No amarás
por Xavi Ballester
A los catorce años mi hermano Teo decidió enamorarse de las camareras, a pesar de mi advertencia de que eso de enamorarse de las camareras no era nada original. Sus intentos se prolongaron durante todo el segundo trimestre del curso, pero fracasó: los encuentros eran demasiado fugaces, apenas un “¿qué vas a tomar? Una Coca-cola, gracias”. La economía de un chaval de catorce años no daba para mucho más y por supuesto yo no estaba dispuesta a financiarle sus escarceos amorosos. Teo se dio por vencido justo con la llegada de la primavera, lo que le sirvió para romper otro de los mitos del amor.
Al siguiente curso, probó con las bibliotecarias. Reconozco que aquí me sorprendió: Teo no había abierto un libro en su vida, pero de la noche a la mañana se convirtió en un ávido lector, aunque fuese por un interés espurio. Esta vez los encuentros eran más estables –las bibliotecarias gozan de contratos fijos, al contrario que las camareras-, no necesitaba ninguna inversión en consumiciones y podía jugar a enviarles mensajes subliminales a través de los títulos que sacaba en préstamo. Todo parecían ventajas, pero también fracasó. Nunca podía estar a solas con ninguna de ellas y mi hermano era incapaz de hablar susurrando, se notaba demasiado impostado. Yo me alegraba en secreto de sus fracasos.
No obstante, tanta lectura lo transformó. Al empezar el verano, yo esperaba intrigada cual iba a ser su próxima elección para intentar enamorarse, pero Teo decidió que esto de enamorarse era una vulgaridad, “todo el mundo lo hace”, me dijo. Es verdad, todos nos enamoramos o suspiramos en secreto por conseguirlo. “Por lo tanto, ¿dónde está el mérito de enamorarse, dónde el misterio?, añadió sin poder disimular un poso de rencor contra el mundo.
Desde entonces Teo se dedicó en cuerpo y alma a leer. A los 17 años entró en la universidad, se licenció en Filología Hispánica y en Clásicas en apenas dos años, ya casi no paraba por casa, después se licenció en Filología Francesa, Germánica, Inglesa y en Literatura Comparada. Cada vez leía más y hablaba menos, se doctoró con una tesis sobre el cortejo amoroso oculto en la poesía religiosa renacentista y después de dedicó a dar conferencias y a trabajar de profesor de literatura española en universidades norteamericanas porque le pagaban mejor que aquí. Hasta que un día desapareció. Llevaba semanas sin escribir, sin responder al teléfono, su casero contactó conmigo para comunicarme que mi hermano hacía meses que no pagaba el alquiler y que ya tenía la orden judicial para desalojar el piso de la calle Claudio Coello, justo detrás de la Biblioteca Nacional. Conseguí convencerle de que me dejara buscar en el piso alguna pista para poder localizarle, pero no hallé nada. Tan solo encontré sus gafas, que empezó a usar por una presbicia precoz, exageradamente grandes, redondas y metálicas, le llegaban hasta la mitad de los pómulos y tenían las varillas envueltas en cinta aislante negra. Eran realmente feas, pero le dotaban de un atractivo singular, irresistible.
Al cabo de siete años sin saber nada de Teo, hojeando el periódico vi una fotografía suya, rodeado de libros antiguos junto a otras personas que ilustraba la noticia sobre la recuperación de los códices de la biblioteca del Monasterio de Yuso. Le reconocí por las gafas, igual de redondas y grandes, pero con las varillas intactas.
Me recibió en su casa, una buhardilla diminuta que había alquilado encima de la biblioteca municipal Rafael Azcona de Logroño, “así estoy cerca de mis libros”, me dijo. Teo necesitaba sentirse protegido por el calor de los anaqueles de madera y del papel de los libros que ya nadie leía. “El amor de los libros es mejor, empezó a explicarme sin que yo le preguntara, más honesto, sin contrapartidas, solo en los libros queda claro desde el principio que el amor es una ficción, si se acepta este axioma, no hay espacio para la decepción”. No supe qué responderle; tampoco estoy segura de que, en caso de hablarle, me hubiese escuchado. “Fuera de los libros, intentar enamorarse es una pérdida de tiempo”, rebló condescendiente, firme en el propósito que adoptó cuando éramos adolescentes, como si no hubiese pasado el tiempo, como si ni tan siquiera mi presencia ante él fuese suficiente prueba de amor.
No he vuelto a saber de él. No he regresado a Logroño, aunque es probable que Teo esté en cualquier otra biblioteca perdida. Sólo ahora he podido entender el verdadero y terrible erial que compartimos en vida: tampoco yo volveré a enamorarme. Tan solo me quedan sus viejas gafas redondas y exageradamente grandes.
Si le explicara a un desconocido mi historia, la historia que no le he contado a nadie, tampoco a vosotros, seguramente me diría algo parecido a “te enamoraste de la única persona del mundo de la cual no podías enamorarte”.
Mi hermano Teo diría algo así como:
-A veces pienso que si no nos hubiésemos querido, vivir habría sido más fácil.
Y yo le preguntaría:
-¿Y cómo se hace eso?
Y entonces él se haría el despistado:
-¿El qué?- diría.
-No amar. No querer. No enamorarse- le retaría yo.
-No lo sé- no tendría más remedio que aceptar mi hermano Teo.