desertores y tarados; un episodio especialmente denso acerca del vacío y la vorágine
por Sebastià Jovani
el vaciado del cráneo (4a parte)
¿pero entonces…?
.¿..es bueno o malo tener un cráneo vacío?
Eso depende. Digamos que la desposesión de la que se lamenta Artaud evidencia una oquedad a través de la cual intuímos un cierto desamparo. Un vacío algo heideggeriano, o en su defecto blockbuster, algo existencialista. El miedo a que en ese vacío sobrevenga la invasión de una subjetividad in-auténtica. La intromisión oportunista de un dispositivo de sujeción. Entendido en estos términos, la desposesión de Artaud tiene su correlato en un fenómeno de acumulación por parte de ese dispositivo-realidad. La correlación sería más o menos esta: a menos Artaud, más realidad. Un sistema de vasos comunicantes unidireccional, basado en el drenaje de capital linfático-existencial en un extremo y el almacenaje y acumulación de dicho capital en el otro. En este contexto el ecosistema Artaud se vuelve progresivamente insostenible.
Este esquema algo precipitado y de aroma marxista (no confundir con la troupe de Groucho) sirve para diversas cosas:
- a) para corroborar lo dicho con anterioridad acerca de la íntima relación entre lo económico y lo ecológico.
- b) para forzar un leve desplazamiento en el mapeado de la situación, detectando que existe una interrelación entre la desposesión existencial por un lado, el conflicto sistémico con la realidad por otro y un problema común y subyacente a ambos como es el de la imagen. La imagen del pensamiento de Artaud, definiéndose en base a la imagen de su desposesión frente a una cierta imagen de la realidad. O lo que es lo mismo: la crisis abierta en el seno de una determinada secuencia. No resulta extraño pues que Artaud compagine sus preocupaciones linfáticas con un creciente interés por lo cinematográfico, ya que en cierta medida en lo segundo viene a hallar una experiencia correctiva a lo primero. Ante la posibilidad de verse usurpado de sí mismo y rellenado por la realidad -algo así como taxidermizado-, Artaud parece optar por verterse en lo cinematográfico. Poner esa oquedad craneal al servicio de un proyecto latente cuya circulación parece destinada a contravenir esa realidad, a perturbar sus lugares comunes y liberar en ellos nuevos espacios de expresión y de sentido.
Un pensamiento de la deserción enrolado en un contexto muy prolífico (el cine) donde ya hemos visto, con el ejemplo de los hermanos Marx, que cabezas huecas no significan lo mismo que cabezas de chorlito. Ni siquiera eraserheads. Son más bien cabezas fuera-de-sí, vueltas del revés, abiertas de par en par o incluso detonantes. Cabezas esteparias. Una deserción que sin embargo Artaud no pudo realizar con la intensidad y amplitud que deseaba. Es de sobras sabido que sus proyectos filmicos fueron todos rechazados (a excepción de La coquille et le clergyman y de sus adustas interpretaciones actorales para Dreyer o Gance), algo que sin duda no contribuyó a mejorar su estado de desposesión, cada vez más generalizado y cada vez más contaminado por la rabia, hasta el punto de que en los capítulos epilogales de su vida el proyecto de deserción se desbordó a sí mismo abarcando la totalidad de su existencia.
Es particularmente interesante este estadio membranoso en el que Artaud se siente instalado. Esa especie de situación crítica sobre la que se cierne la amenaza de no ser nada pero en la que al mismo tiempo se intuye también la posibilidad de serlo todo. Depende del punto de vista, de la perspectiva empleada a la hora de modular el enfoque. La toma interior genera desazón e incluso repulsa, y ante el panorama expuesto puede parecer hasta cierto punto lógica la opción de dejarse trabajar por el taxidermista: el resultado será una subjetividad disecada, convenientemente coagulada en el más representativo y ejemplar de sus gestos. Una especie de visión sintética y congelada de la propia historicidad. O puede optarse por una toma exterior, en la que no hay recuperación posible de ese sujeto ya irreversiblemente drenado, pero en la que puede darse un nutritivo fenómeno de vecindad insospechado con cuanto acontece en esa exterioridad: las sutiles variaciones del paisaje, los cambios de rumbo del viento, los procesos migratorios o las mutaciones microscópicas. Ni en un caso ni en el otro puede revertirse la usurpación de ese Yo desposeído de sí mismo. Pero las alternativas son diametralmente opuestas: sumisión y sujeción en un caso, deserción y propagación por el otro.
