400 litros de aguas fecales
por Carolina Montoto
Soy la doctora M., especialista en medicina familiar y comunitaria, y hoy me ha pasado lo peor que le puede suceder a una médica. Un paciente me ha regalado, a la antigua usanza, un pasaje para un crucero. No puedo aceptarlo, le he dicho. ¿Cómo que no?, ha respondido ofendido. Y tras algunos estiras y aflojas más, he pensado que tampoco era cuestión de echar por la borda el dinero que le había costado, y además, qué carajo, ¿acaso no estoy de vacaciones?
Así que aquí estoy: en un minuto he hecho la maleta y en dos he cogido un taxi para llegar a tiempo a la terminal de cruceros. Y sorpresa, sorpresa: ¿alguien imagina con qué se han topado mis doctas narices de frente?
Ante mis ojos ha aparecido una gran mole, un engendro llamado Harmony of the seas en el que se supone que voy a subir. Qué espanto, pienso, y el taxista, un hombre informado, me cuenta: Se trata del mayor crucero del mundo: emite tanto dióxido de carbono como 8.638 coches y consume 110.000 litros diarios del combustible diésel más contaminante del mundo. Vierte 300 litros de aguas grises y 400 litros de aguas fecales por persona.
El horror, vamos. Pero me lo tomo como un experimento y asciendo por la escalerilla del monstruo hasta llegar a la recepción.
Dentro me recibe un miembro de la tripulación con visible cara de fatiga que me informa que ese mamotreto tiene una pista de patinaje (y yo pienso que el mundo se ha vuelto loco) y un parque con plantas vivas (o que hay mucha gente que ha perdido la chaveta). «¡Catorce piscinas!, ¿para qué?», exclamo.
«¿Es realmente necesario todo eso?», le pregunto a un pasajero que pasa por allá con un sombrero mexicano en la cabeza y un mojito en la mano. Este me mira como si no me comprendiese. Yo tampoco lo comprendo a él.
Reformulo la pregunta y se la lanzo a una pasajera que se pasea en shorts y zapatos de altísimo tacón por la cubierta de la planta 2: «Si esto ya es una ciudad flotante donde hay de todo, ¿qué necesidad hay de bajar al puerto de Barcelona? ¿O quizá lo innecesario son tantas instalaciones para tener entretenido al personal?».
Demasiadas preguntas.
Me percato de que no está bien mostrarse tan incisiva cuando la tipa me mira como si yo fuese alguien peligrosa (¡una radical!), y solo atino a decir: «O quizá crear necesidades artificiales sea el gran negocio del siglo». Opción incorrecta. De repente me siento rodeada de miradas acusadoras, suspicaces, agresivas, a las que no les gusta mi planteamiento crítico de la vida, que yo les diga que a veces es muy saludable no tener todas las horas llenas con actividades, disponer de tiempo para no hacer nada, para reflexionar. No convenzo a nadie. Todos, al parecer, sufren de horror vacui, de esa enfermedad tan del siglo xxi causada por un miedo atroz al paso del tiempo y a la muerte. «Pero todos acabaremos muriendo en un momento u otro», termino diciendo, con no muy buena pata, la verdad.
La mención de la muerte provoca una respuesta bastante agresiva en una mujer visiblemente operada para mantenerse en una juventud artificial. Entiendo que a ella le afecte en especial el paso del tiempo, que sea incapaz de aceptar su naturaleza humana, pero eso no le da derecho a golpearme con el bolso.
Cambio de estrategia e inquiero: «¿Sabe cuántos litros de aguas fecales vierte el Harmony por persona?».
Se me acerca entonces un miembro del personal de seguridad y me lleva aparte para pedirme que deje de hacer preguntas. Las preguntas inquietan, me dice. Protesto, y él quiere saber para quién trabajo. Para el Institut Català de la Salut, respondo muy digna, aunque alzando algo la voz ante su creciente desconfianza. Y chillo, ya desquiciada, cuando él me insinúa que sospecha que en realidad yo estoy trabajando para la competencia. La competencia, ¿de qué? «Quiere arruinarnos el viaje, ¿verdad?», añade el tipo, que de pronto parece iluminarse y con una simpleza que roza la estulticia, me suelta: «¿No será usted de una organización de esas ecologistas?».
Para entonces, decenas de pasajeros nos rodean desafiantes; también ellos creen que les voy a boicotear el viaje, que voy a echar azúcar en los motores del barco y sal en su café. Algo así. Y yo empiezo a temer por mi integridad física. El miembro del personal de seguridad, que también se huele un botín a bordo del Harmony of the seas, me invita a que abandone la embarcación con la excusa, dice, de que hago que la gente se sienta mal. Total, solo he recordado a los pasajeros que viajar en un crucero tan grande perjudica al planeta, además de ser un atentado contra el buen gusto y la inteligencia de la especie humana.
Ya hemos zarpado. No puedo abandonar el barco, le digo encantada de la vida al de seguridad (he de reconocer que estas pequeñas batallas me dan vidilla). Pero él me sonríe maquiavélico y con una palmada en la espalda me anuncia que mañana a las ocho llegamos a Palma. «Puede quedarse ahí.»
A las ocho de la mañana, abandono el barco con el puño en alto mientras grito consignas ecologistas a los pasajeros.
(¡Continuará!)
Pingback: Low cost a 120 gramos de dióxido de carbono - Revista Rosita