucho en Patricia, tu madre. Dale recuerdos de mi parte.

22 Jun

2007 Rest My Chemistry, Interpol

por Javier Avilés

[Ruido de engranajes]

(…)

¿Nunca dices nada al principio de la grabación? No sé… ¿la fecha, un número? Empiezo a sospechar que ni siquiera escuchas las cintas cuando llegas a casa. Quizás siempre esté hablando en la misma cinta, borrando lo anteriormente grabado. Intento sonsacarte alguna cosa pero tú no me das nada. Ni siquiera sé para que estamos haciendo esto. Solo sé que dices ser periodista y que quieres que hable ante este aparato para no-sé-qué. Dime una cosa, ¿estudiáis periodismo porque sois malos en ciencias y malos en arte, por ejemplo? ¿Malos en general en cualquier asignatura? [risa] Joder, chaval. Deja de poner esa cara. Dale un respiro a tu química. Sea lo que sea que tomas, déjalo por un tiempo. Y si no tomas nada quizás debas replanteártelo. ¿Es eso? ¿Quieres algo? Tengo polvos blancos. Pastillas azules y rojas. Líquidos fosforescentes. ¿No? Mejor… o peor, ya no sé qué pensar de ti. Tampoco es que me importe demasiado, pero ya son muchas semanas ante esta grabadora, hablando para no sé bien qué mierda de proyecto. Mírame. No he dormido en dos días, no me he bañado en nada que no sea sudor. Es posible que haya montado escenas y hecho muchas cosas de las que me arrepiento. Pero eso es la vida, un continuo arrepentimiento. Las cosas son así por todas las cosas que he hecho con anterioridad. Y me arrepiento, y acepto las consecuencias. Porque, al menos, he actuado, con acierto o desafortunadamente. Pero he hecho algo. ¿Me quieres decir qué estás haciendo aquí? ¿Qué estamos haciendo? Dame un motivo para el que la semana que viene vuelva a abrirte la puerta, un motivo que apacigüe mi deseo de empujarte escaleras abajo ahora mismo y lanzar la grabadora por la ventana. Leer más