Hemos asistido pues a una importante modulación en la fisiología del asunto: el cráneo vacío pasa a ser una membrana. Un limes de extrema fragilidad, carente de contenido alguno (Æ) y al que tanto puede pesarle la gravosa tentación de conservarse (en tanto que imagen-de-sí, perpetuando espectralmente la economía acumulativa y taxonómica propia de un dominio biopolítico) como la díscola invitación a perderse en un espacio que, hablando en términos fílmicos, ya no es una secuencia historiográfica o un plano fijo, sino un plano-secuencia metamórfico, una hybris en la que toda subjetividad pasa a un devenir. En la que todo lo singular participa de una potencia común de factores aparentemente heterogéneos. Esto suena a Eisenstein y a su teoría del montaje dialéctico. Pero en Eisenstein hay una voluntad de cerrazón, una definición final de la totalidad fílmica que es en última instancia la garante de todo lo mostrado: «el cine intelectual será aquel que resuelva el conflicto-yuxtaposición de las armonías fisiológicas e intelectuales»[1]. Lo que aquí anotamos, en cambio, es algo que tiende más bien hacia una apertura constante, a una perseverante ampliación del campo potencial. Obviamente ante semejante panorama no puede haber montaje dialéctico ni historia.
Visto así, esta situación crítica sería algo muy semejante al concepto de Bloom acuñado por Tiqqun y el Partido Imaginario[2]. Una entidad porosa y morosa al mismo tiempo, una instancia vital a la que se le ha extirpado todo, incluso -y ahí está el detalle- su propia imagen. Convertido en una presencia sin imagen, el Bloom puede fácilmente ser pasto de las nuevas representaciones que el sistema tiene preparadas para él. Integrarse en una vacuidad mucho mayor, la del Espectáculo:
«La condición de estrella del espectáculo es la especialización de la vivencia aparente, objeto de identificación con la vida aparente y sin profundidad que ha de compensar la fragmentación de las especializaciones productivas efectivamente experimentadas (…) una lucha de cualidades fantasmales destinadas a presentar como apasionante la trivialidad de lo cuantitativo. (…) Lo que las oposiciones del espectáculo ocultan es la unidad de la miseria»[3]
Mayor porque en ella el vacío se niega a sí mismo por medio de su repetición incesante, de su proliferación contagiosa. Y de esta forma, paradójicamente, lo acaba llenando y colonizando todo. El Bloom es una bienvenida a ciertos simulacros arquetípicos que actúan como referente y vehículo transmisor del espectáculo biopolítico y en los cuales la sobreexposición de y a las imágenes no es más que un mecanismo de sujeción al mismo tiempo que de volatilización. Una sociedad de moldes uniformes y sellados dentro de los cuales no hay nada en absoluto.
Pero el Bloom también es la via de acceso de otro régimen de cosas. Su porosidad no es unívoca ni se manifiesta en uno solo de sus reversos. El Bloom, el cráneo vacío, la situación-membrana crítica es también el factor necesario para otro tipo de proliferación y de contagio. En este caso, el de una patología disruptiva que en lugar de trabajar mediante la sobreexposición de imágenes operaría por medio de su disipación. Un cráneo límpido y una mirada difusa como la del Bloom son naturalmente idóneos para agilizar y promover (aunque sea inconscientemente) un orden distinto en el imaginario. En lugar de sobrecodificarlo lo aligera, le extrae el factor lípido como se extrae la ponzoña de una mordedura. Se libera a la imagen de la sacrosanta necesidad de ser imagen y al mismo tiempo imagen-de-algo. Y por medio de esa extracción de material sobrante, la imagen emerge hipermotivada y con un valor añadido: el de elemento relacional y diferencial, el de factor de conexión y de disrupción al mismo tiempo. Es una cuestión física elemental: desprovista de carga, la imagen disfruta de un mayor margen de maniobra.
La situación de 0 es, pues, la de una bisagra entre dos mundos:
-El de un sistema en el que nada remite a nada y por lo tanto todo es intercambiable; donde la imagen taxidermizada es el factor genético para una retícula de puntos de sujeción y líneas de dominio / inercia (Estado-Espectáculo)
-El de un sistema disipativo donde la imagen liberada no remite a su necesidad de ser representación sino a su potencialidad para generar situaciones otras. En este caso a través de un trazado formado por puntos de disrupción y bifurcaciones / líneas de fuga (Cine-Guerrilla)
Hay que realizar un cuidadoso rastreo del papel que ejerce el dispositivo cinematográfico en la morfología del Bloom y de la oquedad su cráneo. Pues si bien en unos casos lo fílmico supone la puesta en marcha de un contra-dispositivo emancipatorio, de cualidades expresivas netamente insurgentes, en otros casos se pone claramente al servicio de los trabajos de taxidermia del Espectáculo. De esta tipología fílmica tenemos una Historia trufada de excelentes ejemplos. Formalizaciones de un amplio aparato de captura dotado de una ingente cantidad de imágenes de sujeción. Poderosas secuencias con las que llenar todo el espacio vacío fruto de la usurpación y desposesión subjetivas.
