28 Abr

Una mujer blanca, heterosexual y ligeramente ácrata en Melilla

por Carolina Montoto

Soy la doctora M., especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, y como casi todo hijo de vecino de vez en cuando tengo vacaciones, además de mucha curiosidad por conocer otros universos para constatar que mi mundo de mujer heterosexual, blanca y ligeramente ácrata no es, desde luego, ni el único que existe ni el mejor, por supuesto, aunque sus paladines se llenen la boca con palabras como democracia, progreso y respeto.

Pero la vida está llena de jarros de agua fría: he estado tanteando entre varias amigas la posibilidad de emprender un viaje juntas a Marruecos, y ni una sola se ha entusiasmado con la idea. Me temo que ha corrido la voz de mis aventuras en el crucero y ya nadie confía en mi capacidad de garantizar unas vacaciones relajadas. Me lamento de ello ante una fotógrafa que conozco de mis correrías por las calles de Barcelona, y ella sí, ella se entusiasma. Y yo me quedo sin saber qué contestar cuando me propone que compartamos coche hasta Melilla, donde se quedará a trabajar. Levanto una ceja sorprendida y ella invoca los numerosos edificios modernistas que hay en la ciudad como aliciente.

Y yo caigo de cuatro patas en su ardid.

No me alargaré describiendo las innumerables veces que nos hemos perdido durante el trayecto hasta Melilla, la infernal música que se ha empeñado en poner mi compañera (La Polla Récords, Barricada y Suaves), la inoportuna actividad de mis ovarios ya casi menopáusicos ni la interminable cola que hemos sufrido para tomar el ferri desde Almería.

Llegamos al fin a Melilla a las tantas. Tres horas de viaje. Mar en relativa calma; yo, completamente mareada. Recupero mi relativa calma y, con la parsimonia que corresponde a esas altas horas de la madrugada, intento arrancar el coche tras efectuar las debidas comprobaciones: espejos retrovisores, luces y cinturón. Impacientes, los conductores que, en fila india, esperan para salir del ferri se enervan y me sueltan algunas lindezas.

Empezamos mal.

Ya en la calle, de pronto oímos el estruendo de un helicóptero. Y salgo al instante de mi amodorramiento. Pero no de la inopia. ¿Qué hace un helicóptero sobrevolando a esas horas la ciudad? Ni de mi alarma cuando mi compañera me pide que la deje conducir. Me lo exige, en realidad, y en unos pocos minutos nos encontramos ante una monumental empalizada de acero de unos seis metros de altura. Gigantesca. Y detrás, una sirga de menor altura, y por último, una tercera estructura que en la parte superior incluye unas peligrosas cuchillas, las hirientes concertinas.

Es la valla. Seguimos la carretera y la valla nos persigue. Y encaramados a ella, de pronto vemos a decenas de migrantes. Y rodeándola, los guardias civiles en medio del caos, la confusión, la oscuridad y el polvo de la carretera. A nuestras espaldas, un incongruente campo de golf.

El ruido de las alarmas y de las sirenas es ensordecedor y el del helicóptero me vuelve loca, pero entre tanto alboroto, no puedo dejar de oír unas voces humanas (es importante precisar que no se trata de voces animales) que chillan para darse ánimos bosa (victoria), gritos que, con el transcurso del tiempo, devienen más angustiados, temerosos de la actuación de la Guardia Civil. En efecto, me acerco más y los focos cegadores que los iluminan me permiten descubrir caras aterrorizadas. Yo misma me siento aterrorizada al observar que unos robocops  vestidos de verde se acercan a nosotras balanceando la porra, amenazantes, intimidantes, para que mi amiga no pueda captar y difundir las imágenes de la vergüenza: cómo la Guardia Civil entrega a los migrantes al ejército marroquí, las llamadas devoluciones en caliente.

Y yo, mujer blanca, heterosexual y ligeramente ácrata que se siente totalmente vulnerable e indefensa ante las llamadas fuerzas de seguridad, no puedo ni imaginar cómo se sentirán los migrantes.

Al día siguiente, desgarrada, decido interrumpir mis vacaciones y regresar a mi mundo de mujer heterosexual, blanca y ligeramente ácrata que no es, desde luego, ni el único que existe ni el mejor, donde no compro en Mercadona y ni bebo Coca-cola para tranquilizar, en la medida de lo posible, mi mala conciencia por saberme una privilegiada en un mundo que se basa en las injusticias. Y viva la Europa de Maastricht, pienso esa mañana mientras cago.

 

 

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