Fortaleza, por Carol Pacín
Carlos agradecía que Alicia visitara tan a menudo a su madre, pues había servido para que el ánimo de María mejorara mucho. Alicia empezó a hablar sin pausa hasta que se despidió de Carlos.
—¿Hija señora María? —preguntó Mia Mia.
—Sí, el hijo —respondió Alicia, sorprendida que Mia Mia hubiera cazado tanta información.
Alicia pensaba que iba a estar más emocionada —o nerviosa o frustrada—, pero no, lo que sentía era indiferencia. Durante toda la mañana en la oficina de la Seguridad Social estuvo tranquila, incluso cuando le hicieron cambiar de cola después de haber estado más de media hora esperando en una. Cuando salió de allí con la aprobación de la pensión por discapacidad permanente se sacó el pañuelo del cuello —uno de sus puntos débiles— y lo guardó en su bolso.
De regreso a casa, con la tranquilidad de haber concluido un trámite que la había removido emocionalmente durante años, cruzó de acera para no pasar por delante de la residencia de María. Ya en casa se preparó una infusión. Calentarse las manos en la taza le serviría para reconfortarse. Tenía que hacer algo, no podía vivir recluida. Se estaba aislando demasiado, de sus amistades, del mundo en general. ¿Y si volvía a tener otro gato? Se golpeó con la puerta de la alacena, maldijo con todas sus fuerzas, a ella misma, a su madre, al carpintero y al diseñador de la puerta, ambos seguramente muertos dado la antigüedad del mueble. Después de la retahíla de gritos se sintió aliviada, especialmente cuando recordó cómo durante años se reprimió porque a W no le gustaban los gritos.
Llegó a la residencia con un libro de Alice Munro bajo el brazo. La cara de María se iluminó al verla, se incorporó con gran agilidad y cogió una de las manos de la profesora (ex – profesora) entre las suyas. Estaba más delgada y despeinada de lo habitual, pero aún así presentaba un magnífico aspecto.
Alicia le explicó que se había cambiado de piso y que ahora vivía a apenas cincuenta metros de allí. La señora María pareció alegrarse, aunque de hecho siempre se mostraba entusiasmada fuera lo que fuera lo que ella le explicara. Alicia le propuso mostrarle el nuevo piso y ella aceptó de buena gana. María se aferró al brazo de su amiga y anduvo los cincuenta metros con un garbo que conmocionó a Alicia.
—Has ganado mucho —le felicitó María cuando vio el piso, que era pequeño, pero acogedor.
Mientras tomaban un té, le preguntó a María si la habían visitado las vecinas y ésta le respondió que no, tal como Alicia había presupuesto. Para qué ir a verla, si era mucho más divertido recrearse en la compasión de las desgracias de la otra.
María había enterrado a sus dos primeros maridos y también a las dos hijas de su primer matrimonio. Luego un cura la convenció para que se casara con un buen hombre, aunque algo apocado, que trabajaba en un banco. El bancario salió rana y María y Carlos sólo pudieron respirar cuando lo ingresaron en un psiquiátrico.
La comunicación con María estaba siendo más difícil que en otras ocasiones, porque estaba muy sorda. A Alicia le parecía que oía menos que nunca, quizás fruto de algún desajuste en el audífono. Pero María intentaba compensarlo con frases de aliento para Alicia, como si hubiera intuido que las necesitaba. Aún le repiqueteaba una: “aunque no lo parezca, está claro que tienes una gran fuerza interior”.
Al despedirse María le dio recuerdos para su marido, así que Alicia tuvo que explicarle que ya no vivía con W. Podría haberse extendido en cómo se había deteriorado la relación, pero se limitó a informarle el hecho consumado. Nunca había sido una persona habladora, aunque ese rasgo se le había acentuado en las últimas semanas. Al despedirse, Alicia prometió a María visitarla otro día, pero no fue así.
Hacía tiempo que Alicia quería volver a su antiguo piso, donde se había quedado viviendo W, su ex. Aunque se había mudado a sólo siete calles, no había vuelto a pasar por allí. Recogió la correspondencia y al salir, en el banco delante del portal, Alicia se encontró con tres vecinas ávidas de conversación.
Aún recordaba cuando se conocieron y María le comentó que venía de buscar unos libros en la biblioteca del barrio. Alicia le ofreció que eligiera entre los de su librería y María —que tenía más de ochenta años—le sorprendió contándole que el último libro que había leído era uno de Henning Mankell.
Cruzó unas palabras con las vecinas del “Club del banco” y se metió en la verdulería de Mia Mia. Cerca de su nuevo domicilio había menos actividad comercial que allí y la verdulería de los chinos había significado toda una pérdida. Mia Mia seguía trabajando y sonriendo como si no hubiera parido hacía apenas unos meses. Se dieron un beso y charlaron mientras Alicia iba llenando el cesto.
— ¿Dónde está la niña? ¿Es niña o niño?
Pero Mia Mia tenía más ganas de hablar sobre el piso de Alicia — ¿era de compra o alquiler?— que sobre el bebé. Alicia le apuntó a Mia Mia su teléfono y subrayó que si necesitaban ayuda con el bebé la llamaran sin inconvenientes Mia Mia agradeció la ayuda pero aclaró que no iba a ser necesario porque el bebé estaba en China, con los abuelos.
