En una esquina de la calle San Antón de Granada, unos antiguos portales de hierro permanecen abiertos. Invitan el paso hacia un jardín con canteros y fuentes cantarinas. El edificio es de dos plantas, partido al medio por un cenador cubierto por cristales, accedo por las escaleras de mármol a un comedor de paredes pintadas con colores cálidos. El hotel Oniria parece desierto. Mesas cubiertas de manteles blancos almidonados donde los platos permanecen vacíos y las copas brillantes contienen servilletas dobladas con arte japonés. Me acomodo en un sillón con una novela en mis manos. El tiempo se deshace entre sus páginas, cuando oigo una voz de soprano mezclándose con el arrullo del agua que llega desde el jardín. Ella exclama, ¡¡Ahhh!! , mientras eleva su lamento por la pérdida de un amor que se aleja en una nave… lontano , lontano. Otra voz, ésta de un contratenor, le augura que en los sueños volverá a encontrar el amor perdido.
Sonábula. Maximiliam Pirner. (1878)
Los diálogos de la ópera llegan a mis oídos con una nitidez inaudita, y se confunden con las palabras de la autora de la novela que leo. Tratan de encuentros entre las brumas de un país oculto detrás de los párpados de los durmientes. Porque ella, la soprano, dice haber sacrificado al dios de los sueños su vida diurna, y con los párpados cerrados vaga por el mundo. Envoltura carnal de un alma presa en el mundo de los sueños. Allí vive la ilusión del encuentro con su amado….Torna ragazza….
En la novela, el personaje se pierde en una ciudad, la de su infancia, a la que regresa buscando las claves de un episodio de su vida. Lleva en la mano una guía de los años 50 del siglo pasado y una revista, también de aquella época. En ella, la publicidad de una fábrica de aceiteras que no se derraman le afirma la realidad de aquel suceso. La fábrica de aceiteras estaba contigua a su casa, en la Avenida D. Donde sentada en el escalón que separa la acera de su casa y la de la fábrica, recuerda haber contemplado el desfile de hormigas, que llevaban a cuestas las cáscaras verdes de las semillas de los árboles plantados en la acera.
Pacientes hormigas negras y grandes que recorrían la calvicie de tierra que era su camino de hormigas, surco entre la hierba y el zanjón que bordeaba la calle. Rememora las paredes de la casa, llenas de grafitos infantiles que proclamaban el amor a los cantantes de moda.
Lontano, lontano se queja la muchacha de los ojos que miran hacia adentro, hacia el mundo de los sueños, donde permanece su amor siempre a punto de embarcarse al lugar donde ella estará ausente. Pero en el canto aún comparten un mismo tiempo y se dan citas. En lo alto de un castillo, allí suelen besarse mirando el atardecer. Es el atardecer que llega con sus destellos rosados a la habitación donde estoy. Cuando las luces de las lámparas se encienden, veo, al fin, acercarse al camarero. Va calzado con zapatillas de torero, lleva una bandeja de plata que adelanta hacia mí en un gracioso paso de ballet. Traje negro, camisa blanca con pechera surcada de alforzas meticulosamente planchadas, al cuello anudada una pajarita. Pero más allá de la impecable vestimenta se yergue un pescuezo ancho y peludo que me desconcierta. Su cabeza, tampoco es lo que una espera que sea la cabeza de un camarero. Es la de un ciervo coronado de una magnifica cornamenta y con de brillantes ojos picassianos. Me sirve un cóctel sin que yo se lo hubiera pedido. Nunca pido un cóctel, pienso que me gustaría demasiado y entonces no me quedaría satisfecha. Los cócteles son bebidas mezquinas, sólo para dar deseo y no satisfascerlo, caros y egoístas. Así pensaba yo, hasta que el camarero con cabeza de gamo me extendió aquella copa. La bebida se acompaña con una rama de menta y una fruta de la pasión pinchada en un tenedor, la copa es enorme, tanto que la fruta de la pasión cumple el papel de una aceituna en una copa de Martini. Observo con atención su cornamenta, si no fuera indiscreción extendería la mano para tocar lo que me parece hueso recubierto de una especie de pana en diferentes tonos de marrón, concluyo que es de una medida adecuada a la función de camarero, ni demasiado grande para no tropezar con las paredes o volcar las copas, ni demasiado pequeña como para parecer ridícula. Al inclinarse para servirme, oscila ante mis ojos un medallón que cuelga debajo de la pajarita, ventilando las pequeñas alforzas almidonadas que recorren su pecho. En el medallón hay un retrato, es el de una bella jovencita de cabellos oscuros y piel clara, sus ojos son dos profundos cielos por donde desfilan nubes grises. Reconozco en ella a mi hija.
