16 Nov

La lluna i la pruna (2a part)

per Xavi Ballester

Los Jardines de la Menara están situados fuera de la medina, a los pies del Atlas. En cierta manera, son el contrapunto a la ciudad, un espacio de calma alejado del bullicio, un silencio a resguardo del desorden ordenado e incesante de los zocos, un claro en el que descansar la mirada sin que se tope con los muros del laberinto que forman las estrechas calles de la medina. Las de la medina son paredes hechas con modesta arcilla granate, parecen esconder un pasado glorioso y, al mismo tiempo, ser conscientes de la inevitabilidad del tiempo. Lo aceptan, se han librado a su paso sin resistirse porqué saben que la lucha es baladí. En cambio, en los Jardines de la Menara el tiempo ha desaparecido, se ha diluido en el espejo de las aguas someras del estanque presidido por el pabellón del sultán Sidi Mohammed.

la-lluna-i-la-pruna1 Antes de aquel atardecer, nos habíamos dedicado a deambular por la ciudad:  cafés, locutorios, tiendas de souvenirs, de especias, de frutos secos, de alfombras, de lámparas, peleterías, antiguos palacios de sultanes, mezquitas, mercados, callejuelas y más callejuelas que se enroscan sobre sí mismas y penetran sin fin hacia nuevas callejuelas abarrotadas de hombres y mujeres y viejos y niños y turistas, bicicletas, carros, perros, motocicletas, tenderetes de comida, lavaderos y baños públicos, gritos, órdenes, empujones, charlas, discusiones, silbatos, cláxones y mil y un olores destilados saturando el aire y llenándote la nariz. No nos queríamos perder nada y, al mismo tiempo, no nos importaba entretenernos en cualquier rincón con cualquier excusa aunque nos perdiéramos el resto de la calle o la Madraza de Ben Youssef estuviese a punto de cerrar. Íbamos y veníamos y volvíamos a ir, nos dejábamos llevar, entrábamos y salíamos de cafés, bares, pastelerías y tiendas con la alegría de quién observa un mundo por primera vez pero con la calma de quién sabe que no lo necesita para saber quién es y dónde está.

Y en el centro de todo, allí donde convergen todas las calles y todos los pasos,  el corazón que no deja nunca de latir, la plaza de todas las plazas: Yamaa El Fna, mito y postal, cuento y leyenda, verdad y mentira.

También nosotros, al pisarla por primera vez, nos dejamos atrapar por su magnetismo. El tiempo desaparece en Yamaa El Fna, nos quedamos todo un día entero contemplando hipnotizados cómo la plaza iba mudando de piel al ritmo de la luz solar. Yamma El Fna tiene vida propia, sus propias leyes, sus propios ritmos y sus propios códigos, es un universo en sí misma que no pone fronteras a todo aquel que quiera habitarla: turistas, viajeros, lugareños, artistas o comerciantes, habitantes todos efímeros porqué por Yamaa El Fna transita todo el mundo pero nadie echa raíces. Yamaa El Fna no pertenece a nadie y nadie pertenece a Yamaa El Fna. Al penetrar en su espacio te conviertes en su huésped y, al mismo tiempo, una vez dentro, en su alimento, y la plaza, generosa, te lo agradece haciendo desaparecer el tiempo ante tus ojos y llenándote los sentidos con su actividad frenética y reposada a la vez. Canciones, cuentos, acróbatas, encantadores de serpientes medio drogadas, médicos y curanderos, abrevadores, policías, músicos, actores y travestidos, familias marroquís, niños y viejos, imames, mujeres cubiertas, jóvenes alegres. Y turistas, y más turistas, y tú y yo. Por un instante breve y eterno, todos éramos súbditos de Yamaa El Fna.

Y la comida. Y las naranjas. Cuando la tarde empieza a inclinarse derrotada por la llegada de la noche, un ejército prodigiosamente organizado de tenderetes se apodera de la plza sin hacer ruido. En un instante, sentados en la terraza del Café de France, sin darnos cuenta, la plaza se ha transformado en un mar de toldos blancos y bombillas amarillentas que forman un nuevo laberinto de chiringuitos en los que puedes comer los mismo nuevo de siempre: tayines, cus-cus, pinchos, carnes asadas al fuego, cabezas de cordero horneadas, pimientos, ensaladas de mil colores y zumo de naranja acabado de exprimir. Nos acabamos el té a la menta y penetramos en él. Tan sólo acercarnos, un enjambre de niños nos rodea con descaro para ofrecernos las delicias de cada parada. Cada uno de ellos defiende con mil y una estratagemas de conquista su producto. Insisten y insisten una y otra vez sin tregua. Cada cliente que consiguen convencer para que se siente en su restaurante bajo el cielo estrellado es una victoria: una mísera moneda, una cena que llevar a casa al final de la noche. Y sin embargo, los chavales no dejan nunca de sonreírte. Te observan apenas un instante y, con una simple ojeada, ya saben de dónde eres: “Barcelona, Barcelona, Barça, Barça, Ronaldhino”, nos gritaban alegres y orgullosos. Nada escapa al poder de la pelota, pero tampoco sabíamos cómo hacerles entender que el futbol nos importaba una mierda, así que optamos por sonreírles y continuar caminando entre aromas de especies y hedor a fritanga. De golpe, sin saber de dónde, aparece ante nosotros un niño delgaducho, con la piel sucia de carbón, la mirada escatimada y traviesa y la sonrisa de rigor que nos muestra una dentadura blanquísima: ¿Barcelona?”, nos interroga retándonos con la pregunta. Le respondemos por inercia, casi sin mirarlo, dispuestos a continuar nuestro camino a ningún lugar. Pero antes de que podamos dejarlo atrás, nos detiene una canción:

