Desde la caja de libros XXXIII
por @librosfera
El texto de hoy, más largo de lo habitual (pero también más jugoso) es un préstamo. Su autora, Maria Bohigas, editora en Club Editor, lo publicó hace unos meses en el blog Cartes Elèctriques. Allí lo pueden leer en catalán y aquí, hoy, en castellano.
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La gran insurrección de los clásicos pide asilo en las bibliotecas
Si el autor hubiera sabido poner en este libro todo lo que tenía en la cabeza, Jean Valjean sería una especie de Job del mundo moderno – y su estercolero, todo el mal que contiene la sociedad de hoy (Victor Hugo)
(Este artículo fue escrito por encargo hace más de un año, justo después del atentado en el Bataclan, y debía formar parte de un Libro blanco de las bibliotecas del siglo XXI. El proyecto no se llevó a cabo y os lo envíamos vía Carta eléctrica con los mejores deseos para el año nuevo: ¡2017, sé clemente!)
HOY
A cuatro calles del Bataclan se encuentra una de las 75 bibliotecas municipales de París. Me hubiera gustado entrar y mirar qué ofrecen sus secciones: si en la de historia tienen el volumen De la colonie en Algérie, en el que Alexis de Tocqueville, uno de los primeros pensadores de las jóvenes democracias occidentales, escribía en 1847, diecisiete años después de la conquista francesa de Algeria: “hacemos la guerra de manera mucho más bárbara que los árabes […] a partir de ahora es entre ellos que se sitúa la civilización”. O bien si tienen algún volumen sobre las ocho guerras de Religión del siglo XVI francés, inauguradas con la matanza de la Saint-Barthélemy en París, en la que la población protestante fue masacrada por los ciudadanos católicos en condiciones no menos que inconcebibles. (Incluso hoy, la lengua corriente conserva la marca: para designar una “reunión de personas que se divierten bailando”, o sea un sarao, los franceses usan el término sauterie, documentado por primera vez en 1616 como nombre del suplicio consistente en exterminar protestantes haciéndolos saltar al río Saone.) O también hubiera querido mirar si en la sección de economía hay algún libro sobre la industria del armamento y su importancia en la riqueza del País de las Luces: el 13 de octubre de 2015, exactamente un mes antes de los atentados, el Primer Ministro Manuel Valls celebraba en Twitter una voluminosa venta de armas: “Francia-Arabia Saudí: diez mil millones € en contratos! El Gobierno se moviliza por nuestras empresas y por la ocupación. MV”
No he podido entrar en la Bibliothèque Parmentier porque hoy era lunes, y los lunes la biblioteca cierra. Podría añadir: “Qué más da”, ya que si algo hemos aprendido del nazismo es que la cultura, o al menos la solidez intelectual de una formación, no lleva necesariamente al sentimiento del bien ni al ejercicio de la consciencia. Más que ningún otro libro, el de Jean Amery Jenseits von Schuld und Sühne (Más allá de la culpa y de la expiación) centra nuestra atención en este enigma: que el conocimiento no nos hace buenos ni nos ampara del mal, pero que querer comprender es indispensable.
AYER
Que el proyecto de las bibliotecas populares durante la Mancomunitat nos venga de Eugeni d’Ors puede que nos invite a pensar en lo que plantea Amery, ya que Ors fue uno de los principales teóricos del fascismo español. Lo cierto es que creía en la cultura como instrumento de civilización y era consecuente con sus convicciones. La escuela de bibliotecarias concebida por él es elocuente en este sentido: mirad cómo se organizaban sus tres cursos:
Primer curso – Bibliología, Latín, Gramática catalana, Teoría e historia de la cultura, Principios y desarrollo de las ciencias físicas y naturales.
Segundo curso – Biblioteconomía, Latín, Griego, Clasificación de las ciencias, Historia de la literatura general y española, Historia de la literatura catalana.
Tercer curso – Bibliografía y nociones de paleografía, Griego, Ética y derecho usual, Historia del arte, Geografía general, Prácticas de bibliotecas.
Y mirad cómo se organiza en cambio la escuela de biblioteconomía actual:
Primer curso – Búsqueda y uso de información, Técnicas de comunicación, Historia social del conocimiento, Fundamentos de tecnología, Introducción a los sistemas de información y documentación, Fundamentos de la cognición humana, Información y sociedad, Información y formatos digitales, Recuperación de la información.
Segundo curso – Diseño de sistemas de recuperación, Análisis de necesidades de información, Teoría de las organizaciones, Estadística aplicada, Recursos y servicios de referencia, Aspectos legales de la información, Gestión documental en las organizaciones, Métodos y técnicas de planificación, Apoyo y formación de usuarios.
