12 Mar

Caminito borrado por el tiempo

por Elsa Plaza

«Con sus conventillos típicos de chapa y sus paredes de colores, Caminito es un museo a cielo abierto», explica el blog oficial del gobierno de la Ciudad que promociona el turismo en Buenos Aires. Abajo, una foto multicolor ilustra lo que sería parte de uno de los barrios más típicos de la ciudad de Buenos Aires, la esencia de lo porteño: la calle Camito, en La Boca. Barrio nacido al borde del riachuelo, un brazo del Río de la Plata fue, y continúa siendo, receptor de migrantes desde finales del siglo XIX. La calle Caminito debe su nombre a la inspiración poética de Gabino Coria Peñaloza, autor de varios tangos que interpretaron cantores famosos como el mismo Carlos Gardel.
Caminito que el tiempo ha borrado… Así comienza la letra de la canción, pero el tiempo ha borrado mucho, mucho más de lo que imaginara Coria Peñaloza desde aquellos comienzos de siglo, cuando el barrio de La Boca comenzaba a poblarse de inmigrantes que bajaban de barcos abarrotados de humanidad expulsada de sus lugares de origen. Las guerras, la violencia y la represión, la pobreza endémica, la riqueza mal repartida obligaban, como hoy, a millones de personas a desplazarse en busca de un lugar en el mundo donde construir una vida digna. Allí, en La Boca se alojaban en esas viviendas precarias: conventillos (especie de patio de corrala) que los hacía diferentes a los conventillos de otros barrios. Estos tenían paredes exteriores y cubiertas de zinc que forraban las paredes de madera de la única habitación que compartía toda una familia. Algunos de estos se conservan más de cien años después, los que sobreviven están deteriorados y maltrechos, todos. Salvo los que sirven para fines turísticos.
La Boca y la promoción de Caminito como espacio turístico es una mentira más de esta Argentina que se quiere vender for export. En el barrio de la Boca, además de una clase trabajadora pauperizada y vecinos que se organizan, como en otros barrios de Buenos Aires, en toda clase de centros sociales y plataformas reivindicativas, hay también niñez abandonada, hay mafias que se reparten el espacio de venta de drogas, trata y prostitución. Y bandas que explotan esta miseria y la falta de recursos y de asistencia incrementada en estos últimos años de política neoliberal implementada bajo el rótulo de «macrismo». Caminito son solo 130 metros, y la alegría de las paredes pintarrajeadas de colores, que nunca fueron los originales del barrio, se concentran solo allí, en ese espacio para pasear turistas. Allí bajan a los guiris con cámaras de falocráticos objetivos colgados al cuello. Una pareja les baila un tango acrobático, de esos que se bailan solo para los turistas. Mientras, en una esquina, sobre un escenario improvisado, un cantante aburrido repite, cada vez que llega el autobús turístico, la letra de Caminito y los tres o cuatro tangos que repite en loop, cumpliendo un horario de atención al público que se pasea por la zona. La policía, con nuevo uniforme -camiseta bordó bajo un ostentoso chaleco antibalas ornado con tiras con los colores de la bandera- rodea las pocas calles aledañas que muestran los guías. No vaya a ser que les roben las cámaras o les tironeen los bolsos los desesperados que se ocultan en el barrio.

Hace solo un mes, un paseante estadounidense fue apuñalado por un joven para quitarle la cámara. El joven ladrón, de apenas 18 años, salió corriendo con la supercámara. Un policía de paisano le disparó varios tiros por la espalda. El chico murió. El turista fue llevado a un hospital donde se repuso de las heridas. El presidente Macri recibió al policía como a un héroe… La discusión sobre la seguridad y el «gatillo fácil» de la policía, que según estadísticas provoca la muerte de un joven cada 23 horas, produjo ríos de tinta una vez más.

Para salvar los charcos depositados por la lluvia en las esquinas o en las aceras rotas, los vecinos habían puesto maderas. Yo iba haciendo equilibrio y saltando desniveles, con mi humilde camarita fotografiando el barrio, intentando no pasar por turista. Lo que fuera mercado municipal lo han transformado en una especie de cutre galería comercial donde se amontonan prendas de origen chino, expuestas sobre torturados maniquíes, todos femeninos, que podrían pasar por una instalación de museo de arte contemporáneo. Muchas casas están clausuradas, para que nadie las ocupe, con cemento que parece vomitado por un monstruo. Otras, mutilada su antigua arquitectura de casa fin de siglo. Las cornisas y medallones aplanados, las pilastras destruidas por una necesidad cualquiera, como bajar la altura de una ventana o la de una puerta para quitar la original y poner una de metal. Más allá sobresale una construcción levantada sobre un trozo de cubierta plana que fuera una terraza, o recorta un hall de entrada un pequeño comercio improvisado. Y en cada esquina basura y un perro que la olfatean con mirada triste y melancólica que parece suplicar una caricia. Mirada de perros mansos, como la gente misma, que busca la charla fácil, también en cada esquina. De los patios y locales se asoman objetos inservibles, viejos y oxidados , como algunos de los coches que milagrosamente. Alguien se ha apiadado de uno de los perros callejeros, y en medio de la acera le ha construido una casucha, idéntica a algunas que improvisan los mendigos que abundan en esta ciudad. Mirando hacia el cielo sorprende los cables y más cables de alumbrado eléctrico descendiendo enredados, a la altura de las cabezas de las personas, enrollándose en las esquinas, penetrando en las casas en forma de madejas. Muchas de las cajas de la instalación eléctrica, y no solo en este barrio, despanzurradas, llevan un cartel con letras rojas impresas que advierte del peligro de tocarlas. Es esa toda la precaución que ha tomada la compañía eléctrica (privatizada) para subsanar su desidia, que incluye sorpresivos apagones. Diabólico urbanismo que caracteriza, como si fuera un diseño para pobres, los barrios humildes de Buenos Aires.

Casilla de perro o casa de mendigo, Buenos Aires

Pensaba en todo esto mientras paseaba por la Boca. Fue uno de los barrios iniciáticos de mi adolescencia, cuando iba por allí a escuchar las historias de los viejos anarquistas de la Federación Obrera de Constructores Navales. Largas horas compartiendo mate con ellos y revisando su biblioteca. Guardaba joyas como las obras completas de Freud en primera edición en español, detrás de unos armarios, altísimos, de puertas acristaladas y que ocupaban toda una pared. Conservo aún la Psicopatología de la vida cotidiana, que no me dio tiempo a devolverla. Aquella biblioteca, como el local que la contenía situado en la calle Pedro de Mendoza, desaparecieron en los años de la dictadura militar. Hoy ocupa el edificio una fundación privada de arte contemporáneo: PROA, que cuenta con el apoyo económico del grupo Techint, fundado por el fundado por el principal asesor siderúrgico de Benito Mussolini, Agostino Rocca. Quien, después de la Segunda Guerra Mundial, se trasladó a la Argentina donde, con capitales italianos y alemanes, retomó la tarea interrumpida por la invasión de los aliados1.

