Rebelión en el geriátrico
por Carolina Montoto
Soy la doctora M, especialista en medicina familiar y comunitaria, y hoy he vivido una experiencia singular: visita a un geriátrico que se acaba de inaugurar en el barrio y al que queremos hacer un seguimiento. Es público, pero de gestión privada, y yo no puedo por menos que preguntarme cómo es posible que aún no se hayan enterado nuestros políticos de que no puede mezclarse el aceite con el agua.
No tengo ningún familiar ingresado allí, así que no hay nada que justifique mi presencia en el centro. Nada que haga que mi visita pase inadvertida. Por eso decido hacer las cosas a mi manera.
Que tiemble el mundo, me digo, que ahí va la doctora M.
Durante dos semanas, me preparo concienzudamente para la ocasión. Dos semanas con el pelo sin teñir y sin ponerme el sérum antiarrugas mañana y noche; quince largos días sin cubrir mis manchas por la edad con una crema despigmentante.
Pienso decir que deseo visitar las instalaciones para valorar mi ingreso futuro en el geriátrico.
¿O debo llamarlo residencia de ancianos?
Salgo de casa hecha una piltrafa para los estándares que hoy se llevan, que condenan la ancianidad (antes, considerada fuente de sabiduría) y, por el contrario, glorifican la juventud: en realidad, tal como se entiende en el presente, un invento romántico del siglo xix: la bendita falsa rebeldía de jóvenes atormentados y agitados por las pulsiones de la vida. James Dean como paradigma. Que en la actualidad tan mal casa con la precariedad y las muchas dificultades reales a las que se enfrentan los jóvenes. Con los muchos obstáculos que les pone el sistema capitalista para que salgan adelante.
Aterrizo en el geriátrico y en la recepción espero a que alguien me atienda. Y espero un buen rato. El tiempo se ha detenido, las plantas parecen mustias de tanto aburrimiento y nadie semeja tener prisa para que llegue el futuro.
Al fin acude la que dice ser la gerente del centro. Arrastra los pies y anda encorvada. Viste de gris y dudo que vaya a ponerse a bailar una jota de un momento a otro. Es la alegría de la huerta in person. Digo que quiero conocer las instalaciones del geriátrico (perdón, residencia de ancianos), y ella me mira desganada y con la extrañeza dibujada en el rostro. Me pide que la siga y yo la sigo arrastrando los pies y con los hombros encorvados.
Mi ropa se tiñe de gris.
La primera visión de la sala donde se hallan reunidos todos los viejos (perdón, ancianos) no resulta muy alentadora. ¿Por qué la mayoría de ellos permanecen sentados en butacas, unos cuantos atados con correas, algunos mirando un denigrante programa vespertino de la tele, otros dormitando y casi todos abanicándose con lo primero que encuentran a su alrededor, revistas o folletos? ¿No tienen aire acondicionado?
–O, al menos, ventiladores –le pregunto a mi guía, y esta es la primera de una serie de preguntas que planteo. Y de las que no obtengo respuesta. Tan solo una reacción que paulatinamente la va sacando cada vez más de su parsimonia. Y como un político haría, se abotona de pronto con inusitada energía la chaqueta gris que lleva. Demos carpetazo al tema y avancemos, por favor.
Continúo: ¿Por qué no los tienen ahí sentados y no intentan motivarlos con lecturas, actividades? ¿No pueden salir al parque que tienen delante?
La gerente aparta una mosca con la misma agresividad, intuyo, con la que le gustaría echarme del centro (no sé si a patadas). Más preguntas mías la incomodan visiblemente: ¿Por qué se trata a los viejos como niños, cuando no se los maltrata como si fueran muebles ya inservibles? ¿Por qué nadie parece darse cuenta de que necesitan afecto y palabras amables, que tienen sus sentimientos?
Más preguntas: ¿Conocen las cuidadoras los nombres de todos los abuelos? ¿Se interesan por su historia e intentan entender las causas de su agitación, en algunos casos, y de su ensimismamiento, en otros?
Rayos y centellas en los ojos de ella. Deja de arrastrar los pies, se yergue y crece, crece y crece hasta sobrepasarme en altura algunos centímetros. Entendido, me amilano: No hay presupuesto para pagar a más trabajadoras sociales. La precariedad del sector, ya se sabe, acepto.
Pero ¿debe reducirse todo a un problema económico, de falta de financiación, o debemos considerar también que hay un problema de valores en la sociedad que lleva a menospreciar a «todo aquello» que ya no es productivo económicamente?
De pronto un anciano salta: Se paga mejor a un comercial que a alguien que cuida de nosotros.
Y una anciana desdentada interviene: Los trabajos que tradicionalmente hace la mujer están desvalorizados.
Y añade un tercer anciano manco: Porque vivimos en una sociedad que históricamente ha hecho recaer los cuidados en asociaciones benéficas ligadas a la omnipresente iglesia.
Y otro: Y ahora, encima se confía nuestra salud casi exclusivamente en la industria farmacéutica y nos atiborran con pastillas al menor problema que presentamos, y con tranquilizantes para que estemos quietos.
Una anciana que hace aspavientos un tanto exagerados y parkinsonianos retoma la crítica del manco: A la funesta institución de la Iglesia. ¿Cuándo conseguiremos que la gente apostate, que la gente entienda que la Iglesia no es sino un poder financiero que ni tan siquiera paga el IBI por sus muchas posesiones?
Yo pasmada y la gerente con la boca abierta. ¿Acaso nos hemos metido, sin darnos cuenta, en un antro de la CNT, con el núcleo más duro del anarquismo ya devenido octogenario?
Un anciano de enormes narices suelta: ¡Deberíamos haber quemado todas las iglesias durante la guerra civil!
Los miro a todos con admiración y con ganas de llevármelos a casa.
¡Revolución, revolución!, grita otro mientras blande amenazador el bastón.
¡Queremos que se nos trate como personas!, exclama una mujer mientras golpea un paragüero con una aguja de media a modo de batería.
En efecto, me digo: Los mayores son los grandes olvidados de la sociedad, apenas presentes en el cine o en las novelas. Invisibles como ha ocurre aún con muchos colectivos que no responden a los cánones del capitalismo.
Y disfrutar del sexo como todo hijo de vecino, reclama otro con un sonoro pedo rebelde que hace retumbar el sillón en el que se halla, como para dar más énfasis a sus palabras.
Muletas en mano, los abuelos deciden rebelarse como los modernos James Dean del siglo xxi, eso es lo que dicen, y al instante la emprenden contra el ejército de trabajadoras sociales que ha aparecido de la nada y a las que reducen con pastillas y atan a los sillones con correas para que no se caigan.
Cantando el A las barricadas y ayudándose los unos a los otros, mueven los sillones hasta que forman un parapeto frente a la puerta. No pasarán, grita uno. Y en efecto no pasan y la residencia queda convertida en un Edén en el que los yayos llevan sus demencias y sus pluripatologías de la manera más digna posible y en un entorno humanizado. Ni dios ni amo, reclaman: Autogestión.