un humorismo sin gracia alguna (o la disrupción)
por Sebastià Jovani
No resulta ninguna sorpresa afirmar que Artaud no pasará a la historia por su cultivo del humor. Sus diatribas caen del lado de una insania en todo caso (mal)humorada, son dentelladas de una fiereza notablemente grave a través de las cuales se expresa una rugosidad mental tan áspera como dislocada. Su proyecto poético (y corporal) es alocado, pero no humorístico. Sin embargo, en un breve y sorprendente texto que dedica a los hermanos Marx, Artaud analiza los hallazgos de esas películas en una clave que en el fondo es el gorgojeo de su propia aspiración cinematográfica. Y con ella, la del cine entendido como una sucesión de imágenes disruptivas, un operativo catastrófico. Para Artaud el humor que destilan los hermanos Marx sólo puede ser cabalmente comprendido en su potente originalidad.
«[añadiendo] al humor la noción de algo inquietante y trágico, de una fatalidad (ni feliz ni desgraciada, sino de penosa formulación) que se deslizaría por detrás de él como la revelación de una enfermedad atroz sobre el perfil de una absoluta belleza (…), el espíritu poético, cuando se ejerce, tiende siempre a una especie de anarquía ardiente, a una descomposición total de la realidad por la poesía.»[1]
El anarquismo fílmico de los hermanos Marx és una forma de humor que desborda la comicidad convencional. Se sustrae a las formas canónicas por las cuales se identifica una situación cómica, haciendo emerger un factor de desestabilización que no se equipara a ninguna situación referencial: su humor no nace de la mirada comparativa entre una imagen coherente y su imagen distorsionada o desajustada, como nace lo risible según Bergson[2]. Ni tampoco se pliega sobre esa pretendida coherencia desmontando su fiabilidad desde una distancia irónica. Ni mucho menos flirtea con el absurdo como forma de alegoría existencial. El humor de los hermanos Marx es, como dice Artaud, la simple (que no sencilla) descomposición de la realidad por medio de un despliegue de imágenes que cortocircuitan esa realidad inoculándole lo que podríamos llamar momentos de bifurcación, funciones de colindamiento con el caos. Las películas de los Marx funcionan como sistemas sometidos a operaciones de colapso o bien de súbita descompresión (la escena del camarote en A Night at the Opera), implantes de imágenes especulares sin voluntad metafórica (como la escena del no-espejo entre Groucho y Harpo en Duck Soup), arrastramientos y coagulaciones grupales seguidas de repentinas disgregaciones, traqueteos motores alimentados hasta el infinito o en su defecto hasta que se acabe la madera (otra vez Duck Soup)… Lo que en estos filmes se expresa es la potencialidad que tienen la indeterminación de lo precario, el fragmento ilógico o, citando a Artaud, la “penosa formulación” (el sketch) para forzar un sugestivo y radical cambio de rumbo en el funcionamiento y la direccionalidad de dicho sistema. No sólo es un cine anarquista, sino que también es un cine terrorista.
Conviene retener estos esquejes humorísticos, puesto que a medida que avancemos nos percataremos de que el humor es una modulación de lo cinematográfico (y de lo político, y de lo mental) de primer orden, que emerge muy a menudo y de manera poliédrica en los asuntos que tratamos. Siempre y cuando asumamos que el humor no es lo mismo que la risa y que ni siquiera tiene por qué existir una ligazón causal o consecuente entre uno y la otra. Una aproximación relajada y desacomplejada a Kafka o de Beckett -y a su avatar fílmico Buster Keaton- sería útil para entender este extremo.
¿Y qué hay de humor en el panegírico visual del surrealismo, por ejemplo? Más allá de que ciertas andanadas de sus parroquianos más vitriólicos puedan parecernos chistosas, el humorismo surrealista funciona en unos cauces distintos. Lo suyo, en tanto que propedéutica algo desquiciada, es la asociación de imágenes. Si bien un poco (o bastante) narcotizada. Un culo-tetas, un perro-poeta, un ojo-rasgado-por-una-navaja-remitiendo-a-una-luna-rasgada-por-una-nube. Se trata de circuitos más o menos cerrados [B], en los que el factor provocativo surge de la disparidad de elementos desplegados más que en la relación que se establece entre ellos. El misterio surrealista consiste, pues, en que sus metáforas se hunden en un nivel más profundo e ignoto del imaginario. Salvan ciertos eslabones en la cadena trófica de la representación, conectando elementos mucho más lejanos. Pero siguen siendo metáforas, un nudo gordiano cuya resolución atañe ahora a la caverna del inconsciente.