La Boca de aquellos años, los setenta, la que recuerdo, ya no existe más, el proceso de gentrificación se excusa también con proyectos culturales que ocupan la cara del barrio que da hacia el riachuelo: una vista excepcional para los grandes negocios inmobiliarios. Detrás de esa fachada, el hacinamiento y la pobreza de los nuevos moradores es aún más desesperante que la que vivieron aquellos inmigrantes de principios de siglo XX.

En el paseo, cortando el horizonte de una de las calles del barrio, me sorprenden unos enormes bloques de hormigón pintados de azul y amarillo. Es la cancha del club de fútbol más popular de la Argentina, el Boca Juniors. Recuerdo que me llevaron allí en una excursión escolar, íbamos a ver una exhibición de perros policías. A la salida una compañera, creo que se llamaba María Elena Riesco, la más linda y la más rica de la clase del colegio público de Floresta sur donde cursé la primaria, me regaló los cinco pesos que costaba el cucurucho de dulce de leche que ofrecía un vendedor callejero. Puedo aún evocar el placer con el que gusté la golosina. Al estadio no lo recordaba así: una especie de enorme monstruo de película japonesa que amenaza al humilde barrio que lo alberga. Metáfora de quien allí mismo se formó para lanzarse a la política: Mauricio Macri, presidente del club durante años. De allí salió para ser intendente de la Capital y ahora presidente de la República.

Mi amigo Carlos me guía hasta la Casa de los niños niñas y adolescentes del barrio de la Boca 2, un proyecto de educación en valores y en derechos humanos que coordina, desde hace más de veinte años, Ethel Batista. El edificio donde funciona fue un baño público. Pero hace varias décadas que dejó de prestar ese servicio. Fue un baño con unas instalaciones distribuidas en dos plantas y de una particular arquitectura. Uno de esos edificios públicos que se hacían cuando Buenos Aires pretendía ser una ciudad europea en América del sur. Allí, en ese lugar que hoy les queda pequeño, un grupo de personas extraordinarias, pacientes, cariñosas intentan dar calor y esperanzas, buen humor y color de verdad (no el falso maquillaje del Caminito turístico), a las criaturas y adolescentes del barrio que más lo necesitan. Dan a los chicos un lugar donde crear, divertirse aprender a compartir. «Y van llegando solos, no se les pide inscripción, ni que vengan acompañados de personas mayores. Prueban unos días, y si les gusta se quedan».

A algunos los envían de las escuelas con diagnósticos estigmatizantes dados por psicólogos, y aquí les decimos que nos olvidamos de todo lo que han dicho de ellos». Explica Ethel. «Hay algunos que al principio hacen kilombo, están acostumbrados a hacerlo, a rechazar todo y nuestra actitud, lo que ven aquí, los descoloca. No es una escuela, no es un club. Alguna vez nos preguntaron si queríamos poner seguridad, y dijimos que no, aquí no hay trabas de ninguna clase. Si se quieren ir, se van. Y si hacen lío, al otro día, organizamos una reunión y hablamos del tema. Son estrategias que vamos aprendiendo con el tiempo. Por ejemplo, si los llevo de excursión ̶ a veces voy con más de cien pibes ̶ , no puedo estar cuidándolos para que no se escapen. Yo camino, y ellos me siguen. Nunca se perdió nadie. A los egresados (con 17 años) les damos medallas, en los últimos egresos tuvimos que volverlos a incorporar, no se quieren ir y nos vimos obligados a abrir el grupo de nuevo. Cada chico nos plantea una forma diferente de proceder, no hay actuaciones protocolarias. Ante cada cuestión que surge repensamos actuaciones junto al chico, siempre con ellos. Este ambiente de reciprocidad les da la confianza para expresar sus propios problemas. Ellos mismos dicen que aquí cuentan las cosas: Cuando yo te cuento lo que nos pasa, a vos se te llenan los ojos de lágrimas, me dicen. En cambio, cuando voy a la psicóloga ella no dice nada. Los pibes hablan a partir del vínculo que creamos. Un pibe trae a otro. Cuando faltan se habla con ellos. En las escuelas, por ejemplo, si hay inasistencias piden una carta de reincorporación hecha por los padres, cuando, muchas veces estos son analfabetos. Aquí los tratamos como sujetos, más allá de la edad (tienen entre 3 y 17 años). Lo que se intenta es darles un espacio en el que se sientan bien, seguros, donde conozcan sus derechos. Un lugar donde ellos estén más cómodos que en el bar, al que, por inercia, irían a parar cuando no saben qué hacer de su tiempo libre. Algunos de los que llegan padecen situaciones de abuso por parte de sus propias familias, son sobre todo los padres, los padrastros o los amigos mayores los abusadores. Cuando detectamos esto comienza un proceso muy largo y muy difícil. Trabajamos con criaturas que incluso han intentado suicidarse varias veces, los abusos sistemáticos provocan autoagresiones. A través de una de las chicas que venía aquí detectamos una red de proxenetas infantiles. Fue muy duro y tuvimos serias amenazas».

Interior de la Casa de niños, niñas y adolescentes en La Boca
Pregunto por los hogares para acogida de menores y si es solución ante situaciones como la que describe. Me señala a una de las chicas que forma el equipo. Ella, me dice Ethel, trabaja en un hogar de acogida, está desesperada, los chicos duermen en el suelo, faltan camas. Un ex-boxeador es el encargado de la vigilancia nocturna, la comida que les dan está podrida. Aquí, agrega, tenemos chicos muertos o accidentados todos los años, por múltiples razones: violencia policial, accidentes callejeros, incendios. Los incendios de los conventillos son frecuentes. Sí, se trata de esas viviendas que la página para atraer turistas describe como tan típicos y tan coloridos. Hubo ocho incendios en los últimos años, muchos provocados por venganza entre grupos que venden drogas, otros por especulación inmobiliaria, otros, vaya a saber qué…
Los incendios que menciona me explican la placa que había visto en la plaza donde se ubica el edificio de La Casa de los niños, niñas y adolescentes. Una placa casera y humilde, como lo son la mayoría de las placas e inscripciones que se esfuerzan en hacer presente la memoria de los desaparecidos y muertos por la violencia de las fuerzas represivas, desde los años de la dictadura militar a nuestros días. Allí se recordaba a «Loquiyo» [sic], uno de los chicos de la esa Casa muerto en un incendio.

