20 Sep

El verano de los árboles

por Xavi Ballester

Al final lo acabamos llamando el verano de los árboles.

Todo empezó con un sauce llorón. Un sauce llorón enorme y solitario varado en la piscina del club de tenis de la urbanización. Se trata de un club peculiar, sin apenas socios, y los pocos que hay se pasan el día jugando al pádel sobre hierba artificial. La piscina casi siempre estaba vacía, con el socorrista sentado en un rincón sin tener que salvar a nadie, excepto a sí mismo del tedio veraniego. el-verano-de-los-arboles1Pero eso al sauce llorón no le importaba. Él seguía en su sitio, con sus ramas desmayadas meciéndose al aire, ofreciendo su sombra etérea a quién la necesitase. Y nosotros la necesitábamos. Hacía tiempo que el mundo nos gritaba, había demasiado ruido alrededor. Pero era yacer bajo su copa imponente, y al mismo tiempo amable, y descubrir que debajo de un árbol ¿qué importa el resto?

Al cabo de unos días, nos fuimos a perder una semana por el Montsià. Allí descubrimos los olivos más antiguos del mundo. O eso nos dijo Jaume, el último pastor de Mas de Barberans. Ir al sur del sur tiene sus ventajas: te hallas en una tierra de nadie que se extiende entre el Montsià y Lo Maestrat, un territorio que no se sabe si es Cataluña, Aragón o Valencia, donde puedes alzar la vista sin chocar con banderas.

A Jaume lo conocimos en la cola para comprar un bocadillo de balanda durante la Feria de Artesanos de Fibra Vegetal. Jaume, un hombre viejo, de piel curtida y que hablaba con las manos en los bolsillos, nos explicó que había enviudado después de cincuenta años de casado y que antes de jubilarse había sido el último pastor del pueblo. Hablaba sin nostalgia, se limitaba a constatar los hechos. Antes que llegara su torno, nos recomendó ir a ver el campo de olivos que, como un mar paciente, se expande entre Mas de Barberans y La Sènia. Allí encontraréis olivos milenarios, musitó. Jaume se pidió su bocadillo, una cerveza y se sentó en un banco junto a otros hombres.

el-verano-de-los-arboles2Por la mañana, fuimos a la búsqueda de los olivos. Y los encontramos. No eran olivos viejos, eran olivos eternos. Veinte siglos atrás, en la Hispania romana, alguien los plantó. Después vinieron los visigodos y después los árabes y después la Reconquista y Jaume I y los Reyes Católicos y los Borbones y las Repúblicas y la Guerra Civil y Franco y la democracia y todo lo demás…Y los olivos, cada primavera, han seguido brotando, ofreciendo sus olivas para que los humanos hagan aceite, sin importarles qué manera absurda tendremos de trazar nuevas fronteras, inventar mapas de colores, convencidos de que serán inalterables. Aún me parece oír la risa desgastada de aquellos olivos de tronco hueco entre sus ramas retorcidas y arrugadas.

Cuando regresamos, de camino aprovechamos para visitar a mi tía Teresa. Cuando enviudó, hará ya dos o tres años, se vendió el piso de Tarragona y rehabilitó el cobertizo del terreno que tenían en La Secuita para hacerlo habitable. Al estacionar el coche ante la verja de la entrada, nos encontramos a mi tía caña en mano sacudiendo los almendros. Por fin se había decido. Desde que mi tío Pedro murió, mi tía había dejado que hierbas y plantas crecieran a su aire. Era como el terreno vedado de su tristeza, nadie de nosotros se atrevía a entrar. Pero ese día, tan solo vernos, nos apremió a coger una caña, varear los almendros y compartir la lluvia de almendras.

No fue hasta que acabó el verano que descubrí, quizás, el origen de nuestra obsesión arbórea: mi abuela.  Una vez me dijo: “cásate con alguien que sepa el nombre de los árboles”. Y yo siempre hacía caso de mi abuela. Todavía hoy, que hace ya más de veinte años que murió y por fin el ayuntamiento se ha dignado a plantar unos tilos en su calle.

 

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