El cráneo surrealista no está vacío. Al contrario, presenta en ocasiones una cierta hipertrofia por acumulación. Eso puede no ser un problema si uno adquiere la pericia necesaria para dosificarse a sí mismo, como sucede en el cine de Buñuel, cada vez más desnudo y condensado, más esquemático. Cada vez más centrado en las situaciones y no en las ideas. Pero en otras muchas ocasiones puede ser el preámbulo a un proceso en el que al abigarramiento lleve a soluciones diplomáticas, académicas. Un acobardado retroceso al simbolismo. Eso es patrimonio de gran parte del surrealismo pictórico, con Dalí a la cabeza. Entre uno y otro se halla Cocteau, que parece encantado con la posibilidad de vivir en una cierta infancia disipada, en un difícil equilibrio entre la imagen hipetrofiada y su reverso más ágil y danzarín. Un enfant terrible, vaya.
Por el contrario, el humor de los hermanos Marx practica el noble arte de la disociación. Lo suyo no es ampliar el espectro del circuito, sino empujarlo hacia puntos de disrupción. Allí no importa tanto la naturaleza semántica de los elementos como la disposición, relación y devenir de los mismos. Es un cine vectorial [A]. Lo borda en su condición de ecosistema catastrófico manejado por cabezas huecas. Y no sólo huecas, sino también abiertas: sus personajes no son tanto cerebros, si quiera unidades cerebrales -neuronas- como algo más parecido a neurotransmisores. Catalizadores de situaciones problemáticas que, y ahí radica lo importante, jamás llegan a resolverse del todo.
Esa precariedad de la que habla Artaud conecta directamente el cine de los hermanos Marx no con el surrealismo, sino con dadá. Con las máquinas extravagantes de Picabia y los epígonos autodestructivos de Tinguely. Incluso con el Gran Vidrio de Duchamp, ese perturbador mecanismo de soltería[3]. Con dispositivos de funcionamiento anómalo, diseñados para subvertir cualquier aplicación lógica. Decía Tzara que “todo acto es un disparo de revólver cerebral”. Pues bien, nos encontramos aquí con filmes que son auténticos fuegos cruzados. Ráfagas a discreción disparadas desde cerebros atrofiados no ya por una sobrecarga de contenidos, sino por una liviana propensión a desprenderse de sí mismos. El disparo atraviesa el cerebro, pero no proviene de él. Éste sencillamente modula la trayectoria. El humor dadá, como el de los hermanos Marx, tiene origen en algo exterior al cerebro, lo cual significa que no tiene origen estrictamente hablando. Sencillamente sucede, discurre por todos los puntos de su trazado topológico, convirtiendo la imagen humorística en algo que se alimenta de la totalidad inmanente del ecosistema en el que emerge. Imagen-médium. Y la mediumnidad es algo serio, con lo que nos vemos obligados a insistir de nuevo en que moderen sus carcajadas. Esto no es (siempre) cosa de risa, como diría Drácula.
[1] Artaud, A: Los hermanos Marx, Op. Cit, p. 37-38
[2] Analizando lo que Bergson considera “comicidad” podemos llegar dilucidar que en ella y en lo risible se dan mecanismos casi contrapuestos a nuestra apreciación del humor entendido como efecto de emergencia disruptiva. Para Bergson la comicidad surge de una dialéctica entre una superficie de eventos y situaciones tensas, mecánicas e inconscientes y un fondo real de funcionamiento supuestamete óptimo con el que esa superficie establece un juego de impostura y suplantación. Lo cómico, para Bergson, sería una rígida deformación maquinal de la fluidez vital que busca sin embargo camuflarse en procedimientos aparentmente neutros y desapercibidos, mientras que, desde nuestra óptica, el humor consiste precisamente en la fluidificación del sistema por medio de la disrupción de elementos de perturbación, algo que transforma dicho sistema en lo que Deleuze denomina una “nebulosa sobre la que caen latigazos”; «Adivinamos que los artificios usuales de la comedia, la repetición periódica de una palabra o de una escena, la inversión simétrica de los papeles, el desarrollo geométrico de los equívocos y muchos otros recursos, pueden sacar su fuerza cómica de la misma fuente, y que acaso el arte del vodevilista estribe en presentarnos una articulación visiblemente mecánica de acontecimientos humanos, conservándoles no obstante el aspecto externo de la verosimilitud, es decir, la flexibilidad aparente de la vida» (Bergson, H. La risa, ensayo sobre la significació de lo cómico, Madrid, Alianza, 2008)
[3] Resulta pertinente aquí apuntar que los hermanos Marx siempre aparecen en sus películas como jocosos personajes célibes? Que Groucho, por poner el ejemplo más preclaro, practica una sistemática estrategia de desconcierto cuando no de sofisticado insulto ante los constantes e infructuosos intentos de aproximación / cortejo por parte del personaje femenino encarnado -casi siempre- por Margaret Dumont? Incluso en el caso de que dichas aproximaciones no fueran más que cortesía en lugar de cortejo, el sabotaje pertinaz que sufre por parte de Groucho, dedicado en cuerpo y alma a hacer de las conversaciones un lodazal de equívocos y referencias inoportunas parece algo propio de un movimiento guerrillero, una táctica de blitzkrieg ante la sombra amenazante del Estado Conyugal. Aunque quizás no resulte pertinente, pero dicho queda.