Hoy, mientras escribo todo esto, escucho, por casualidad, una entrevista en Sur capitalino 3: Los vecinos de La Boca denuncian que un solar, dedicado a uso público, fue comprado fraudulentamente por el poderosísimo club de fútbol Boca Juniors. Han comenzado a vallar el lugar y pondrán vigilancia privada. El terreno estaba reservado para la construcción de vivienda social, se hicieron unas cuantas, pero el proyecto se detuvo y los vecinos lo ocuparon para recreo del barrio. Parece que el club de fútbol planea construir un shopping. ¿No suena todo esto a algo muy cercano? A lo que está pasando en el barrio del Raval de Barcelona, por ejemplo.

Espacio público recientemente vallado en el barrio de La Boca

Macri, que dirige al país con la misma mirada con la que fue presidente del club Boca Juniors, «Ojos de hielo» (como lo llama mi amigo Carlos), es reconocido por sus declaraciones donde hace gala de su escaso don de empatía, que lo lleva a sentirse orgulloso de lo único que «es»: descendiente de europeo. Hijo de un italiano del que ha heredado el arte de hacer negocios y aumentar sus finanzas de manera poco escrupulosa. Su discurso, el de la «europeidad» de sí mismo y por extensión del país que representa, es la consigna que cacarea él y sus ministros como valor supremo y garantía de honestidad, cuando intentan vender al país para lograr inversiones. Inversiones en las que ni ellos mismos creen, pues acostumbran a llevar sus fortunas hacia pequeños países donde la tienen a buen recaudo y con la seguridad de que se vaya multiplicando. Discurso también con el que justifican la represión de los pueblos originarios, que serían los extranjeros que querrían llevar al país al caos, en complicidad con los «grasas» (las clases populares) que se oponen a la aplicación de una política depredadora de personas y territorios.

Es divertido esto de llamar grasas a quienes viven en los barrios populares y/o a quienes se movilizan para defender sus derechos y su dignidad. Macri usa la metáfora de oponer la grasa a la necesidad de muscular al país. Y yo, que ahora estoy paseando por Buenos Aires, observo a los que salen a muscularse al atardecer por los barrios finolis. Corren calzados de las New Balance, shorts y las camisetas de marca que cubren sus cuerpos tostados por el sol de las playas, de las que acaban de regresar, luego de sus largas vacaciones. Corren todos, de todas las edades. Corren por la exquisita Avenida del Libertador, bordeando Plaza Francia, o por la exclusiva Figueroa Alcorta. Claro que después de escuchar los objetivos marcados por Macri me doy cuenta de por qué corren con tanto entusiasmo. Están musculando al país en contra de los grasas que se hacinan en las barriadas populares, de las familias que viven en la calle, o los que duermen echados en la vereda el sueño del «paco» o del vino de cartón. Corren para muscularse contra los grasas a los que les han quitado el trabajo o cerrado la escuela, o les han dejado sin los subsidios por invalidez, o les han cerrado los centros de investigación. Quizás, dentro de poco, tengan que correr para no ser alcanzados por ellos.
Avenida del Libertador al atardecer, en Buenos Aires

 

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21 Feb

Las diosas de la Sagrera (II)

por Elsa Plaza

Ahora ya no regreso del trabajo, porque desde hace casi un año estoy en paro. Pero, a veces, como recuerdo de aquella época, las encuentro, otra vez, en la Sagrera. Ellas siguen utilizando los pasillos del metro para que no perdamos la esperanza. Ayer reconocí a una, compartíamos el mismo vagón, pero sólo la percibí cuando se abrió la puerta en la Sagrera y se precipitó hacia el andén. Y allí abrazó a otra, diosa como ella, pequeña, redondita, de carnes oscuras y apretadas que rebosaban el ajuste del sostén y se marcaban un pliegue generoso alrededor de la cintura, reblados por el tejido transparente, verde atómico, de la túnica. Las dos llevaban las piernas de balaustradas renacentistas enfundadas en una malla elástica negra, como dos bailarinas que representaban sus propios papeles: el de las deidades femeninas de la estación de metro de la Sagrera. El abrazo confundió sus cuerpos, y yo espié la felicidad del encuentro del que brotaron chispitas de luz (luciérnagas del sur) que se dispersaban hacia el cielo cubierto del andén. Caras de luna llena, de cabello oscuro y lacio que las enmarcaba.
¿De qué batalla por la vida estaban de regreso? ¿Qué fue del tiempo que las separó? Hijos, nacidos de sus amoríos con mortales, que dejaron del otro lado del mundo porque de este sus presencias son imprescindibles. Guardianes de los hogares de viejas y viejos solitarios, de adolescentes que empujan sobre tronos de ruedas, de tullidos que sonríen ante la luminosidad de sus caricias. Un sábado más, y bajan del altar doméstico para habitar entre nosotras, indolentes pasajeras del metro, donde su manifestación pasa desapercibida. Una junto a la otra, acomodando, con gesto seguro, la correa del bolso sobre el hombro; bamboleando sus generosas caderas, las vi perderse, buscando la escalera hacia la calle: subida desde el submundo- subterráneo, en donde reinan, hacia la simple mortalidad del fin de semana. Un café compartido para explicarse sus viajes del verano, los milagros que llevaron a sus tierras de origen; después, el parque para caminar, y al crepúsculo la confesión más íntima, la duda de toda las diosa, el deseo, tal vez, de probar más seguido el gusto callejero de la mortalidad. Sábado de Gloria para las diosas.
Mientras tanto, en el andén, caminaba solitaria la continuidad de la estirpe. Erguida, perfil de África en todo su esplendor, descendió, desde el enlace de la línea roja, envuelta en paños estampados, su cabeza ceñida por un turbante que se repetía en colores. Los labios como flor carnosa y prieta, silente, la mirada perdida. Un chal blanco, de lentejuelas, marcaba el límite preciso entre ella y quienes pasaban a su lado. Es esta, pensé, inalcanzable, una Atenea nunca familiarmente humana. A su lado, las otras, guardianas de los hogares, cumplen el papel de juguetonas intermediarias, encargadas de darle a conocer los deseos de la gente común. Ella, la hierática Atenea africana, conduce los destinos, implacable; y se le notaba, pues apenas rozaba con los pies el pavimento del metro. Deslizándose sutil, haciéndose la diosa mientras espiaba de reojo. Es ella quien niega o afirma el porvenir inmediato de todos los viajeros, que ignoran tanto poder.

