Es inútil dejar de quererte / ya no puedo vivir sin tu amor
por Carolina Montoto
Soy la doctora Montoto, especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, y en estos momentos me encuentro en el metro, a punto de perder los papeles. Tengo las fosas nasales dilatadas y estoy hiperventilando. El corazón me palpita desbocado y unas gotas de sudor me caen por la frente. La razón: en el vagón acaba de entrar un rebaño de hinchas blaugranas que tocan vuvucelas y corean himnos para demostrar su poderío machoman. Me bajo en la siguiente parada, con tal de no tener que aguantarlos, y, ya en la puerta, antes de que se cierren, les espeto: «¡¡Ya podríais gritarles más a los defraudadores como Messi y dejar tranquila a la gente normal!!». Al otro lado del vidrio, oigo sus rugidos y veo con gran satisfacción cómo sus rostros se ponen rojos de la indignación.
Me subo al siguiente convoy, que tarda bastante en aparecer. Por los altavoces explican que la línea amarilla permanece parada debido al acto incívico de un pasajero. Se me ponen de nuevo los pelos de punta cuando me planteo si no será esta una nueva manera de llamar a los suicidios.
Entre la muchedumbre del vagón se abre paso un hombre que pide limosna. Cuando oigo que repite esa estupidez de: «Porque es triste pedir, pero más triste es tener que robar» me tiro de los pelos. Pero el horror llega cuando para despedirse añade «Que Dios les bendiga». Entonces, me hincho como un gato, el lomo se me arquea, saco las uñas y bufo indignada. «¿Dios? ¡¡¿Ese Dios que lo ha dejado de lado, si es que existe, ese Dios que ha abandonado a los habitantes de la Franja de Gaza?!!», exclamo. El hombre me mira con la sorpresa dibujada en la cara. «¡¿Ese Dios en cuyo nombre la Iglesia nos roba millones de euros?!», le digo mientras lo agarro por la manga para que no se vaya, dispuesta a explicarle que la Iglesia no paga el IBI de ninguno de sus inmuebles. El hombre consigue zafarse de mi mano y se marcha corriendo. Tal vez he alzado demasiado la voz, y no debería haberlo zarandeado, reconozco un poco avergonzada.
Miro a mi alrededor y no veo a nadie. Estoy sola, en el centro del vagón. Toda la gente se ha bajado apresurada de él, alguno incluso se ha caído en su precipitación, y desde el andén me contemplan con una mezcla de alerta, sorpresa y enfado. Una niña incluso llora. Una mujer está llamando a la policía.
Pero a mí aún no se me ha pasado la irritación. Del enfado que llevo, me sale humo de la nariz. Al principio es solo un hilillo, como si estuviera fumando, que se vuelve más y más espeso, hasta convertirse en una gran nube que me impulsa hacia arriba. Comienzo a elevarme poco a poco, propulsada por mi rabia. Primero a apenas unos centímetros del suelo, y de pronto, ¡oh, my God!, me encuentro flotando encima de la nube, arropada por esta, como si me hubiera metido en una pintura de Marc Chagall, y abajo no hay más que molestas hormiguitas. Mi enfado se vuelve más ligero, y eso hace que suba más y más, a medida que voy soltando mi humo cabreado. Creo que ha llegado el momento de desaparecer, pienso de repente, con una lucidez poco habitual en mí. Y como no quiero que nadie guarde un mal recuerdo sobre mí, mientras me despido obsequio a mis molestas hormiguitas terrestres con una canción que la gran Chavela Vargas me plagió hace ya unos años.