Estrip Art, por Alba Vallhonrat
¡Tan tranquilo que estaba yo colgado en la puerta del váter…! Era testigo de las batallas etílicas de cientos de borrachos que cada fin de semana vaciaban sus excesos en aquel bar que tan de moda estuvo. Mi ojo y mi monóculo monitoreaban las noches más sórdidas, las confesiones más amargas y las risas más hirientes. Pero también apasionados encuentros de cuerpos, pieles y fluidos, dulces e ingenuas declaraciones de amor eterno y alguna que otra píldora solidaria. Maquinaciones políticas, amorosas y enemistosas, y bullying empresarial envuelto en un halo de aromas de toda índole. Ahí estaba yo, indicador de género binario, marcando territorio masculino y espiando la parte contraria.
Todo se vino abajo aquel 27 de noviembre, noche aciaga en que llegaron las fuerzas LGTB a reclamar lo que por derecho les correspondía.
¡Queremos vaters sin discriminación! – gritaban enardecidos- ¡Todos para uno y uno para todos! ¡Y yo dónde meo! ¡Pictogramas al paredón!
Y una muchedumbre alegre y esperanzada irrumpió en mi santuario arrancándome de cuajo al ritmo de vítores y eslogans que no me atrevo a reproducir por pudor, aunque realmente ingeniosos, debo reconocer. Pero me arrancaron. De cuajo, como digo.
Una líder queer se apiadó de mi, o quizás le gustó mi aspecto un tanto retro… no hay que olvidar que fui un icono en un bar de moda. Manu, así se llamaba, me rescató de entre los líquidos terrenales y me llevó a su casa donde presidí, con orgullo, la puerta de su váter. Porque solo tenía uno.
Mi monóculo, un tanto maltrecho por la humedad de la rebelión, seguía enfocando con eficiencia. Desde esta nueva ubicación aprendí muchas cosas y amplié mis horizontes gracias a las escenas variopintas que se sucedían en aquel hogar. Activismo del puro, orgullo desafiante, y desesperación, a veces, por no ser comprendido. Y tristeza, mucha tristeza, ante la falta de respeto que llegaba de la calle. También debo confesar que me levantaron el ánimo (porque otra cosa no tengo) algunos momentos de cama de lo más sugerentes que llegaba a ver de reojo gracias a un juego de espejos del pasillo.
Con la cama llegó el amor, inevitable, y con el amor, el traslado, también inevitable. Ya podía haber sido en mi dirección, pero no: Manu decidió emigrar con su pareja. La migración no era muy drástica, tan solo cuatro calles, tengo entendido. Pero marcó mi destino cuando un frenazo me lanzó volando por la ventana trasera de la furgoneta en la que nos mudábamos. Un gatito, fue. Porque cuando Manu arrancó de nuevo dejándome en medio de la calzada, un gatito roñoso y asustado me pasó por encima sin el más minino miramiento.
Una noche a la intemperie, mirando al infinito. Cada vez que se acercaba un coche oía cómo sus ruedas amenazaban mi integridad y ¡bruuum! la visión ultra-rápida de los bajos del vehículo confirmaban mi salvación. Las motos y bicicletas me evitaban, quizás porque temían resbalar, o porque no deja de ser feo atropellar una cabeza humana, por plana que sea.
La mañana siguiente, un grupo de jóvenes que iban al instituto, me recogieron, se rieron de mi monóculo y decidieron tunearme. Aquella intervención fue dolorosa y terrorífica. Con un cúter rodearon la lente que me había acompañado toda la vida y me arrancaron parte del alma. Eso sí, mi precioso monóculo no acabó en el suelo, sino en un contenedor de papel, que estos chicos son muy cívicos.
¿Y yo? Pues me colgaron en una verja de madera, justo donde faltaba un pedazo, en un descampado cerca de allí.
De vez en cuando me siento poseído, cuando alguien mira a través mío por el hueco del monóculo. Creo que son niños, porque oigo sus risitas despreocupadas, me hacen cosquillas con las pestañas. Algunos se asustan de lo que ven: es cuando miran del otro lado. El hueco de mi ojo ausente permite una mirada bidireccional: depende el lado, se ve el mundo o mi mundo. Pero ese es un secreto que pocos conocen.
Una promotora inmobiliaria truncó mis ansias poltergeist, cercó el descampado y me dejó en la más absoluta soledad. El tiempo y la crisis abrieron un pequeño acceso en un lateral del solar, justo donde reposaba un palet de tochos abandonados a su suerte.
En el fondo sigo fiel a mi destino. Ahora soy testigo de perros, gatos y algún que otro transeúnte que vienen a mear a mi vera.