 

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29 Ene

La sombra de la solapa (2a parte)

Caminábamos por la calle México una tarde tórrida de sol que teñía los edificios de un color naranja intenso. Avanzábamos mamá y yo, mi pequeña mano aferrada a la suya -para mí, en la calle México siempre se pondrá el sol, al igual que la calle Sarandí contiene en su nombre todo el frío y el viento del invierno porteño.
Fue allí, en la calle México, donde vi que mi papá venía hacia nosotras sonriendo, con aquella sonrisa de publicidad de gomina que caracterizó sus años jóvenes. Nos dio un beso, me alzó en sus brazos y me llevó al kiosco más cercano. Allí me compró un chupetín envuelto en un papel con una espiral azul y anaranjada.
Tiempo después llegó a casa una postal. No venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras, sino de Roma. Fue todo un acontecimiento, nunca habíamos recibido nada de Europa. Guardamos la misiva durante muchos años entre los papeles importantes: recibos de alquiler y documentos. Estaba dirigida a mi padre, y al final enviaba recuerdospara mi madre y un beso para mí. Era de la mujer italiana de las gafas oscuras. Decía trivialidades, como lo feliz que estaba de volver a su país, pero añadía una frase extraña que mi madre sospechó alusión a un secreto amorío que la extranjera mantenía con mi padre. La frase era algo así como: “La Solapa cree que el tiempo es malo”. Mi padre aseguraba que la italiana había querido decir otra cosa y le salió aquella incoherencia.
 
(…) no venía de Milán, como nos había prometido la mujer de gafas oscuras

Años después, al excavar un terreno para hacer los cimientos de un edificio encontraron, en la capital de la provincia de Santa Fe, el esqueleto de un hombre. Habían querido borrar toda huella del crimen quemándolo con cal. Los diarios dieron la noticia y se especuló con la identidad del cadáver, que calcularon llevaba enterrado unos seis años. Los forenses concluyeron que se trataba de un asesinato pues había signos de violencia, huesos rotos a golpes y una bala del calibre 45 alojada en el temporal izquierdo. Se sospechó de un crimen político. La bala encontrada era la que acostumbraba a utilizar la policía. Se intentó reconstruir la apariencia que pudo haber tenido ese cadáver cuando la vida lo animaba. Uniendo fechas y datos, algún periodista especuló que podía tratarse del Dr. Ingalinella, el médico rosarino de reconocida militancia comunista desaparecido años atrás, luego de ser detenido por la policía.

Fue entonces cuando, en una sobremesa compartida con Merelle, el antiguo camarada de mi padre, los oí comentar este suceso.
–Tendríamos que haberlo hecho mejor, quizás se hubiera salvado– y, moviendo la cabeza de arriba abajo, mi padre se quedó, de pronto, con la mirada fija, como siempre que algo le entristecía o le hacía reflexionar sobre las cosas de la vida.
-IV-
Cada vez que pienso en aquella otra tarde, una voz en mi interior me dice: la ceremonia del adiós, y me veo en la terraza de la última casa donde malvivieron mis padres. Las baldosas rojas y las latas de aceite, los botes de plástico y alguna maceta de cerámica rebosantes de plantas descuidadas, apretujadas en aquel septiembre porteño que las llamaba a florecer. Inclinados sobre ellas mi padre y yo arrancábamos hojas marchitas, recortábamos ramas de geranios y removíamos, con dificultad, la tierra reseca. Papá se agitaba en el esfuerzo, pero lo sentía contento de estar juntos. Yo vivía ese momento con la nostalgia de un recuerdo que aun no lo era.
Tratando de alargar aquella ceremonia se me ocurrió decir:
¿Te acordás de la Solapa?
 
Otra vez la nube pasó por los ojos de mi papá, como la que había visto un momento antes en la cocina. Alguien había descrito la muerte de un conocido y cómo el cuerpo de éste, envuelto en un plástico, había sido llevado a la nevera del hospital. Fue rápido, pero percibí su mirada fija en un lugar lejano, íntimamente suyo, donde por un instante, estoy segura, contempló su propio cadáver y tuvo frío.
Era la segunda vez en el día que lo espiaba mirando aquel “otro mundo”. Y siempre con sus ojos puestos tan lejos, me dijo:
–Todo eso fue un error. –Y volviendo a ser aquel Guillermo irónico de otros tiempos agregó sonriendo, mostrando sus dientes caballunos:
–Estábamos todos locos.
–Quienes eran todos?
–Los muchachos con los que trabajaba: Merelle, Ambrongno, Sonni… ¿No sabés que planeamos secuestrar a Walton?
–¿Al de la Alianza Nacionalista?
– Sí, esos matones fascistas de la Alianza. Algunos eran policías, fueron los que se encargaron de secuestrar al doctor Ingalinella. Sabíamos que lo tenían escondido en alguna dependencia policial, seguramente lo habían traído a Buenos Aires, a la Sección Especial, donde se encargaban de torturar a los comunistas. Y pensamos que si secuestrábamos a Walton podríamos negociar la aparición de Ingalinella…
 
¿Y la Solapa, qué tiene que ver en todo esto? –le pregunté expectante, ante el desvanecimiento de aquella sombra que formaba parte de los misterios de mi infancia.
 
La Solapa era el piloto de Walton.
 
–¿¡Y cómo lo conseguiste!?
– Fue casualidad, estábamos en un congreso de los metalúrgicos, nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical. Habíamos pasado toda la tarde discutiendo. A los comunistas nos tenían fichados porque había mucho kilombo dentro del sindicato. Walton y sus matones también merodeaban por el acto alardeando de cargar pistolas. Era muy tarde, y dentro del local hacía un calor insoportable. Walton se había quitado el piloto y se encaraba a un tipo sacando pecho. Cuando ya nos íbamos, alguien cerca de mí gritó:
¡Che, Guillermo! –Me di vuelta, pero llamaban a Walton, que también se llama Guillermo. Y otra vez el grito:
 
–¡Che, Guillermo, no te dejés el piloto! -Pero Walton seguía discutiendo, y el tipo se cansó de avisarle y se fue.
Todo pasó en un segundo, yo agarré aquel piloto que Walton no iba a volver a buscar, ya no llovía y el tipo estaba tan caliente por la discusión que se había olvidado que lo había traído puesto. Lo vi salir con la cara enrojecida, y haciendo grandes alharacas con las manos se perdió adentro de un coche que lo estaba esperando. Entonces salí rajando. No sabía para qué lo quería, pero me lo llevé. Aunque lo supe cuando me di cuenta que adentro de uno de sus bolsillos había una pistola. Había también un paquete de pastillas de mentol, fasos y un manojo de llaves, y una billetera con sus documentos. Me fumé los fasos, ¡con un gusto!, aunque eran rubios, y me comí todas las pastillas, mirá de qué me acuerdo… En la billetera no tenía guita, la hubiera dado al Partido.
Aquella noche, cuando volví a casa, colgué el piloto de un clavo, que clavé detrás del ropero, y te asusté para que no lo tocaras. Al otro día les conté a los muchachos lo que había encontrado y a Sonni, que era el enlace nuestro con el Comité Central del Partido, se le ocurrió lo del secuestro. Pero me dijo que la pistola había que entregarla al Partido.
Cuando dieron el permiso de secuestrar a Walton para cambiarlo por el doctor Ingalinella devolvieron la pistola, esa era la señal para comenzar a actuar. No se la llevaron a Sonni porque él estaba muy fichado. Era todo muy fácil, teníamos su domicilio y sus documentos. Con el pretexto de devolvérselos, una de las chicas del Partido lo iba a citar fuera de su casa.
 
