06 Jun

Mientras la ciudad duerme (1)

por Sebastià Jovani

Pensar es casi siempre (el “casi” pertenecería quizás al régimen de la locura, en cuya frondosidad no podemos detenernos por ahora) un proceso doble, intrincado. Porque en definitiva cuando pensamos en algo o acerca de algo lo hacemos sobre ese algo y sobre la imagen de ese mismo algo. Intentamos escudriñar el núcleo duro de la cuestión sirviéndonos al mismo tiempo de cierta especulación prefigurada del mismo. Una operación fantasmagórica, en definitiva. O fantasmática. El hecho y su imagen. La variabilidad de resultados de este proceso es enorme: a veces uno se pierde en los meandros de la imagen y acaba olvidando acerca de qué se proponía pensar realmente. La fascinación espectral que ejercen las representaciones con sus danzas, sus melodías y su tersura resulta a veces insoslayable. En otras ocasiones se opta por atravesar sin clemencia el velo de esa imagen, dirigirse con determinación caballuna hacia lo que se considera que es el verdadero fondo del asunto. Se desprecia por completo el papel de la representación en el hecho del porqué ese fondo está ahí donde está. Aquí la fascinación deja paso a algo muy distinto, algo que podríamos llamar una tendencia patológica a la inhibición. Amianto puro y duro, carrera frenética hacia el paraíso del noúmeno.

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Sin embargo, a veces uno consigue mantener a raya el hechizo o el fanatismo y situarse en el membranoso terreno que media entre ambas instancias: entre aquello que se quiere pensar y la imagen propagada al respecto. Esta ubicación es apasionante pero también entraña sus riesgos, puesto que, como ya advirtió Deleuze, desmontar cierto pensamiento de imágenes supone en última instancia hacer lo propio con la imagen del pensamiento. Verse arrastrado en un proceso de radicalidad clínica y quirúrgica cuyas consecuencias vayan más allá de la simple intervención puntual. Así pues, uno empieza cuestionándose determinadas certezas consabidas y acaba por cuestionarse su propia forma de cuestionarse las cosas.

Se podría acusar a este desafío de ser una actualización remozada del archiconocido idealismo, una pirueta de ida y vuelta del pensamiento sobre sí mismo sin más consecuencias que la posibilidad de fraguar cuadros sinópticos cuanto más complejos y abigarrados mejor. Entrar al trapo en la arena de los mamotretos teóricos. Mostrarlos como se muestran las fotografías de las últimas vacaciones. Pero hay un factor diferencial importante: la aventura del idealismo sabe desde dónde parte pero, sobre todo, tiene muy claro dónde quiere llegar. Quiere volver a casa, sano y salvo. Regresar a Ítaca tras haberse embarcado en mil expediciones intelectuales, bordeando el precipicio, salvando tentaciones. El pensamiento regresa al hogar coronado como aquello que siempre ha sabido que era: el rey de la casa. Pero el cuestionarse la imagen del pensamiento, tal y como lo entendemos, es más bien un viaje nómada sin destino conocido. Hay en él un fuerte componente de fuga, de deserción. Para nada cobarde, no es una cuestión de temor ante las responsabilidades, sino de plantear la necesidad de otro tipo de responsabilidades que reclaman, necesariamente, retirarse de ciertos espacios institucionalizados, de ciertos lugares comunes. Esa es una forma mucho más cabal de aventura. No hay certeza sobre el punto de llegada puesto que la necesidad es eminentemente procesual, moviente. Por descontado hay ciertas aspiraciones a medio plazo, basadas en parte en aquello que no se quiere seguir siendo, en lo que se quiere dejar de pensar como habitual. Y un escozor informe, inmanente. El rumor de un cauce que justo entonces empieza a discurrir.

Afirmar esto cuando uno acomete una reflexión sobre el propio hábitat conlleva quizás un factor añadido de vértigo. Cuestionarse el qué y también el dónde supone un doble peligro de dislocación, una pérdida de coordenadas a espuertas. Pero al fin y al cabo una y otra pregunta están fatalmente ligadas. Somos en tanto que habitamos. Más allá de consignas heideggerianas, de anotaciones fenomenológicas. Más allá, en definitiva, de palabros filosóficos, la evidencia es ésta. E incluso podríamos ir un poco más lejos aún y afirmar que no sólo somos en tanto que habitamos, sino que somos lo que habitamos. Somos hábitat. La mercadotecnia de las empresas es plenamente consciente de ello y se apresura en conceptualizar dicha evidencia en términos fácilmente consumibles: “redecora tu vida”. El anzuelo es poderoso, no deja lugar a dudas sobre la interpenetración entre el ser y el habitar.

Es por eso que resulta especialmente crítico que nos dediquemos a pensar sobre esta cuestión. Especialmente si se piensa por medio de ese posicionamiento lábil, membranoso al que nos referíamos al principio. Pensar desde este limes la relación entre ser y habitar puede llevarnos a una conclusión paradójica y en cierta medida dolorosa; un punto de ebullición en el que la dramaturgia de lo cotidiano se desvaneza bajo la hipótesis de que no somos lo que aparentemente somos porque en realidad el lugar en el que estamos no se corresponde con el espacio que habitamos. La dicotomía entre espacio y lugar se corresponde, aunque con sus particulares trazos, con otras dicotomías que han contribuído y siguen contribuyendo a la impugnación de cierta imagen del pensamiento. Como las de sentido / significado o, en un plano que nos resultará muy pertinente por su relación con la cuestión del habitar, la de multitud / individuo.

Pero eso corresponde a otros parajes y a otras estrategias de exploración. Por ahora nos interesa el impacto súbito de este quiebro en la relación de los sujetos con su entorno. Y hablamos de sujeto(s) porque es inevitable pluralizar cuando nos referimos a la noción de hábitat. Incluso en los escalones más cercanos al sustrato animal el hábitat está relacionado con el colectivo, con la experiencia común, por muy pedestre e instintiva que sea ésta. Durante muchos siglos esta interrelación dejó de ser evidente, por cuanto el racionalismo y posteriormente la metafísica burguesa del individuo minusvaloraron esta pluralidad en favor de un diálogo cerrado entre el Yo y lo Exterior, cuyo final todos conocemos gracias al poderoso marketing viral por medio del cual la dialéctica de Hegel se esparció por la cultura occidental como un argumento tan trillado como irrebatible. Pero hoy en día vuelve a estar sobre la palestra una reclamación común del entorno. La reapropiación del hábitat se postula (y, en los casos más afortunados, se lleva a la práctica) por medio de acciones conjuntas, de agenciamientos colectivos, de agregados múltiples en los que la subjetividad se entiende forzosamente como inter-subjetividad.

(continuará)

 

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