¡¿ Cómo se atreve?!, le grito señalando el medallón. Me contesta sólo con el gesto de esconderlo dentro de la camisa, al hacerlo se desata un botón y me enseña su pecho peludo de animal. Más tranquila, bebo de aquel cóctel, antes de hacerlo retiro la fruta de la pasión que tiene la forma de un huevo de reptil, su piel con dibujos de escamas y matices que van desde el verde al rosa, rosáceos también como la luz que de las lámparas.
Enmudece la voz de la muchacha de la mirada interior, la ópera acaba cuando ella elige permanecer en su país nocturno, porque la vigilia sólo le depara la soledad de la ausencia. Entonces aparece una elegante camarera, podría creer que es una fantasmagoría emanada desde un proyector de cine. De sutil belleza y uniforme impecable de seda.
La camarera me conduce por la escalera hacia el piso superior. Extrae del bolsillo de su delantal blanco un manojo de llaves, las hace girar en la cerradura. Es una cerradura como la del dibujo del libro para aprender a leer. Aparecería en la letra C: “Cecilia cierra la puerta . Gira la llave en la cerradura.” Me vuelvo hacia ella y le pregunto si se llama Cecilia, y asiente con la cabeza, creo que el pico de sombra que se extiende sobre su boca le impide emitir frases articuladas. Enciende la lámpara de kerosén que se halla sobre la mesa de noche. Lo hace con una cerilla que extrae de una caja de fósforos de marca Ranchera, la palabra aparece clara sobre una banda blanca dibujada entre dos azules. Río y le indico que esa es la bandera argentina. Ella baja la cabeza y grazna con simpatía.
Busco en el bolsillo de mi cazadora unas monedas, he visto en las películas que a los camareros de hotel se les da una propina cuando ayudan a llevar el equipaje.
Pero yo no llevo maletas. Ni siquiera un cepillo de dientes, apenas llevo en el bolsillo superior de la cazadora una tarjeta de crédito, eso me da seguridad. Y me echo en la cama, boca arriba mirando hacia el techo de la habitación, allí comienzan a desfilar las hormigas que estaban en la puerta de la casa, donde el personaje de la novela, que yo estaba leyendo, iba a buscar un episodio de su infancia. Cargan una cáscara color verde esmeralda con el reverso marfileño. Es del árbol del falso café, me digo. ¿De dónde habrían traído aquellos arbolitos? Uno, dos, tres, son tres… Un perro barbudo, de manto negro y pecho blanco, está echado en la puerta de la casa, un niño de piernas muy delgadas lo acaricia. Es mi hermano y nuestro perro ¡Pero entonces es mi propia casa! ¡Qué raro!, ¿Acaso no era la casa del personaje de la novela? Su dirección aparecía en una publicidad, dentro de la revista que la mujer usaba como guía. En aquella época yo era una niña. Y mi hija no aparecía, adolescente, presa en el medallón que esconde en su pecho un camarero con cabeza de ciervo. Debo encontrar la manera de quitarle el medallón. Se me ocurre esta idea insólita cuando oigo, otra vez, la voz de la soprano que suena en la habitación. Cierro los ojos.