Pero todo fue para la mierda, aquel mismo día nos agarró la cana haciendo una volanteada desde lo alto de una obra en construcción. Pensábamos que no corríamos ningún riesgo haciendo aquello. Los volantes eran para denunciar la desaparición del doctor Ingalinella.
A Ambrogno y a mí nos largaron pronto, después de reventarnos a patadas. Pero a Sonni, que ya estaba fichado, lo tuvieron unos cuantos meses en la cárcel de Las Heras. Ésto complicó todo –concluyó mi padre, y se quedó de nuevo perdido en sus recuerdos.
Volviendo en sí, movió la cabeza de un lado a otro, como tenía por costumbre para remarcar alguna bronca que tenía contra algo o alguien, y continuó:
Estábamos seguros que a Ingalinella lo tenían vivo. ¿Cuántos meses lo habrán estado torturando? Andá a saber. Era un hombre bueno que sólo sabía cuidar a los que lo necesitaban. No interesaba a nadie. Así que cuando Codovila… Vos sabés quién era Codovila, ¿no?
 
Sí, el secretario general del PC.
 
Sí, bueno, cuando Codovila se fue a Europa y se entrevistó con Togliatti se paró todo. Fue como si se olvidaran de Ingalinella. Qué se yo, pasaron tantas cosas, de la noche a la mañana se empezó a criticar a Stalin y todo se centró en eso. Yo ya no entendía nada, y los mandé al carajo.
 
(…) nosotros teníamos que estar afiliados a esa rama sindical
Habíamos acabado con las macetas, ya no quedaba ninguna por remover ni regar, el tiempo detenido en otro tiempo que por un largo instante habíamos recuperado volvía a su fluir inexorable. Mi papá, joven militante comunista, retornaba al lugar de los recuerdos. Ante mí tenía otra vez la imagen de un hombre envejecido que descendía las escaleras arrastrando sus piernas cansadas y enfermas. Bajé la vista para que no descubriera mi tristeza y encontré con la mirada sus mocasines de plástico, ensanchados y usados como chancletas. Sus tobillos vendados asomaban desde aquellos zapatos, que pregonaban la pobreza digna donde había construido su vida.
-V-
Dos meses después volví a Buenos Aires, mi padre había muerto el mismo día que le otorgaban la jubilación, rodeado por la miseria de un hospital público en pleno gobierno menemista.
Mi madre quiso borrar todo lo que le recordara a su marido. Yo, sin poder hacer nada, veía cómo iba amontonando lo que, hasta hacía unos días, había sido parte de mi padre: su escasa ropa, las camisas, los pantalones, los zapatos… Rescaté un pulóver blanco y la americana nueva, los guardé en mi maleta para llevarlos conmigo.
Así, sus escasas pertenencias las cargó en su camioneta un ropavejero. Mamá retuvo la carterita de mano donde llevaba sus papeles personales. Allí descubrí un poema. Un poema donde invitaba a su hermano muerto a rencontrarse con él en el cielo, montando aquel caballo de su infancia provinciana. Pensaba en todo esto una mañana caminando por mi barrio porteño cuando, de pronto, en una esquina vi perdido de su compañero aquel mocasín de plástico que aún conservaba la forma del pie de mi padre, el ropavejero lo había perdido. Ni siquiera me atreví a recogerlo.

 

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22 Ene

La sombra de la solapa (1a parte)

por Elsa Plaza

(Para Gabi)
Hoy, en un local de Caritas donde se amontonaban objetos usados -recortes de vida de tanta gente- encontré un collar hecho con diminutas frutas de cristal; estaba en una caja de latón que alguna vez había contenido turrones de la marca Puig, de Agramunt. Allí, entre botones de nácar, hebillas de metal, artilugios antiguos para máquinas de coser… brillaba el colorido del collar; era idéntico al que llevaba puesto aquella mujer de las gafas de sol. Fue en Buenos Aires y en la  misma época en la que apareció por casa La Solapa.
 
 
La Solapa era una sombra detrás del armario. En mi casa poco espacio había para secretos, toda ella se componía de una sola habitación. El día que mi padre trajo a casa La Solapa me dijo, acercándome aquel impermeable oscuro a la cara: “¡Uhhh!, no la toques… es…¡ La Solapaaaahhh!”. Y, luego de martillar un clavo detrás del armario, allí lo colgó.
A veces la espiaba, sobre todo de noche antes de dormir, cuando la luz de la lámpara hacía que las sombras se agigantaran.La Solapa tenía dos sombras, una casi transparente y otra muy oscura.