El caso del cine de propaganda es quizás el más ilustrativo, entre otras cosas porque en sí mismo no pretende ser otra cosa que eso: una ilustración. Un efecto de cohesión definitoria aplicado a un cuerpo-texto social. Los filmes de Lenni Riefenstahl, por ejemplo, impecables en su modulación de una psicologia colectiva a la deriva, muestran la fuerza apolínea del espectáculo hitleriano en todo su esplendor. Sea en su versión atlética (Olympia, 1928) como en su versión ritualística y cultual (Triumph des Willens, 1935). En ambos casos se activa un complejo mecanismo de re-formateo de la subjetividad neutralizada, por medio de un imaginario que en primer lugar modula unos principios de acción y posteriormente moldea una participación colectiva respecto a los mismos. En ese cine se da una voz y una mirada al Bloom generado por el derrumbe de la República de Weimar, pero en ningún caso esa voz y esa mirada le pertenecen. Son afectos y sensaciones implementadas, lo que Brian Massumi, siguiendo a Foucault, llamaría un dispositivo ideológico de posicionamiento[4]. Las imágenes trazan una lógica matricial en la que bajo la ilusión de una pertenencia evocadora se lleva a cabo la cooptación de toda una comunidad y su sujeción a una retícula que se superpone a la cartografía real, suplantándola e instaurando un nuevo orden completamente fantasmagórico, aunque de efectos totalmente reales y devastadores. La rotundidad de ese espectáculo, a la que que no es ajena la propia Reichpolitk[5], sienta sin duda alguna las bases de la futura estrategia de dominio. Una fascinación imagénica que rellena el vacío dejado por la subjetividad extirpada con un contenido violentamente inercial. El cine propaganda, así entendido, transforma a la multitud en masa y le otorga a ésta una voz y una mirada impropias porque llega a la conclusión de que sencillamente no merece ni necesita otra cosa.
En el polo no opuesto, sino completamente exterior a estos procedimientos, hay un cierto tipo de cine que actúa como somatización y también como pharmakon (en el sentido quizás buscado por Artaud) a ese anorreamiento. Un cine dotado de cierto sigilo expositivo y al mismo tiempo de una poderosa capacidad disruptiva, por medio del cual el vacío del Bloom no es rellenado por una simbología interpuesta sino que, al contrario, es expuesto en toda su crudeza. En esa plasmación de la desposesión este cine otorga a esos cráneos vacíos una voz y una mirada que, como en el caso del cine de propaganda, no les pertence. Pero al contrario que en aquél, esta no pertenencia no es correlato de una sujeción o de un dispositivo de dominación asumido con entusiasmo hipnótico, sino un ejercicio de dislocación por medio del cual el Bloom habla y observa fuera de los márgenes de lo que el sistema considera que le es propio. En el caso del cine propagandístico de masas lo impropio es la identidad del sistema introyectada y posteriormente tomada como propia. En el caso de este otro tipo de cine, lo impropio es la proyección de esas subjetividades hacia un terreno exterior a lo que el sistema puede apropiarse y en el que, expresando su membranosa y frágil condición, adquieren un cierto nivel de emponderamiento. Ya no se trata de un re-formateo, sino algo que se expresa a través de imágenes sin formatear y que opera en los márgenes invisibles del orden. Sea éste el imperante o bien uno nuevo que aspire a imponerse.
Si las masas sujetadas por el Espectáculo son un buen paradigma de un determinado orden, la enfermedad mental puede ser un avatar oportuno para acercarnos a lo otro, a esa disrupción del sistema de formateado en el imaginario espectacular. Caso por ejemplo del extraordinario ejercicio de exposición emancipatoria que practica Joaquim Jordá en Monos como Becky (1999), donde siguiendo el rastro histórico de Edgas Moniz, el infausto creador de la lobotomía (y por ende de una forma clínica e institucionalizada de vaciado de cráneo), Jordà realiza no sólo una disección de los procesos de desposesión y sujeción que practica la ciencia médica en general y la psiquiatria en particular, sino que, más allá de esto, otorga a sus víctimas una nueva imagen. Una imagen que ya no es una imagen de sí mismos, de su supuesta locura o del supuesto papel que les espera en el sistema una vez esta locura ha sido tratada. Es una imagen en la que el enfermo metal consigue fugarse de su reapropiación sistémica, del posicionamiento ideológico que se le depara. La voz y la mirada que se le otorga es la voz y la mirada que golpea y empuja desde el afuera de esa mente y de ese cuerpo expropiados. La imagen esteparia. La voz del llano en llamas. No le es propia, pero en esa no-pertenencia rebela el hecho fundamental de que el enfermo mental tampoco es un sí-mismo que pertenezca a nada más que a su propia deriva exterior fuera del orden de las cosas. Se encuentra al margen de la economía del espectáculo y de su puesta en escena. Ya no resulta representativo, sino pavorosamente expresivo y perturbador.
