Estrip art
El tiburón y la Princesa, por Pablo Peñarroja
Ni siquiera los jugosos y apetitosos trozos de carne roja, flotando pacientemente a la espera de ser devorados, perturban la concentración del frío tiburón. Según sus cálculos, hoy debe repetirse el acontecimiento que ahora hace quince años y un día cambió su vida.
Observa atento todos los movimientos a su alrededor, más allá de la barrera de cristal, y reconoce las figuras que, exactas cómo sus cálculos, se presentan de nuevo frente a él con rigurosa puntualidad. Por ahí viene el grupo de escolares que pasó hace dos años y tres días, también aparece el caballero del sombrero, justo seis años y cinco días después. La mujer de la bolsa verde, siete años y nueve días después de su segunda visita, catorce años y dieciocho días desde que la vio por primera vez. El gigante de la mirada de hielo, tras un año y seis días. La solitaria joven de paso lento, regresa pasados ocho años y cuatro días. Hoy también le toca el turno a la pareja feliz, que pasó hace ya doce años y que se presenta por tercera ocasión. Pero no es a esa pareja envejecida por el tiempo a quien el tiburón frío y calculador espera con el corazón en un puño. Los trozos flotantes de carne roja descienden lentamente ante sus ojos dejando un rastro de sangre perfumada. Tiñe el cielo del imperturbable tiburón.
Ahora hace quince años y un día, tiburón, nadabas despreocupado por un mar siempre en calma. Ajeno a los avatares de las siluetas que más allá de la barrera de cristal deslizaban azarosas sus penosas figuras en derredor. Nadabas aferrado a la costumbre de nadar siempre por el mismo cauce, relamiéndote ante la roja carne que siempre atraviesa la corriente. Ese día, turbado por el perfume de la sangre fresca, afilaste tu mirada y, sorprendido, observaste un movimiento extraño al otro lado del cristal. Entre un grupo de figuras bajitas, probablemente turistas japoneses, una chica alta y esbelta, desprendiéndose de sus ropas se separó del grupo y mirándote fijamente atravesó la barrera de cristal y nadó hasta tu lado. Sus sedientos ojos de princesa te atraparon como en un espejo. Ojos lascivos pero fríos como los tuyos, en un cuerpo de terciopelo dulce de brazos largos. Los dos comisteis de la carne roja envueltos en sangre de uva y, saciados, os dejasteis llevar por la corriente en un abrazo muy largo. Antes de irse, ella te susurro al oído: no es la primera vez que vengo y no será la última.
Cuando la princesa atravesó de nuevo la barrera de cristal para incorporarse al grupo de turistas japoneses, el tiburón empezó a calcular. No ha dejado de hacerlo desde entonces. Ahora, pasados exactamente quince años y un día, intuye las dificultades del otro lado. Sabe lo dura que debe ser la vida allí, lo mucho que se tarda en dar una vuelta completa y lo improbable que debe ser enamorarse en un lugar tan grande. Sabe también que esta vez es a él a quien le toca traspasar la barrera.