Cuando la pelota rebotó en sus manos protegidas por los guantes y antes de que su cuerpo cayera pesadamente contra el piso, contra el poste izquierdo como testigo obligado, supo que era campeón. Después el alarido de su hinchada y sobre la explosión de júbilo lo invadió un personal silencio. Antes de pararse y quedar erguido a la gloria se acordó del nueve rival y una sensación de tristeza empezó a treparle por el corazón. Los brazos de sus compañeros buscaban abrazarlo casi hasta matarlo, solo veía gestos sin sonidos, intentó zafar de tanta algarabía y caminar en busca del ejecutante rival. Necesitaba más que nunca estar cerca del que hacía unos segundos era su enemigo. Entre los apretones de la gloria y banderas sin colores logró ver al nueve rival caer de rodillas, derrotado, sobre el círculo de cal que indica el punto de penal. Mil imágenes de un tiempo pasado se le cruzaron por el alma y en el instante que un sabor amargo le llegaba a su garganta se acordó de su padre.
Cuando ya los tres pasos que había tomado de carrera eran historia, cuando la parte interna de su pie derecho choco contra la pelota, en ese mismo momento se dio cuenta que no era campeón. Supo que la caprichosa numero 5 chocaría indefectiblemente contra las manos del arquero rival.
La premonición se cumplía y con el acierto se esfumaba su parte de gloria, escuchó el doloroso silencio de su hinchada, sintió en sus pantorrillas la carga de tristeza de sus compañeros, vio correr a su costado a los rivales borrachos de alegría en busca del arquero rival. Se sintió morir y se dejó caer, y en esos segundos previos a tocar con sus rodillas el piso, una sensación de alegría le trepo al corazón. Experimentó la necesidad de buscar al guardameta enemigo, pero dejó que la inercia de su cuerpo lo llevara hasta el piso. El olor a pasto entró por sus fosas nasales y junto con el aroma llegaron a su alma momentos de un tiempo pasado, un sabor dulzón le trepó a la garganta y en ese instante se acordó de su padre.
Esa tarde supo que iba a ser especial, que no era un partido más, por eso como en tantas otras oportunidades de la vida, para evitar las quejas y los celos, decidió ver el match en la mitad de cancha. Ni de un lado ni del otro. Los minutos pasaban, pero él ya sabía el desenlace del encuentro. Lo intuía, lo sentía en el alma. Cuando el árbitro pitó bien fuerte el final del partido, su corazón se aceleró, el estómago se le hizo un nudo. Ni hablar cuando el destino de los penales puso frente a frente al nueve y al arquero, sintió que era la definición, supo que no había más y en ese instante la sensación casi olvidada de elegir entre uno y otro le apretó el corazón. Cuando la pelota impulsada por el botín derecho del nueve empezó a recorrer el trayecto de la definición, se le agolparon en el alma mil recuerdos de un tiempo pasado… cuando su mujer le dijo que el segundo hijo estaba en camino, los regalos de Navidad, los primeros botines, la nueve chiquitina y el buzo de arquero, cuando de su mano fueron sus dos hijos al club del barrio, uno al arco y el otro de delantero. Dos años parecían nada entre ellos, siempre juntos y jugando a la pelota. Se acordó de los penales en el fondo del patio, en el arco que formaba el portón del gallinero y la planta de naranjas. Cuando sin que los vieran sus hijos él los observaba desde la cocina, con un mate en la mano. Jugando como niños, siempre en paz, hasta que una pelota complicada comenzaba la polémica y él como un árbitro de box entraba a separar.
Esa tarde fue especial por primera vez frente a frente sus dos retoños en un partido de fútbol, un penal de por medio, la gloria y la derrota para uno de los dos…la pelota que rebota en las manos de su hijo el arquero, la explosión de alegría de una hinchada, el doloroso silencio de la otra. Su descendiente, el nueve, de rodillas en el piso. Un sabor agridulce trepó por la garganta del padre. El hombre cerró los ojos y solo pensó cuanto amaba a sus hijos.