La culpa de todo la tiene Yoko Ono
por Carolina Monto
Soy la doctora M, especialista en medicina familiar y comunitaria, y según lo que se dice, el amor mueve montañas, entendiéndose el amor de una manera amplia, y la amistad es para siempre.
¿Son estas afirmaciones ciertas?, me pregunto, y con el espíritu indagador de miss Marple me afano en encontrar una respuesta.
La oportunidad de dar un buen empujón a mis pesquisas me llega cuando mi amiga Laura B me dice que necesita mi apoyo emocional. Ha conocido a alguien por Tinder y quiere saber mi opinión. Que yo le haga de carabina en su primer encuentro con el candidato. Arrugo el morro. ¿Acaso no es ya mayorcita para saber lo que no le conviene? Por ejemplo, un osado aventurero, alpinista temerario y paracaidista suicida, le digo.
Mi amiga se quita las gafas de sol, me mira a los ojos y, con tono de heroína de novela barata, me contesta: A veces los humanos parecemos programados para sentirnos atraídos por lo que, si estuviéramos en nuestros cabales, tendría que impulsarnos a salir pitando como si nos persiguiera el Séptimo de Caballería.
Pero el amor mueve montañas y yo por mi amiga haría lo que fuera, de modo que acabo plegándome a los deseos de Escarlata O’Hara y a las tres de la tarde ya estoy esperándola en la entrada principal de unos estudios de televisión. Extraño lugar para una primera cita, pienso, pero ha llegado un momento en que pocas cosas consiguen sorprenderme en un mundo en que hay jueces que comen con imputados, infantas absueltas y partidos políticos con las sedes embargadas. Así, no me asombra averiguar que el candidato de Laura B es el batería de un grupo musical contratado por un programa de televisión para darle el chimpún chimpún con la batería. Lo que llaman amenizar a algo, como las gambas amenizan los cócteles de gambas. Hay gente para todo y, al final, concluyo, todas somos putas de una manera u otra. Ya sea vendiendo nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestras dotes musicales o nuestras dotes literarias.
Multitud de gente hace cola en la entrada. Me armo de paciencia e intento alcanzar un estado yogui hasta que entramos en el plató, donde nos fichan, nos dan una acreditación, nos hacen pasar por un escáner y nos separan, como si fuéramos a Auschwitz, por «tipologías»: a los feos nos sitúan en los extremos, para que rellenemos el plató sin que se nos vea demasiado. Mi paciencia se va yendo poco a poco al garete. Sobre todo cuando un tipo que parece un figurín (pantalones de perneras estrechas, camisa blanca remangada, zapatos agresivamente puntiagudos) me endilga una pandereta y me ordena que la haga sonar cada vez que él lo indique. Es el «animador del público». Temblad, malditos, temblad.
El programa que se va a grabar es un concurso en el que los participantes deben adivinar dichos o frases. Concursantes, por cierto, que no dan ni bola. Lerdos, suelto en voz baja. Mirada asesina de Laura B, que apenas un segundo después se transforma y me desconcierta con una risa hilarante. También el público, por algún motivo que a mí se me escapa, empieza a reír como descosido. ¿Se han vuelto todos locos? Advierto entonces la mirada poco amistosa del regidor: al parecer, yo también tendría que haber seguido las instrucciones del cartel que muestra el «animador de público». Río, en consecuencia, de una forma un tanto descontrolada y para mi sorpresa me gano una nueva mirada censuradora del figurín. ¿Qué he hecho esta vez mal? La gente está aplaudiendo y en el cartelito puedo leer, en efecto, las nuevas instrucciones: «Aplausos». Ahora toca aplaudir, ahora corear «Que se besen, que se besen» y ahora hacer la ola. Todo el mundo obedece con una paciencia casi profesional, y suma estupidez. Y yo empiezo a sentirme una cretina más del público. Pero a pesar de todo aplaudo rabiosamente e incluso suelto algún «ole, ole». Sin embargo, no es el momento. Es, de hecho, un mal momento para intervenir. El grupo musical está tocando un tema popular y el presentador y la azafata se han puesto a bailar.
¿Cómo se le ocurre a la azafata ir con tacones tan empinados?, me asombro. Pero ¿no ve que producen juanetes, desviaciones en columna y otros problemas de salud? Y lo que es peor, toda esta exhibición para alegrar la mirada del hombre y crecerse simbólicamente ante otras mujeres. Machismo de tomo y lomo televisado a cientos de miles de papanatas que no se enterarán de qué va la película.
Nueva mirada reprobadora, esta vez de un espectador. Me temo que en los últimos tiempos me he acostumbrado demasiado a hablar sola y en voz alta, y mi actitud por supuesto tiene consecuencias: se me acerca el animador y me pide educadamente que abandone mi asiento. ¿Ahora que me lo estoy pasando tan bien?, refunfuño (todo sea para fastidiar). Además, ¿voy a dejar ahora sola a mi amiga? Me niego. Me agarro al asiento y no me muevo de allí. El tipo desiste de su empeño para evitar el escándalo y muestra el cartelito «Pandereta». Esa soy yo, me digo entusiasmada. Agito el instrumento con bastante brío y de paso le doy con él al impertinente espectador, y luego hago la ola.
La grabación del programa se acaba alargando tres horas, pero al menos cuando salimos del plató puedo afirmar que el amor sí mueve montañas. Por ejemplo, el amor hacia una amiga. Por la que hasta he hecho la ola y he participado en un concurso de lo más denigrante que reproduce, de algún modo, males de nuestro sistema como el seguidismo a ciegas y sin ninguna conciencia crítica, y que además favorece la sociedad del espectáculo y del disfrute inmediato.
Le largo todo el sermón a Laura B, convencida de que ella estará de acuerdo con mi rollo macabeo. Pero no es así. Mi examiga me echa en cara mi comportamiento en la grabación del programa y que yo le haya chafado su plan con el batería. Me dice que soy un incordio y borra mi número de teléfono del móvil. Ya no me coge el teléfono.
¿Quién había dicho que la amistad era para siempre?