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22 Nov

En verano todo se desplaza

por Elsa Plaza

Pocos éramos los vecinos que permanecíamos en nuestros pisos agotando este verano, húmedo y pegajoso, encerrados, cada uno soportando su neurosis y tratando de mostrar la mejor sonrisa cuando nos cruzábamos con el otro o la otra con quien compartíamos el tedio estival.
Iba a tender la ropa recién lavada con la pesadez que caracteriza mi subida, fui ganando uno a uno los escalones que me conducían al terrado. Me cuesta hacerlo cada vez más, mis brazos se adelgazan con la misma celeridad que se hincha mi vientre, y así, los años me han ido otorgando la silueta de un pollo al horno que me dificulta la carga de objetos pesados. Por eso, los 18 escalones que debo salvar a pie, acarreando el cesto con ropa mojada, son para mí una prueba de resistencia. Pienso, mientras lo hago, que esa será la última vez, que erraré el impulso que me lleva al siguiente escalón o que el cesto resbalará, y yo caeré. Nadie podrá socorrerme, y menos en verano cuando quedan tan pocos vecinos y los que están o son demasiado viejos o apenas se asoman para no descubrir que ese año no han podido hacer vacaciones.
 Llego, al fin, sana y salva, a la cúspide. Mi Moira me ha otorgado una nueva oportunidad, o quizás estaba distraída cortando el hilo de la vida de otra desventurada ama de casa que, en ese momento, perdería el equilibrio desde el banquito de la cocina, donde se habría montado para alcanzar un tarro de harina. La vida de las mujeres tiene esas sorpresas y los actos cotidianos, esos que la nueva economía feminista ha dado en llamar cura, entrañan más riesgos que los que llevan a los jugadores de fútbol a la enfermería. En esas cosas pienso cuando voy montando, a duras penas, los 18 escalones, y también me imagino, en una especie de flash-front (¿se dirá así cuando uno anticipa escenas que preferiría no se produjeran, pero que aparecen como recuerdos del futuro?), que el cesto de la ropa va cayendo en cámara lenta varios pisos más abajo. El cesto es de mimbre y lo encontré en la calle, es bonito y muy fotogénico. Imagino también la ropa mojada y pesada que se queda allí mismo, sobre los escalones, buscando acomodarse a la forma de los mismos, y mi cuerpo que se pierde en un gesto que busca el equilibrio a manotazos torpes. Me quedo desparramada más abajo, con la espalda pegada contra los escalones y con vergüenza para gritar pidiendo socorro. Pero, al fin, decido gritar y nadie viene.
Pero, sí, me he salvado nuevamente y estoy frente a la puerta del terrado, aunque la encuentro abierta y forzada. Pienso, distraída, que alguien, un vecino impaciente no pudo abrir con la llave y forzó el pestillo de la cerradura. Voy colgando, una a una, las piezas de ropa…y cuando estoy a punto de descender para regresar a mi casa, el pensamiento distraído se convierte en atento y  recuerdo que es verano: la puerta no puede permanecer abierta. Hay riesgo que ladrones que saltan terrados  asusten a las viejecitas solitarias que tengo por vecinas. Y yo Madame Supepollo me erijo en la santa patrona de todas ellas.
Aparto el cesto de mimbre y bajo rauda a mi piso en busca del legado de mi padre, su herencia más preciada:una cartera de piel negra donde guarda los atributos de su oficio de electromecánico, pinzas, destornilladores, bolígrafo, sierra de mano, un portalámparas con las puntas de los cables pelados…Saco de ella varios destornilladores y me dirijo, otra vez, a la puerta del terrado para devolverle su uso a la cerradura violada por algún desaprensivo. Refrendará mi acción la solvencia que me da las herramientas  heredadas, las  voy probando  en busca de la más adecuada para extraer la cerradura y así conseguir desatascar el pestillo, absorbido por el forcejeo al que fue sometido.
Feliz de constatar que los tornillos van cediendo, uno a uno, a mi habilidad en el manejo del instrumento, digna hija de mi padre, su herencia está en acción. La cerradura está a punto de poder ser extraída. Y cuando, al fin, cede el último tornillo, con un ruidito de metal contra metal, veo la cerradura despedirse de mí, desapareciendo, ante mi mirada estupefacta, dentro del agujero que deja su propia ausencia. Allá se va, oculta ahora entre las dos hojas de metal de la propia puerta.
¿Qué hacer? ¿Intentar seguir con mi afán y arremeter contra todos los tornillos que unen las hojas de la puerta? El acto de destornillar es lo único que se me da bien, pienso, por un instante. Si consigo desarmar la puerta podré extraer la cerradura. Pero, es demasiada puerta para mi metro sesenta y mis bracitos de pollo. Me siento al borde de un escalón,  desconsolada cual Cenicienta que regresa a la realidad de sus fogones. Si los vecinos se enteran… me harán pagar todos los desperfectos ocasionados, no puedo seguir en esto. Renuncio, debo pedir auxilio. Tendré que ir a comprar una nueva cerradura, urgente. Si antes la cerradura estaba forzada, yo la dejé inexistente… ¡¡¡Guauuuuu….!!! Un día más de este verano absurdo. Ahora me siento Madame Superpollo desinflado.
Dibujo el agujero dejado por mi acción, lo mido, lo calco sobre un papel y me llevo la llave. Con todo eso tendré una cerradura semejante a la perdida en el agujero negro de la galaxia puerta de terrado. Una cuarta dimensión: la de mi propia estupidez elevada a la potencia de la depresión veraniega.
Cabizbaja, llego a la ferretería, pero los datos que aporto son insuficientes.
Debo regresar a la escena del crimen, nuevas medidas. Ahora parece que sí. Me muestran una cerradura que podría ser compatible con todos los datos que aporto. Pero, se produce un nuevo contratiempo, la llave que llevo es más larga que la que ofrece el tamaño del ojo de la nueva cerradura. Me explican mecanismos. No hay nada que hacer, ya no existen de ese tipo. En el mercado ya no se fabrican. La única solución es llamar a un cerrajero y que instale una nueva cerradura, deberá hacer otro agujero para adaptarla. Todo podrá costar unos ¡doscientos euros! ¡Doscientos euros! Compro un billete de tren y me voy a París. Y que todos los ladrones que pasean por los terrados asalten  a todas las viejecitas del edificio, después de todo es una posibilidad entre mil, pienso. Me escaparé de este verano.  Todo esto se me ocurre mientras sigo apoyada en el mostrador forrado de linóleo de la ferretería. Siento que el sudor de mis axilas comienza a oler, el desodorante de flor de loto me abandona. Frente a la disyuntiva vital que se me presenta recuerdo que, elegir es la angustia de nuestro tiempo, dijo Sartre, o dijo algo así. La cuestión es que debo elegir. Me escapo a París con mis doscientos euros y me olvido de la ropa puesta a secar, de las viejecitas asaltadas, de mis vecinos ocultos, del verano pegajoso, o llamo a un cerrajero.
Un señor, cliente de la ferretería, sigue con atención mis explicaciones y las del ferretero.Creo que también es sensible a mi estupefacción ante el diagnóstico definitivo dado por el comerciante. Había percibido su llegada al comercio y su interés en mi caso, por eso,  mientras hablaba intenté, con la mirada, incluirlo en la conversación. Debe estar despidiéndose de la década de los setenta, va vestido como un personaje de Agatha Christie en un viaje por el Nilo: sombrero panamá, pantalones claros, impecable camisa blanca planchada con el amor que pone una esposa o una antigua criada, bigotes perfectamente teñidos de marrón, gafas de sol con montura de pasta y un bastón de empuñadura de plata, es bastante más bajito que yo misma.
 ¿Me permite?, me dice. ¿Es de madera la puerta? Si fuera así, se introduce por el espacio, dejado vacante por la cerradura, un imán colgado al extremo de una cuerda. El imán engancharía la cerradura que, seguramente, no ha caído hasta el borde inferior de la puerta, sino que debe haber quedado en un primer tramo, el que tiene en el interior a modo de…
Asombrada por su inteligente solución y la sabiduría que expresa acerca de la constitución interna de las puertas y el comportamiento de las cerraduras perdidas, le expreso mi desolación ante la desgraciada circunstancia de que la puerta, en cuestión, es metálica. ¡Es metálica!, afirmo, con voz trémula y como disculpándome, quizá con la secreta esperanza de que el señor del sombrero panamá me dé otra solución alternativa, semejante a la del imán, la cual me había parecido casi mágica.
Como respuesta a mi información, comenta otras soluciones con imanes, buscando la complicidad del comerciante, pero siempre con la salvedad de que las puertas deben ser de madera, en caso contrario los imanes se pegan a las hojas, etc.

