Me gusta venir a pescar porque sé que formo una imagen bonita. La gente que pasa por el puente se para a mirar, y a veces sonríe: El sol de la tarde, el embarcadero de madera, el pescador con la sombra larga. Yo les saludo con la mano e imagino que piensan que parece un cuadro romántico, o que admiran mi paz mental. Me gusta darles cosas en que pensar.
La primera vez que me rompí fue rodando por las escaleras de la escuela. Vino la maestra y me llevó al hospital. Me pusieron un tornillo en el hueso y me dijeron que ahora era el niño biónico. Me sentí importante. Cuando volví a clase me recordaron que me agarrase bien a la barandilla para no caerme. Me acostumbré a apretar el pasamanos con fuerza por si me daban otro empujón.
Aquí se respira paz. No hay nadie. Se oyen los ruiditos del agua. Mi hora favorita es el anochecer, los pájaros montan un escándalo antes de irse a dormir, y yo me imagino que se cuentan el día y se acurrucan unos junto a otros, pasándose el calor entre las plumas. Me pregunto si los peces también duermen acurrucados.
Cuando me quitaron el yeso decidí que quería ser un superhéroe con músculos de titanio como mi tornillo. El médico soltó una carcajada y me dijo que sólo los huesos pueden ser de titanio, pero yo decidí intentarlo de todos modos. Casi lo conseguí, con el tiempo.
La segunda vez que me rompí fue cuando le conté a la maestra lo del empujón. Ella preguntó a mis amigos si sabían quién había sido y ellos contestaron que no había sido nadie, que había resbalado. Yo solo. Así izaron el ancla que me mantenía junto a ellos y en su lugar me quedó un surco entre las costillas. Dolió durante un tiempo.
Creo que los peces me conocen. Cuando me siento en el embarcadero vienen nadando muy rápido y boquean, asomando sus cabecitas. Me pregunto si los peces ven tan mal fuera del agua como yo dentro de ella. ¿Puede un pez ponerse contento? A mí me parece que se alegran de verme.
Creí que me quería. Creí que me veía de verdad, y que le gustaba lo que veía. A mi ella me gustaba mucho, pero para aquel entonces yo ya era bastante miope. Nos dimos cuenta un día de que no nos habíamos mirado bien, y cuando lo hicimos nos parecimos feos por dentro. No fue su culpa, pero en el centro de mi hombro izquierdo apareció un bulto exactamente del mismo tamaño que el agujero que me quedó en el pecho, justo a la altura del esternón.
Resultó que, además de miopía, tenía cataratas que había que operar de inmediato. Así entendí por qué me salía tanta agua de los ojos. “No es normal para un chico de tu edad tener cataratas”, me dijo el oftalmólogo, pero yo sigo pensando que a esa edad es cuando son más fuertes.
La doctora Mercedes tiene una voz muy dulce. Siempre me explica que fantasear es un recurso que nos ha dado la evolución para saber a dónde queremos ir y de dónde queremos huir. Sin la imaginación, dice, todavía estaríamos viviendo en cuevas y comiendo carne cruda. Qué asco.
En la punta del anzuelo le pongo un corcho que impregno de cosas que creo que les van a gustar: almíbar, o salsa del guiso. No tiene sentido matar a ningún pez si no me lo voy a comer, y tampoco me gusta el pescado. Además, ¿por qué les voy a dañar, si me caen bien? Creo que por eso se ponen tan contentos conmigo, soy el único que no secuestra a nadie al final del día.
Llegó un momento en que ser superhéroe dejó de ser útil. Nadie se toma en serio a un tío con capa. O quizás me tomaron demasiado en serio. Me aconsejaron que, si quería conservar el trabajo, empezara a vestirme con colores más discretos. Yo no quería seguir ahí, pero tampoco tenía otro sitio. Descubrí que los trajes me dan alergia y se me llenó el cuerpo de llaguitas que se pegaban a la camisa. Era muy molesto.
La única frontera que nunca hay que cruzar, dice la doctora Mercedes, es la de crearse un amigo imaginario, sobretodo siendo adulto. Si lo haces, generas vínculo y luego ya no puedes volver. Yo sólo me imagino que los pájaros hablan de mí y hacen coreografías aéreas para alegrarme la tarde. Y que los peces que vienen a verme son de colores brillantes, con enormes aletas aterciopeladas. A los humanos los imagino lejos, en el puente, para que no se me acerquen ni interactúen conmigo. Así no genero vínculo.
La última vez que le vi fue tirando la toalla, literalmente. Me dijo que mis músculos de titanio no servían para nada si su potencia dependía de mi estado de ánimo. Habló de rendimiento y de metales preciosos. Yo contraataqué con diversión y tiempo libre. Me contestó que precisamente, que el tiempo libre es muy limitado para todos y que no podían malgastarlo en mi tiovivo. Eso no lo entendí, y del esfuerzo por descifrarlo me estalló un volcán en la sien. No me importó. Para ese entonces ya había perdido la cuenta y, además, el cráter quedó muy estético.
Le pregunté a la doctora Mercedes en qué momento podría acercarme al puente a charlar con los demás. Por la cara que puso, deducí que eso tampoco lo había entendido. Pero digo yo que, si fantasear sirve para imaginar a dónde quieres ir, en algún momento habrá que ir llegando, ¿no? Después de la sesión con ella pedí hora al oftalmólogo otra vez, porque me habían vuelto a salir cataratas.
Es curioso, los peces que vienen a lamer el anzuelo se parecen cada vez más a los que yo me imagino. Tienen reflejos dorados y amarillos, y aletas grandes y sedosas. Cuando me ven, sacan la cabeza del agua y sonríen. Me gustaría preguntar a los del puente si ellos también creen que los peces se parecen a los de mi cabeza, pero hay que evitar generar vínculo. Así que me limito a devolverles la sonrisa, mirarles mientras lamen el corcho, y disfrutar de su compañía.