Marcianos hasta en la sopa
por Carolina Montoto
Soy la doctora M, especialista en medicina familiar y comunitaria, y he de decir que, ante todo, soy una persona optimista y que creo en el género humano. Por eso me reafirmo en mi creencia de que el amor mueve montañas y hoy, una vez más, lo he intentado demostrar, apoyando a una amiga que iba a sufrir el duro trance de conocer al novio de su hija (mi ahijada).
Esto es lo que me ha dicho ella: duro trance. Cena familiar. A la que yo estoy invitada. A la que en realidad estoy obligada a ir para amenizar la velada, insiste con cierta agresividad. ¿Problemas con el «yerno»?, le pregunto con cierta sorna. Y tras someterla a un tercer grado intuyo que la lupa con la que mi amiga lo mira está llena de prejuicios: solo ha hablado con él una vez por teléfono y ha comprobado que éste abusa de adverbios como «perfectísimamente», emplea muletillas de controlador como «¿me explico?» y salpica sus frases de vaguedades y relativizaciones diciendo que todo es «tipo tal».
Y yo, desde luego, no le he hablado de las extrañas sensaciones que últimamente estoy experimentando porque no quiero ponerme a la altura de su neurosis.
Todo empezó hace unos días, cuando me di en los morros con una policía dentro de los lavabos de un bar y me di cuenta de que en los últimos tiempos no hacía más que verlos por todos lados, sensación que ayer volví a revivir al toparme con una pareja patrullando el mercado del Guinardó. He llegado incluso a temer estar sufriendo una manía persecutoria que me hace encontrármelos hasta en la sopa.
Con estas reflexiones he llegado al portal de la casa de mi amiga. ¿Se habrá transformado en una fustigadora de pretendientes de su hija, a los que como buena madre debe de considerar poca cosa para ella?, me pregunto.
Un joven me abre la puerta. Es él. Mis ojos de mujer experimentada se dirigen a lo que primero hay que mirar en un hombre para saber de qué pie calza: los zapatos. Si lleva mocasines, mala señal. Lo sé por experiencia. Pero para mi alivio compruebo que lleva bambas.
Se presenta. No me pregunta por mi profesión: otra buena señal. Desconfío de las personas que creen que una es el trabajo, y que el trabajo (mercantilizado) dignifica. Y yo, desde luego, tampoco le pregunto a qué se dedica. Mi ahijada entra en ese momento y, tras los besos de rigor, me sirve la bebida y me pregunta por mis gatos. De ahí, no sé cómo, saltamos al tema del año: el turismo. Barcelona imposible y blablablá: las calles ocupadas por las hordas de visitantes, los precios de las viviendas por las nubes y el comercio local en vías de extinción, y yo cada vez más sulfurada. Nos sentamos a la mesa y mi amiga me hace una señal conocida solo por nosotras dos para que me calme. Tengamos la cena en paz.
Hablamos entonces de cultura: eso que parece amansar a las fieras, aunque no debería ser así. La cultura como actividad civilizadora que reconcilia, aparentemente, a derechas y a izquierdas (a la izquierda blanca, mejor dicho). Dolores Redondo, Carlos Zanón y James Ellroy se abren paso en la boca del yerno, encantador a pesar de sus latiguillos, que además nos informa de que ha asistido a las obras de teatro más mainstream. Pero no a las más lúcidas y críticas, intervengo, y le hablo del Forn de Teatre Pa’tothom. Mi amiga, atacada por una repentina actividad, abre latas de anchoas y olivas, saca multitud de bolsas de patatas fritas de todos los sabores y nos llena continuamente la copa de vino mientras inquiere mil veces si estamos bien. Y él, un chico que tiene la virtud de no llevar mocasines, se interesa por este colectivo cuyas obras buscan «remover» al espectador para que adquiera una conciencia crítica y piense por sí mismo, siempre con determinados valores en mente.
–¿Valores? Es decir, ¿qué valores? –salta el yerno de un modo menos encantador del que nos tiene acostumbrado.
Mi amiga nos sirve más vino y más puré, de repente extrañamente solícita.
–Como aquel que dice, los valores de siempre… –responde ella por mí.