“La lluna, la pruna,

vestida de dol,

son pare la crida

sa mare no vol”.

Es el niño. El niño está cantando. El niño está cantando la misma canción de cuna en catalán que nuestras madres nos cantaron a nosotros. Nos ha conquistado. Nos acercamos y antes de que le preguntemos nada, con una mezcla de castellano y francés, nos explica que su hermano pequeño vive en Barcelona y que le ha enseñado esta canción en catalán de su escuela. Nos lo explica con la sonrisa más triste que hemos visto nunca. Nos hace seguirle y nos hace sentar en un banco de un chiringuito. El hombre que lo regenta dirige un signo de aprobación con la cabeza al niño y el niño se aleja cantando de nuevo “La lluna, la pruna vestida de dol…”. Lo miramos desaparecer entre el gentío. Nos miramos el uno al otro: el niño ha desaparecido y estamos rodeados de pinchos de carne cruda. El niño ha ganado. No sabremos nunca si tiene un hermano en Barcelona o no. Tampoco importa. Lo que importa es que aquello que no escuches en Yamaa El Fna, no lo escucharás en ningún otro lugar.

Cenamos. De vuelta al riad donde nos alojábamos bebimos la ginebra de las petacas que habíamos traído de casa. Hicimos el amor mientras Marrakech se dormía.

La mañana se despertó soleada, con un cielo azul y raso, límpido, sin nubes y escrutado por la multitud de antenas parabólicas que coronan la mayoría de los tejados de las casas viejas y llenan sus estancias con las mentiras de Occidente. Igual que cada día desde que llegamos. Aquella mañana todo parecía más triste, pero nada era más triste que antes o que mañana: éramos nosotros los que llevábamos la tristeza dentro. Sabíamos que teníamos que regresar y que el tiempo sin tiempo en Marrakech se estaba agotando.

Nos vestimos sin hablarnos. Y sin hablarnos nos dirigimos de nuevo hacia los Jardines de la Menara para esperar la hora de ir al aeropuerto.

Atravesamos de nuevo la avenida Amir Moulay Rachid andando rodeados de jóvenes marroquís, imaginándonos, aunque fuese mentira, que formábamos parte del mismo río. En los jardines, nos sentamos cerca del estanque para escuchar el silencio del agua inmóvil. El pabellón del sultán se reflejaba en ella, el agua hacia brillar aún más sus paredes color melocotón, las tejas verdes del tejado y el balcón balaustrado. La noche llegaba lenta, la fachada del pequeño palacio recogía detrás de nosotros las últimas luces de la tarde antes de que el sol se escondiera detrás de un grupo de palmeras esbeltas y solitarias. El cielo de Marrakech se quemaba ante nosotros por última vez. Todo parecía terminar a nuestro alrededor para que tú y yo pudiésemos empezarlo todo otra vez. Ese final era nuestro inicio.

– No te has cortado el pelo- me dijiste en el avión.

– Mejor. Así tendremos que volver- te contesté.

Tan sólo aterrizar, los colores habían cambiado. El azul del cielo era pálido y el suelo gris.

No hemos vuelto a Marrakech. Y creo que nunca volveremos. Aunque una vez me dijiste que siempre volvemos a los sitios donde nos han querido. Quién sabe. Tenemos aún nuestra viejas molaskines: aún les quedan algunas pocas páginas en blanco. El pasado abril, quince personas murieron al explotar una bomba en el café Argana de Yamaa El Fna. En noviembre se celebraron las primeras elecciones legislativas en Marruecos. Ganó el partido islamista Justicia y Desarrollo. María, nuestra hija, ha cumplido diez meses y está a punto de gatear. Por la noche, no se duerme hasta que tú le cantas “La lluna i la pruna” en la penumbra.

 

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