[(…) tú ayudas a los débiles
mejor que los cristianos
tú vienes de las estrellas
y odias esta tierra
donde moribundos descalzos
se dan la mano día tras día
buscando entre la mierda
la razón de su vida
(…)]
(Leopoldo Maria Panero, fragmento del Himno a Satán)
[1] Eisenstein, S. M: Métodos de montaje, en Textos y manifiestos del cine (ed. Joaquín Romaguera y Homero Alsina), Madrid, Cátedra, 1989.
[2] El concepto de Bloom es problemático y confuso, como lo es por otra parte todo lo que rodea Tiqqun en tanto que posicionamiento en el campo de batalla de lo real. Es una noción con mil aristas, de las que sin embargo podemos destacar dos, que son las que por otra parte caracterizan la ambivalencia del concepto y su potencial como agente de sumisión o bien como factor provocativo y disruptor. Por un lado, «como tonalidad afectiva determinada, el Bloom se vincula con la extrema abstracción de las condiciones de existencia forjadas en el Espectáculo (…) En el seno del Espectáculo, como en el de la metrópoli, los hombres nunca tienen la experiencia de acontecimientos concretos sino tan sólo de convenciones, de reglas, de una segunda naturaleza enteramente simbolizada, enteramente construída» (Tiqqun: Teoría del Bloom, Barcelona, Melusina, 2005, p. 45-6). Sin embargo el Bloom, en su translucidez y hasta cierto punto pasividad, también puede ser mediador de una política de sí mismo y de su entorno muy distinta. En tanto que imagen enfermiza, el Bloom evoca un peligro constante que el sistema se presta esforzosamente a conjurar, aunque no siempre con éxito: el del estallido criminal sin resolver, el de la aberración sin sentido. El de la deserción del orden establecido, en definitiva. «Ante los jueces, así como ante la tortura, el Bloom nada dirá sobre los motivos de su crimen. En parte porque la soberanía no entiende de razones, pero también porque presiente que, en el fondo, la peor atrocidad que puede inflingir a esta “sociedad” es dejar su crimen sin explicación. De este modo, el Bloom ha logrado introducir en todos los espíritus la ponzoñosa certeza de que en cada hombre hay un enemigo latente de la civilización que dormita» (Íbid, p. 109-110). Tiqqun no se explaya demasiado en dibujar qué campo de operaciones puede emerger al otro lado, en el reverso desertor y amenazante del Bloom, si bien el Partido Imaginario insiste en que su programa es básicamente “trabajar en las fronteras para extender el contagio“. En el caso que nos ocupa cierto imaginario fílmico y ciertos operativos cinematográficos contribuirían sin duda al caos sistémico y reptante de ese trabajo fronterizo.
[3] Debord, G: La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 1999, p. 64-67
[4] Massumi, B: Parables for the Virtual; Movement, Affect, Sensation, Durham, Duke University Press, 2002, p. 2-7
[5] Las peculiaridades “cinematográficas” de la hecatombe nazi (y más sincréticamente, la hecatombe hitleriana) han generado algunas alusiones bastante audaces e incluso provocativas. Deleuze ya trató someramente el tema en sus estudios sobre cine (concretamente en La Imagen-tiempo) al describir una cierta tensión, casi rivalidad subyacente, entre la obra de Hitler y la obra de Hollywood entendidas como dobleces de una misma formulación del concepto de Espectáculo, aunque Deleuze no parece apoyarse de forma explícita en la visión debordiana de dicho concepto. A tenor de esto Peter Pál Pelbart reincide con más detalle en el asunto incorporando al festín derivativo el filme de H. J. Syderberg Hitler, ein Film aus Deutschland (1977). Ver al respecto Pelbart, P. P: Filosofía de la deserción; Nihilismo, locura y comunidad, Buenos Aires, Tinta Limón, 2008, p. 280-290