La luz de la esperanza, que significara la intervención del elegante señor a lo Agatha Christie, se apaga en un segundo, y la angustia de la elección regresa a mí. Claro que me encanta la idea de dejar todo plantado y correr hasta la estación de Sants en busca de la libertad definitiva, pero la realidad me retiene ahí, pegada mi barriga al mostrador de linóleo. Un viaje en AVE o un cerrajero…

Cuando desde el éter llega a mis oídos la sugerencia amable que me hace aquel señor: Compre un alambre e intente pescar la cerradura. Le miro con ojos agrandados y gesto amargo, como de dibujo animado. No porque desconfíe de su consejo, sino de mi habilidad. La confianza en mí misma, que me llevó a sentirme Madame Superpollo, armada con los atributos de electromecánico, contenidos en la cartera de piel negra de mi padre, se había desinflado a lo largo de aquella tarde, engullida con la cerradura.

Pero, por intentar algo, que no quede. Y como ello no  requiere grandes inversiones, ni decisiones drásticas, pido que me sirvan el alambre de rescatar cosas perdidas. No sabía de la existencia de este instrumento, es un gran descubrimiento, al menos, regresaría con una pequeña esperanza en forma de rollo de alambre verde, retorcido una punta en forma de gancho, y que me exige un desembolso de dos euros y treinta y cinco céntimos. Prolongaría un par de horas más mi huida a cualquier lugar, porque ya los flash-front invaden nuevamente mi imaginación fatalista.
Pero, sucede un milagro. Mientras recibo el tíquet por la compra de mi rollo de alambre, el señor del panamá, mostrándome la mejor sonrisa de su dentadura nueva, me sugiere acompañarme e intentar, él mismo, pescar de entre las entrañas de aquella puerta, de la que él parece conocer todos sus secretos, a la huidiza cerradura.
Había ido a la ferretería en busca de una nueva cerradura y regresaría con un señor salido de las páginas de  una historia de Agatha Christie, que me va explicando por el camino  que es nacido en Murcia y hace setenta años que vive en Barcelona. Caminamos codo a codo, él desplazándose con la elegancia que le otorga un bastón de mango de plata y su educada conversación, expresada en una mezcla perfecta de catalán y castellano. Una mezcla que maneja con habilidad y gracia y que le da una expresividad particular, que denota una cultura forjada por sí mismo. El señor del panamá consigue, al fin, dar a mi desolación un poco del brillo del verano y pienso que, aunque no consiga pescar la cerradura (porque estoy segura que no lo hará), al menos me ha reconciliado con la buena vecindad, con aquello que descubrí durante las jornadas del 15 M, pero que se agostó con el verano, cuando todo parece que retorna a la miseria y la soledad de nuestras vidas de egoístas anónimos.
El señor del panamá se sienta, parsimonioso, junto a la puerta de cerradura ausente. Me confía el bastón y me dice, extendiéndome la mano: Me llamo Víctor. No nos conocemos, aunque yo paso casi todos los días por esta calle. Puede ser que nos hayamos cruzado muchas veces, tal vez. Ahora, si nos volvemos a ver, ya nos reconoceremos. Luego, se lleva la mano al bolsillo pequeño del pantalón y extrae de allí una navajita.
No se asuste, me dice. Usted no me conoce y puede pensar: “Ahora este hombre saca una navaja y me mata”. Parece que se adelanta a mis pensamientos macabros. Pero, en ese momento, no había pensado nada. Sobre todo porque la navaja es de tamaño ridículo.
¿Ve?, agrega, la hoja es muy pequeña, pero a mí me sirve para todo.
Sí, yo también tenía una navajita así, era de mi papá, pero me la robaron, la llevaba dentro de mi bolso.

Se ve que usted es una mujer apañada, me responde. Bueno, más que apañada soy temeraria, ya ve lo que hice.

Me siento a su lado a ver cómo logrará extraer, desde aquel triángulo de las Bermudas, la cerradura desaparecida. Y comienza a manipular el alambre,  intentando pescar algo invisible, aunque conociendo y explicando cada  maniobra que realiza para que la pesca dé resultado. Como si poseyera un radar natural, me va indicando donde está la cerradura, sabe exactamente la longitud que el alambre debe tener para extraerla.  Me explica que yo debo sostenerlo a una cierta altura, y  girarlo hacia un ángulo preciso, para que él pueda proceder a engancharla. ¿Por donde la enganchará?, pienso. ¿Cómo puede saber de qué lado está, si no la ve?

Pasan unos cuantos minutos, en los que, ya en solitario, lo veo maniobrar pacientemente, y durante los cuales va explicando aspectos de su vida como mecánico de coches y “arreglatodo”. Hasta que, ¡consigue pescar una punta del objeto perdido! Pero, aun no es suficiente para subirlo hasta la superficie, así que, otra vez demanda mi ayuda. Me da unas instrucciones dignas de un profesor de física, que sabe que si se hace un movimiento se producirá otro, exactamente controlado y en respuesta a este primero, logrando el efecto deseado sobre el cuerpo que manipula. Así, yo voy torciendo el alambre que él sostiene, cuando… ¡click!, logra, al fin, asir la otra punta del objeto perdido. Y lo veo comenzar a asomar, desde la oscuridad del misterioso interior donde había permanecido oculto. Es para mí una extracción tan milagrosa, que me invade una emoción comparable a la de un arqueólogo que ve asomarse la quilla de un barco hundido durante siglos. Estallo en aplausos. Ya no debo elegir entre la huida o el cerrajero.
¿Tiene un destornillador?, me pregunta a continuación. Y sí, sí llevo aún el arma del delito conmigo. Por lo que, para asombro del señor Víctor, saco un destornillador de mi bolso.
Ve, que usted es una mujer muy apañada, comenta al verme ofrecerle la herramienta.
Con la paciencia y la perfección que caracteriza todos sus actos,  Víctor vuelve a colocar la cerradura y, con gran habilidad, luego se ocupa de enderezar lo que habían torcido al forzarla. Las vecinas solas en verano estamos ya a salvo de los merodeadores  de las alturas.
Le invito con una cerveza, le digo. No bebo nunca, me responde.
 Permítame ofrecerle algo, diez euros al menos, para que tome lo que le apetezca.  No, no, se excusa. Pero, yo insisto, ya que me parece justo retribuir a ese trabajador, ya jubilado, que esa tarde calurosa ha regresado a su antiguo oficio con un éxito rotundo y cosechando toda mi admiración.
¿Volveré a encontrarme con el señor Víctor? ¿Es otro de esos dioses menores,  que  aparecen en la estación del metro de La Sagrera? En verano, ya se sabe, todo se desplaza, y las líneas de metro quedan interrumpidas por obras de reparación. El señor Víctor es, quizá, uno de esos que en verano, desplazado de los túneles precintados por obras, ha salido a la superficie encargado de solucionar incidentes menores que afectan a las amas de casa. Tal como el extravío de una cerradura, engullida por las fauces de una puerta.