Tercer curso – Catalogación e indexación, Desarrollo de colecciones, Metodología de investigación, Preservación y conservación, Sistemas de gestión automatizada, Clasificación y descripción de documentos de archivo, Evaluación y calidad.
Cuarto curso – Prácticum, Formalización semántica, Márqueting, Trabajo de final de grado.
Por si conviene destacarlo, las personas destinadas hoy a trabajar en las bibliotecas públicas de Cataluña no reciben formación ni en ciencias, ni en artes, ni en lenguas con las que descubrir aquello que no se ha dado en la propia. Se les inculca un saber técnico relacionado con el almacenamiento de ítems. Que los ítems sean libros, este invento genial con el que una persona se dirige a otras más allá del espacio y del tiempo para transmitir su experiencia particular de la vida, eso no tiene importancia, no incide en la formación, no implica la necesidad de una cultura.
Cabe preguntarse si este hecho no ilumina un dato: actualmente, de la totalidad de usuarios de las bibliotecas públicas de Cataluña, sólo un 8% consulta libros.
UNA ALTERNATIVA IDEOLÓGICA
Entre nosotros la ideología más significativa y menos consciente es la de la adaptación a los cambios, que según cómo se mire no deja de ser una forma de resignación. La carta que me invitaba a participar en el libro blanco de las bibliotecas es un ejemplo:
“[…] La continuidad centenaria de este modelo bibliotecario ha sido posible gracias a su capacidad de adaptación a la evolución de las demandas sociales y culturales que la ciudadanía espera ver satisfechas por las bibliotecas. El modelo es el mismo pero las bibliotecas son diferentes. Y todavía lo tendrán que ser más, podríamos añadir, si nos tienen que servir para encarar los retos que la sociedad del siglo XXI nos plantea: la vertiginosa apropiación y difusión social de las tecnologías digitales tiene un gran impacto sobre la producción y la economía, sobre la sociedad y sus dinámicas y sobre la política y la manera de entender los procesos democráticos. En este escenario hay la necesidad de adquirir continuamente nuevos conocimientos y habilidades que nos permitan enfrentarnos a los cambios acelerados que estamos viviendo. Hay una necesidad creciente de disponer de mejor información para entender el mundo en el que nos ha tocado vivir y para tomar, cada uno de nosotros, las decisiones correctas.”
Las cursivas son mías, y me detengo en las primeras: la vocación de las bibliotecas ¿es responder a las demandas sociales y culturales de la ciudadanía, si es que podemos saber cuáles son? En cualquier caso, no creo que esta vocación tenga continuidad con la que inspiraba las bibliotecas populares de hace cien años, puestas al servicio no de un concepto comercial disfrazado de democrático (la demanda), sino de cierta noción de cultura que tenían la misión de transmitir a la mayor cantidad posible de ciudadanos. El objetivo era educar, con todo lo que esto implica de autoridad (y de autoritarismo, si queréis).
Hoy en día ya no se pretende educar a las masas, sino adiestrarlas, que es todo lo contrario, aunque el discurso lo exprese con una gran discreción: ya no se habla de conocimiento sino de conocimientos en plural, un plural que contiene toda una ideología. La reencontramos en la universidad con el mirífico proceso de Bologna, y la reencontramos en la escuela, donde no se trata de conocimiento y menos todavía de cultura, sino de competencias básicas que los alumnos deben desarrollar. (Esta ideología justifica que hasta 2015 se pudiera ingresar en las escuelas de magisterio de Cataluña con un 4 en lengua en la Selectividad, nota irrisoria que lo dice todo del desprecio de los poderes públicos por la misión de los maestros. Al cabo de no sé cuántas alarmas anuales a raíz del informe PISA, la Conselleria de educación ha accedido a aumentar la nota a 5: más que suficiente si los maestros deben enseñar no a comprender lo que lees ni a expresar lo que piensas, sino a desarrollar competencias básicas.)
No puedo evitar un sentimiento de inquietud cuando leo, en una carta al Servei de Biblioteques, que “hay la necesidad de adquirir continuamente nuevos conocimientos y habilidades que nos permitan enfrentarnos a los cambios acelerados que estamos viviendo”. ¿Es que también en las bibliotecas debe producirse el drama? ¿También allí se liquidará la cultura como instrumento al servicio de la persona, y las personas se convertirán en instrumentos al servicio de una cosa que tanto puede llamarse sociedad como mercado?