Ahora que ya no vivía con W, Alicia era más laxa con la limpieza de la casa, pero a veces sentía que el nivel de desorden y suciedad imperante era insostenible y se abocaba a fregar compulsivamente. Esa mañana mientras pasaba el mocho con frenesí seguía dándole vueltas a la idea de buscar otro gato. Quizás un poco de compañía le ayudara a estructurarse y pudiera reconciliarse, de alguna manera, con ella misma y su pasado.
Mientras esperaba en la sala de espera del hospital, sin entender todavía cómo pudo caerse mientras limpiaba, Alicia recibió una llamada de Mia Mia. Después de saludarla, le pasó el aparato al marido. Querían conocer algunos detalles más sobre la compraventa de un piso y sobre las hipotecas. Por teléfono no se entendían, así que prometió pasar por su verdulería a la vuelta.
Había estado pensando mucho en el asunto del bebé a miles de kilómetros de su madre. Se sentía decepcionada, pero ¿por qué? Quizás ellos consideraban que nuestra sociedad no era un lugar apropiado para que creciera un niño sano, y que en China, con sus abuelos, sería educado según unas bases más sólidas. Además la distancia física no siempre es sinónimo de distancia afectiva. Siempre había intentado respetar las diferentes maneras de vivir, pero toda esa anchura de miras tenía que compartir el espacio mental con un desasosiego que había empezado a sentir al conocer esa noticia.
Ahí aparecieron abruptamente algunos pasajes de su pasado. Ahí estaba de nuevo el sufrimiento pensando en esa descendencia que nunca tuvo. También en cómo le costó asumir su enfermedad, el miedo que sentía de no poder atender correctamente a un hijo y el poco interés que tuvo W. de ayudarla a enfrentar esos temores.
El marido de Mia Mia estaba muy acelerado. Era bastante histriónico en su gesticulación, una faceta desconocida para Alicia. Su dominio del castellano era muy inferior al de Mia Mia, así que resultaba bastante complicado comunicarse.
– Si quieres, ¿podemos ir a tomar un café? –le propuso Alicia, cansada de estar apoyada sobre una caja de melones.
– No. Bien aquí. Sí, sí –respondió él.
Alicia agarró un papel y le escribió lo que consideraba datos de mayor interés. Aprovechó para comprar dos limones que pondría en el bolso que llevaba en su mano derecha. Mientras pagaba le propuso a Mia Mia hacer un intercambio lingüístico. La joven le respondió que no tenía tiempo porque trabajaban todos los días excepto el domingo por la tarde. Esa negativa le sirvió a Alicia para inspirarse.
Caviló sobre la importancia que había tenido para ella el lenguaje. Según su madre había empezado a hablar antes que a caminar. Que iba a estudiar letras estaba cantado y después se entregó a los idiomas. Francés, inglés, alemán y en los últimos años, árabe.
Podría ayudar a otros con los idiomas que ella dominaba. Le gustaría trabajar con jóvenes. No cobraría, especialmente si quienes se interesaban no tenían suficientes recursos económicos.
Alicia se enteró de la muerte de la señora María cuando ésta ya estaba enterrada. El fallecimiento coincidió con una semana en la que no pasó por su otro barrio. Al parecer no había sufrido demasiado. Se hablaba de un paro cardíaco, pero también de una crisis hepática. Nadie lo sabía a ciencia cierta.
Por fin una vecina pudo pasarle el número de teléfono de Carlos. Sentía que lo habría decepcionado. La angustia de Carlos conmovió a Alicia. Ya habían pasado dos semanas desde el fallecimiento de su madre y las palabras seguían ahogándosele en el llanto. Quedaron para tomar un café.
Alicia identificó a Carlos con el tipo dramático, así que tomó la batuta del encuentro para evitar que se eternizara la exteriorización de su tristeza, pero Carlos estaba absolutamente roto y sus sollozos y frases tan desoladoras como “me he quedado huérfano” emocionaron a Alicia.
Era impresionante la importancia que tenía la señora María para Carlos, cuya cronología vital parecía estar estrechamente relacionada con la de su madre. La muerte del padre de Carlos, la de sus hermanas poco tiempo después, la locura del bancario y la enfermedad de la señora María. Carlos repitió varias veces la enfermedad, hasta que Alicia le preguntó a qué enfermedad se refería exactamente.
La enfermedad de María era ni más ni menos que la enfermedad de Alicia.
— ¿Se la diagnosticaron de mayor? —preguntó Alicia intentando disimular su desconcierto.
—De muy joven, antes de habernos tenido —respondió Carlos.
Esa noche volvió a pensar en adoptar un gato y en el trauma del “gato suicida”. Había salido a relucir durante algunas peleas con W, que siempre negó haber dicho lo que dijo.
Cuando empezó a vivir con W tenían un gato. Habitualmente ella era la última en irse de casa y ese día, muy caluroso, dejó la ventana abierta. Cuando regresó por la tarde se encontró al gato estampado en la acera. Había un charco de sangre alrededor de su cuerpo lleno de moscas. Eso le produjo una gran impresión. Y nunca pudo olvidarse la frase que le dijo W cuando ella le explicó lo ocurrido: “¿no querrás tener hijos, eh?”
Muy fuerte y sorprendente el final!