Bisturís afilados contra el CETA
por Carolina Montoto
Soy la doctora M., especialista en medicina familiar y comunitaria, y confieso que entre mis vicios se cuenta cenar con bandeja sentada en el sofá, delante de la televisión. Hoy, para no faltar a la costumbre, he oído en las noticias un palabro raro: TTIP, Tratado transatlántico de comercio e inversiones.
¿¡Tratado transatlántico de comercio e inversiones!?
Del susto, medio plato de macarrones ha salido volando hasta acabar debajo de la mesita de la tele. Sin embargo, mayor ha sido mi sobresalto cuando me he dado cuenta de que, por mucho que yo intentara entender, los políticos que hablaban sobre el TTIP no me aclaraban gran cosa. ¿Qué quiere decir que implantarán un sistema de solución de controversias entre estados e inversores o que armonizarán las legislaciones? Está claro que quienes manejan lo del TTIP buscan que no sepamos de qué va, se me ocurre.
Sin embargo, la inquietud continúa corroyéndome. Así que el martes llamo a un forense que conozco y le pido que me deje visitarlo en el instituto anatómico-forense. Tengo un caso interesante que me gustaría diseccionar, lo convenzo.
Un cuerpo atacado por un cáncer llamado Tratado transatlántico de comercio e inversiones.
¿Tratado trans qué?, responde él. TTIP para abreviar, contesto, e intento explicarle las características de este cáncer. Es hijo de las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea [en realidad, entre transnacionales y lobbies], que quieren ampliar su porción del pastel del gran mercado mundial. Y lo justifican afirmando que algunas leyes votadas en parlamentos democráticamente elegidos suponen restricciones encubiertas al comercio internacional. A muchos cosméticos nocivos para la salud, por ejemplo, no permitidos en la UE. Y por ello hablan de la necesidad de adaptar o armonizar la legislación a ambos lados del Atlántico por medio de la cooperación reguladora.
¿Es así?, me pregunto. ¿Acaso los ciudadanos somos como niños caprichosos que ponen trabas a que el comercio fluya y a que las transnacionales obtengan menos beneficios de los esperados?
A fin de averiguarlo, abriremos en canal el cuerpo para ver qué tiene dentro. ¿Comenzamos ya?, me plantea el forense. Los ojos le brillan y casi parece estar salivando. Asiento con la cabeza, me remango y me pongo la mascarilla y los guantes. Y él procede con el bisturí. Corta el cuerpo con un gesto firme y, ¿qué es lo que vemos allí? Colon e hígado aparecen cubiertos por un cáncer. El cáncer TTIP-transatlántico, dice mi colega. No, lo corrijo, no todo es cáncer TTIP-transatlántico; este es el cáncer transpacífico-TTP, y ante su ignorancia le explico que abarca desde Chile hasta Australia, pasando por Canadá, Japón, Perú, Vietnam. El cáncer TTIP-transatlántico está más hacia la derecha, en el páncreas. Solo hay una pequeña isla, entre el transpacífico y el transatlántico, que conserva un color natural: cubre a China y a Brasil.
La estoy contemplando atentamente cuando, de pronto, oh, cielos, el cadáver, lo que tomamos por un cadáver, se sacude, se estremece, tiembla, y yo doy un respingo asustada. Pero ¿no estaba muerto?, exclama el forense. ¿No nos habíamos enterado por unas filtraciones de Greenpeace de que los políticos europeos habían detenido el crecimiento del cáncer debido a sus diferencias irreconciliables con los americanos, a que les daba cierto reparo llenar Europa de transgénicos, como ansiaban las grandes corporaciones? La mala hierba nunca muere, le digo, lacónica, al forense, y le señalo una zona muy activa que incluye Canadá y la Unión Europea: he aquí el cáncer CETA. Y sin perder ni un segundo, comienzo a afilar el bisturí contra el CETA. Que no es sino, comento parca a mi colega, una metástasis del TTIP, su trasunto, pendiente de ser aprobado en 2016.