 

Más textos de Elsa Plaza en el blog “El magnetismo del viento nocturno”

18 Oct

Las diosas de la Sagrera

por Elsa Plaza

(Para Tania Alba y Marta Saiz)
Demeter, diosa de la agricultura. Relieve helenístico de terracota. III a. C.
Sí, sólo se produce cuando regreso del trabajo. Es cuando desde la línea roja del metro voy hacia la azul. La Epifanía puede darse en el mismo andén de la línea roja, cuando estoy caminando hacia la escalera y entre los pasajeros, hombres y mujeres que nos cruzamos sin mirarnos, de pronto se manifiesta. No ocurre todos los días. Ni tampoco yo estoy alerta siempre. Lo olvido, claro, como me ocurre olvidar lo que persisto en recordar. Se me escapa entre los dedos. Pero sé que cuando lo recuerdo es que está a punto de pasar.
Las diosas suelen ser extranjeras, latinoamericanas o africanas. Están de pié, esperando el metro, impacientes, o sentadas sosteniendo entre sus brazos una bolsa repleta de comida. Esas son las manifestaciones de Ceres ubérrima, copiosa en sus carnes oscuras y apretadas que se asoman desde el escote. Manzanas partidas envueltas en chocolate. El cabello erizado, las piernas robustas como firmes columnas. Giran su cabeza y descubro la mirada ciega de quien sobrevuela más allá de esa estación de metro donde, por gracia hacia nosotros, pobres ciudadanos vencidos por lo cotidiano, ellas concedieron manifestarse. Paso a su lado y al darles la espalda sé que ya no están.

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02 Oct

A Ítaca con los camaradas

por Elsa Plaza

Hasta que comencé ese viaje rumbo a Grecia, no me di cuenta de que para mí la vida se gozaba solamente en la imaginación. Los momentos más plenos de mi infancia habían sido aquellos en los que leía Mujercitas por las tardes, cuando volvía del colegio, echada sobre la cama de mis padres y mientras mordía una manzana. Recuerdo la escena con una sensación de bienestar absoluto. Pero durante el verano de 1976 viajaba desde París hacia Grecia en un viejo coche que conducían por turnos dos “camaradas”, estudiantes como yo en la Universidad de Vincennes. Formábamos parte de la “célula” del distrito XVIII, de un partido de la izquierda revolucionaria. Yo iba en el asiento trasero junto a Muriel –ya que entre mis tantos vacíos estaba también el de no saber conducir. Muriel, “otra camarada”, era sindicalista. No sé qué grado de importancia daba ella a su militancia obrera, pero durante el viaje demostró que lo que más le interesaba era comer y dormir.

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18 Sep

Los encuentros fortuitos (2a parte)

por Elsa Plaza

 Granada
En una esquina de la calle San Antón de Granada, unos antiguos portales de hierro permanecen abiertos. Invitan el paso hacia un jardín con canteros y fuentes cantarinas. El edificio es de dos plantas, partido al medio por un cenador cubierto por cristales, accedo por las escaleras de mármol a un comedor de paredes pintadas con colores cálidos. El hotel Oniria parece desierto. Mesas cubiertas de manteles blancos almidonados donde los platos permanecen vacíos y las copas brillantes contienen servilletas dobladas con arte japonés. Me acomodo en un sillón con una novela en mis manos. El tiempo se deshace entre sus páginas, cuando oigo una voz de soprano mezclándose con el arrullo del agua que llega desde el jardín. Ella exclama, ¡¡Ahhh!! , mientras eleva su lamento por la pérdida de un amor que se aleja en una nave… lontano , lontano. Otra voz, ésta de un contratenor, le augura que en los sueños volverá a encontrar el amor perdido.

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11 Sep

Los ecuentros fortuitos (1a parte)

por Elsa Plaza

Karlskrona ( Suecia)
En el verano del año 2015 escribía, a ratos, en la Biblioteca de Karlskrona (Suecia) un trabajo sobre una calle del Raval de Barcelona, Sant Antoni de Pàdua, desaparecida bajo la piqueta. Karlskrona, aparte de su paisaje de ciudad naval a orillas del Báltico, no ofrece muchas atracciones a alguien que como yo no conduce coche, no dispone de dinero para gastar en excursiones y no habla ni lee el sueco. Por lo que paso largas horas en su biblioteca leyendo Le Monde o El País, que llegan dos o tres veces por semana, escribiendo o mirando los libros, en español o en francés, que se encuentran junto a todos los extranjeros en la planta baja. La biblioteca es un lugar placentero, inaugurada en el año 1959 su arquitectura, que divide el espacio en varias plantas, aprovecha toda la escasa luz que el sol mezquino de los países escandinavos ofrece, y logra alegrar el espacio y hacerlo acogedor gracias a la madera clara y el diseño de sus muebles. Los bibliotecarios son correctos y educados, aunque incapaces de un gesto de reconocimiento o empatía, a pesar de los seis o siete veranos que llevo pasando por allí. Pero, ya se sabe el carácter nórdico, digo yo que será eso.

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26 Jun

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (2a parte)

por Elsa Plaza

Me quedé detenida sin animarme a bajar las escaleras, no veía el final de ellas y tuve miedo. Entonces busqué el mechero en el fondo de mi bolso, intentando dar luz a ese espacio desconocido que se abría ante mis pies. Bajé a tientas y di con una puerta formada por paneles de cristales opacos. El tango seguía: Esta noche amiga mía el alcohol nos ha embriagado que me importa que nos miren y nos llamen los mareados. Giré el picaporte y ante mí se abrió un espacio iluminado por una luz tenue que envolvía a los que por allí deambulaban. Al fondo, una barra de bar hecha con listones de madera de dos tonos y cubierta por una encimera de fórmica roja. Pensé que había perdurado intacta desde los años cincuenta o sesenta, igual que las mesas, de patas delgadas y abiertas, que se distribuían siguiendo un banco corrido, forrado de plástico también rojo. Un gran espejo, al fondo, duplicaba el espacio.