Conviene preguntarse por qué la cultura es arrinconada así. Olvidemos los cambios y pensemos un momento en todo aquello que no varía, por ejemplo el abuso, la crueldad, la vindicta como modus vivendi aceptado por la gran mayoría de personas. Todo esto es antiguo como el mundo y de todo esto tratan – con qué impotencia pero con qué tenacidad – los “clásicos”, que no lo son porque alguien haya hecho una lista arbitraria sino porque hablan profundamente de la especie humana, siempre idéntica a ella misma y nunca explorada del todo. Por eso los clásicos son la primera fuente de donde deberíamos beber si lo que queremos no es adquirir destrezas de mona amaestrada sino comprender alguna cosa. Por ejemplo, la narración del Éxodo, compuesta hace veintiséis siglos, es francamente inspiradora en este cambio de siglo en el que el esfuerzo de diversas generaciones por la justicia social fracasa a los pies de un becerro de oro llamado crecimiento económico, que nos está llevando a la destrucción de nuestro hábitat y a la degradación de todas las especies incluyendo la nuestra.
Por cierto, podría ser que el becerro de oro de la Biblia fuera el primer caso registrado de “demanda social y cultural de la ciudadanía”: leed el Éxodo.
QUÉ TENEMOS Y QUÉ PODEMOS HACER
Una de las inversiones culturales más visibles de los últimos años es la red de bibliotecas públicas construidas en Cataluña por la Generalitat y las diputaciones. Son edificios que llaman la atención, hechos con un mismo patrón que les da aspecto de atalaya: espacios abiertos con grandes ventanales, como si una biblioteca fuera una posición privilegiada para mirar al exterior – y ya se trata de eso, de recogerse para poder observar.
La existencia de estos edificios es un hecho positivo. Ahora falta llenarlos.
Una biblioteca necesita dos cosas sin las que haría falta cambiarle el nombre: un fondo de libros nutrido por las diversas disciplinas intelectuales y no sujeto a la inmediatez sino a la perspectiva del tiempo, y un personal capaz de guiar a los usuarios en su exploración de la cultura escrita.
Lamentablemente, la tendencia actual de las políticas públicas va en sentido contrario. Ya he hablado de la formación dispensada por la escuela de biblioteconomía: ni artes, ni ciencias, no hay que decir nada más. En cuanto al fondo de libros de que disponen las bibliotecas, la administración ha actuado hasta ahora sin proyecto ni ambición de ningún tipo (y con la usura transpartidista que ya le conocemos: la Generalitat no ha llegado a invertir nunca ni el 1% de su presupuesto en cultura). Cualquiera que entre en alguno de estos edificios modernos y con aspecto de atalaya se dará cuenta de que contienen pocos volúmenes, todos ellos publicados en fechas recientes; y que la sección de Historia, Ciencias físicas, o Filosofía, ocupa un par de estantes.
Pero fuera de este marco administrativo poco estimulante hay otra realidad, más caótica y esperanzadora: bibliotecarios que trabajan más allá de lo que se les pide, usuarios que responden inmediatamente a sus propuestas, bibliotecas de pueblo y de barrio que cada tarde se llenan de adultos y de niños… Un ejemplo destacable de esta vitalidad son los clubs de lectura. Hay que remarcarlo: los usuarios de las bibliotecas, curiosos de aquellas disciplinas que los planes de estudio modernos tienen a bien no enseñar – la literatura en primer lugar -, se inscriben en los clubs de lectura que los bibliotecarios tienen la buena fe de organizar sin que nadie les obligue. El éxito de estos clubs indica una necesidad de guía. Muchos de los bibliotecarios que los conducen querrían disponer de instrumentos para enriquecerlos (por ejemplo, buenos especialistas que los preparen para hacerlo). Y esto apunta claramente a la ambición de hace cien años.
Las bibliotecas pueden ser el lugar donde los ciudadanos encuentren quien les ayude a comprender. Donde el apetito por conocer no choque contra la cantidad astronómica de conocimientos en plural. Donde esta pandilla de monas hábiles que somos acceda a la cultura, que no es un saber funcional sino una manera de pasear por los siglos a través de la música, de la poesía, de la ciencia, de la espiritualidad, hasta tomar consciencia de que la humanidad cambia mucho en sus artefactos pero nada en su conducta, y que vale la pena impregnarse de esta verdad para no perder la ilusión de cambiarla.
Aquí sí que hay una demanda social en el sentido respetable de la palabra. Hay que atenderla y no perder de vista que los profesores de la antigua escuela de bibliotecarias eran los intelectuales más brillantes de la época: tal era el respeto de los poderes públicos hacia la misión encomendada a las bibliotecas. Nosotros no nos podemos permitir ser menos. El peligro de ser hábiles y nada más, que quiere decir dóciles, es inminente.
París, 30 de noviembre de 2015.
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Gracias Maria por permitirme traducir este artículo y publicarlo hoy aquí, y gracias también a la bibliotecaria que se esconde tras el seudónimo de Matilde Urbach, por compartirlo en Twitter y así llevarme hasta él.