–… Los que contribuyen a reforzar una sociedad de derechos –continúo: el vino me hace decir frases vacías y grandilocuentes propias de los políticos.
–Qué fácil es decirlo, ¿cierto?, pero ¿cómo se lleva a la práctica? –me tira él de la lengua.
¿Me he de poner a hablar ahora del teatro del oprimido? Decido citar como ejemplo una obra antigua del Teatre sobre la Marcha: Las tres cerditas desahuciadas; en ella se muestran los intereses de unos pocos contrapuestos a los derechos de la mayoría. El poder financiero sostenido por los poderes judiciales y policiales contra los ciudadanos.
–¿Poderes policiales? ¿Puedes explicarte mejor? –me pide el yerno mientras me enseña los colmillos.
Mi amiga me retira la copa de vino y yo prosigo embalada a pesar de haber recibido una patada por debajo de la mesa:
–Los mismos que ahora ya forman parte del mobiliario urbano de Barcelona.
Y lo cierto, se me ocurre, es que dudo que jamás llegue a acostumbrarme al don de la ubiquidad de los mossos. Son como dios o la Caixa, pero también de otro planeta, marcianos de los que nunca entenderé sus motivaciones, reflexiono sin darme cuenta en voz alta. Sin darme cuenta tampoco de que a mi alrededor se ha hecho el silencio: Armarios impasibles, concluyo.
–¿Hemos acabado ya con el pescado? –me pregunta mi ahijada, y sin esperar a mi respuesta me retira el plato, en el que reluce un hermoso rape al que todavía falta darle un buen repaso.
–No sé si me explico, pero discrepo –dice el yerno encantador pese a las muletillas–. Es decir…
–Es decir… ¿cómo se le ocurre a alguien elegir una profesión en la que tiene que hacer uso de la fuerza para imponer la autoridad? –prosigo–. ¿No provoca mala conciencia a los policías tener que reprimir, por ejemplo, a los manifestantes que reclaman salarios justos?
–Bueno, también se ocupan del aumento de la inseguridad ciudadana y de los atentados yihadistas –responde mi amiga mientras me sirve apresuradamente el café.
Intento salir del paso con una frase disparatada para relajar el ambiente, que noto enrarecido.
–Las consecuencias –digo– siempre son inversamente proporcionales a las causas.
Todos me miran como si estuviera loca, cosa en la que no niego que tengan cierta razón. En realidad, lo que quiero decir es que, en Cataluña, una de cada cinco personas se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión. Y esto sí que genera inseguridad ciudadana.
Pero me callo.
Entre otros motivos, porque mi amiga ya está retirando las tazas de café de la mesa y mi ahijada acaba de anunciar que al día siguiente se han de levantar pronto y que se marchan. Oído cocina. Y yo me despido con cierto pesar porque la velada ha sido realmente agradable con un chico tan encantador, aunque abuse de las muletillas.
Nos vamos juntos. Llamamos el ascensor y cuando abrimos la puerta lo primero que llama nuestra atención es una pintada reciente: ACAB. Se hace un silencio perturbador, y para romperlo suelto, con ese tono de listilla que a veces me caracteriza:
–ACAB quiere decir «All cops are bastards», es decir, todos los policías son unos bastardos.
–Enterado –responde él con una mueca torcida, y a continuación toma unas fotos de la pintada y hace una llamada con su móvil.
Salimos a la calle y mientras nos estamos despidiendo oigo una sirena a lo lejos. En un plis plas, veo perpleja cómo aparece de la nada un coche de los mossos, frena derrapando agresivamente y de él salen unos agentes que parecen figurantes de una película del Oeste, con John Wayne a la cabeza. Todos ellos escudados tras esa aparente superioridad moral que les confiere el creerse los defensores del orden. Amparados por un uniforme que tanta arrogancia y seguridad les presta al mismo tiempo.
–Son mis compañeros, ¿lo pillas? –dice el yernísimo.
Y comienza a tomar nota para abrir una investigación acerca del posible o la posible infractora de la ley que se ha atrevido a injuriar de esta manera a los cuerpos de la seguridad del Estado.