05 Feb

Corrosión, Cap. 38. Plaga de lectores

por Dioni Porta

Hace unos días soñé que la literatura se ponía de moda, desbancando a las series como fenómeno cultural del momento. Era uno de esos sueños sin trama, hongos que crecen alrededor de una idea, sin sentido ni narrativa, quedando a la vista que no son más que una estratagema de nuestra conciencia para invitarnos a reflexionar sobre alguna cosa.

Entre las cuatro paredes de mi sueño, por fin se hacía realidad uno de los objetivos tácitos de todos los que merodeamos el mundo del libro: contagiar al resto de la sociedad de nuestra pasión. Pero cuál fue mi sorpresa al constatar que esa proliferación de lectores entusiastas peleándose por ser los primeros en leer tal o cual novedad literaria, me provocaba una tristeza absoluta.

No soy de los que se espantan cuando se topan con pensamientos y sentimientos propios en claro conflicto con la ideología y valores en los que milito —al contrario, siempre he creído que la clave de la existencia radica en encarar esas contradicciones— pero desperté azorado de esa pesadilla que describía un mundo plagado de lectores fanáticos y superficiales, y traté de interrogarme sobre las razones de mi angustia. ¿Por qué no quería más lectores? ¿Acaso no creía lo suficiente en la literatura? ¿O era en mis conciudadanos en quien no me reconocía y a quienes quería mantener alejados del libro? ¿Amaba la literatura o amaba la marginalidad que la rodea? ¿Adoraba leer o me confortaba sentirme diferente, regocijo que dejaría de tener sentido si los lectores empezáramos a ser multitud? ¿Temía la competencia de nuevos y mejores lectores?

Esas cuestiones, a medio camino entre la honestidad y el espíritu miserable, concuerdan perfectamente con el trato que dispensé al pobre Rosales cuando supe lo que había hecho. Sabedor de que yo quería escribir una novela, convencido de que iba a necesitar una trama que me armara el proyecto, agudo a la hora de sospechar que por mí mismo no iba a tener la habilidad para construírmela, Rosales me había regalado un montaje policiaco a través del cual aproximarme a mi primer manuscrito. Lejos de agradecérselo, había huido de él, rabioso y avergonzado por su engaño, y esa asimetría informativa que tan estúpido me hacía sentir. Sabía que me equivocaba, que mi orgullo no hacía sino demostrar las dimensiones reducidas de mi madurez, pero no podía evitarlo. De hecho, en algún sentido se trataba precisamente de eso: quería comportarme como una criatura con Rosales para demostrar al mundo que Gombrowicz tenía razón y que aquello que identificamos como adultos maduros no somos otra cosa que construcciones rígidas en las que la Forma es un impostura para distraer una madurez proclamada pero no alcanzada.

Y volviendo al sueño: ¿qué pasaría si la gente leyera? ¿Están preparados los autores para ser leídos? Y los lectores, ¿están preparados para compartir sus experiencias con otras personas?

 

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