Aquí en el hotel Oniria, que está en la calle San Antón, encontrará lo que busca sólo con desearlo, es eso lo que le responde ahora el contratenor. ¡Es una burda publicidad!, protesto. Una publicidad pueblerina. Granada tiene esos resquicios de lo que fue, aún le queda un aire de otros tiempos, en las casas que venden mantillas, en el cine Madrigal, en el Rosario que se recita por los altavoces de las iglesias. ¿Qué iglesia? ¿Acaso no era en la de San Antón? San Antón, San Antonio, el santo que encuentra lo que hayas perdido, me responde la voz de soprano. Me siento tranquila, a pesar de todo. Descanso en paz, me digo. Bromeo con la idea de morir allí mismo. Tan lejos y anónima, en una habitación de hotel. Aunque antes querría que me sirvieran una cena fría, una cena de pollo asado con ensalada de patatas y muy aderezada con buen aceite de oliva, y una fresca copa de vino blanco… Aquí no hay nada de eso. Sí, entonces no vale la pena morir.
Debo quitarle el camafeo al camarero de cabeza de ciervo. Pero parece tan amable, ¿por qué hacerlo?¿ Acaso mi hija sabe que él la ama? Es tan joven e inocente que permanece absorta siempre mirando la luna, siempre creyendo que es cuarto creciente. Esperando que se haga redonda y blanca para así contar los cráteres, uno a uno, y fotografiarlos para su próxima exposición, donde hará un correlato entre los agujeros de la luna y los de su sexo, que pretende cambiar por uno de ciervo en celo. Ella es la joven Diana, la diosa oculta que quiere robar su animalidad. Y el camarero lo sabe, es su vida que oscila en su pecho al ritmo del medallón. Mientras tenga la imagen de mi hija continuará siendo el camarero del Hotel Oniria. Ella es la joven Diana, la diosa oculta …
Diana cazadora. Museo del Louvre
Sin embargo, creo que mi hija me necesita. Cierro los ojos y descanso. Estiro las manos y busco a tientas la copa que han dejado sobre la mesita de noche. La encuentro ¿Quien ha apagado todas las luces? Tengo mucha sed y bebo, la bebida es agradable, vino con sifón. Apenas unas gotas de vino para teñir un vaso de sifón… ¿Y el pollo frío y el vino blanco? Vuelvo a insistir. Aquí no hay nada de eso, mademoiselle, me recuerda una nueva camarera con cara de gata. Risueña, acomoda mi almohada. Ha encendido la discreta luz de la lámpara de kerosene y me siento más tranquila. Pregunto por el camarero con cabeza de ciervo. Le explico mi historia y mi inquietud, temo por la suerte que haya podido correr mi hija. La camarera me acaricia la mano. Me consuela: No se preocupe ella es sabia, regresará. Encontrará su camino. No olvide que estamos en la calle San Antón, y que acaba de dar veinte céntimos para que se encienda una lámpara en el altar del santo. Es cierto, le respondo, lo había olvidado. Lo hice mientras la voz de una monja repetía una y otra vez algo sobre Cristo padeciendo en la cruz. Lo repetía sin cesar, era tedioso. Una especie de mantra obsesivo. Pero, ¿los santo no se hartan de oír ese mismo disco rayado?, le pregunto a la camarera con cara de gata… No me responde. ¿Entonces, ellos no oyen las súplicas?, insisto. A veces, miran a los ojos, y entienden. ¡Ah!, si es así, habrá comprendido que encendí una lamparita para él. No se preocupe, la vio.
Descanso al fin arropada por la suave camarera que me maúlla al oído el Duettobuffo di due Gatti.
Así, hasta que el Ave a Barcelona que sale de Antequera me devuelva a la prosaica estación de Sants, a su plaza dura y a las cientos de banderas catalanas que ondean y me recuerdan a la tortilla con sobrasada. Tan lejos ya del Hotel Oniria…