26 Jul

El hombre camello

por Xavi Ballester

              Quizás sea el exceso de exposición solar o quizás el andar sin tener que llegar a tiempo a ningún sitio o quizás tenga la culpa tanta humedad acumulada en la entrepierna por la pereza de cambiarse el bañador, quién lo sabe, la cuestión es que cuando llega agosto y su languidez sin consuelo no puedo evitar una tendencia ciertamente preocupante a la generación de ideas de dudosa utilidad y aparentemente originales.

La última, la semana pasada: llevar a la familia a la fiesta renacentista de Tortosa, capital del Baix Ebre. Durante tres días las calles de la ciudad y sus habitantes se engalanan para trasladar al visitante al siglo XVI: actuaciones de abanderados, juglares y poetas, cortesanos, oficios olvidados, tabernas, mercados de artesanía, cocina del Cinqueccento y…paseos en camello.

¿Había en la Península, y más concretamente en Tortosa, camellos en el siglo XVI? No lo sé, pero sí que los había la semana pasada. ¿De dónde habían venido? ¿De Marruecos? ¿De Damasco? ¿De Jerusalén? No. De Valladolid. Así me lo explicó con toda naturalidad la encargada de los paseos al módico precio de tres euros, una vuelta a la manzana por tres euros encima de una joroba auténtica. La mujer, aburrida, aprovechó mi actitud de incauto veraneante y me explicó largo y tendido los éxitos recogidos a lo largo de los años durante sus giras veraniegas por todo el territorio español. Los camellos, me dijo, siempre son acogidos con entusiasmo y amor en todas las localidades donde hacen parada.

¿Sabía yo que en Pucela se criaban camellos? Esta no es la cuestión importante, amigos. La cuestión importante es que un camello es un animal enorme y más enorme todavía si te lo encuentras de cara en medio de una callejuela de Tortosa. Es un elemento imposible de obviar. Y menos todavía de ocultar para que tu hija de tres años no lo vea y no sienta unas ganas irrefrenables de encaramarse a su joroba. Sin embargo, en el mismo instante que el dedo minúsculo de la niña señala con inocencia y decisión al animal, el padre, es decir yo mismo, se siente orgulloso de que su hijita de tres años sea tan valiente. El orgullo conduce al error. Los hijos lo saben. La niña mantiene el brazo en alto, y el padre no puede evitar concederle el capricho para al mismo tiempo hacer evidente su talante jovial y veraniego. El padre busca tres euros en la cartera que al instante se convierten en seis porqué él tiene que subir con ella, pero no importa: darse el típico paseo renacentista en camello por Tortosa en pleno siglo XXI no tiene precio.

El hombre camello     El paseo es agradable pero extraño, durante el trayecto el camello nos ignora por completo, haciendo gala de su maestría en el arte de la ataraxia. Padre e hija nos sujetamos a su pelo áspero e intercambiamos miradas de complicidad e incluso de alegría compartida al ritmo acompasado del balanceo parsimonioso y resignado de la joroba. Los transeúntes nos miran y nosotros los observamos desde las alturas, satisfechos, orgullosos:vosotros estáis ahí abajo y nosotros arriba. Justo cuando ya nos hemos desprendido por completo de cualquier atisbo de miedo o desubicación, siendo camello, hija y padre uno sólo, oímos una voz tímida y gutural que nos informa que el paseo ha finalizado: se trata del conductor del camello, un magrebí de sonrisa permanente y desdentada que sujeta las riendas mientras nos mira compasivamente. El paseo se acaba pero a mi hija no le gusta que las cosas que le gustan se acaben. Por este motivo, desde entonces siempre quiere ir en camello…

No recuerdo si aquel día en Tortosa hacía mucho sol o si no teníamos prisa por volver a casa o si no me había cambiado mi bañador floreado. Sólo recuerdo que los camellos apestan, que mis cervicales están destrozadas y que por mucho que le insisto a mi hija de que soy su padre, ella insiste todavía más que soy un camello.

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