01 Jun

2004 Reptilia, The Strokes

por Javier Avilés

El cuarto está en llamas mientras ella se peina. Es una vieja canción. Estás en una parte extraña de la ciudad, continúa. Pero ya no hay partes en este todo extraño. Ella no se peina y el cuarto no está en llamas. Siempre un cuarto, una habitación desvaída, cuyos detalles son imposibles de vislumbrar. Sus ojos se ajustan con dificultad a la tenue iluminación que parece surgir del suelo. Pero hay una lámpara. Siempre un cuarto, siempre una lámpara, con una pantalla mugrienta por los excrementos de cientos de insectos, que oculta una bombilla amarillenta y el polvo humedecido de mil noches o de una noche sin límites hace tiempo caducada, una noche que persiste monótona o insistentemente. Siempre una habitación de dimensiones cúbicas, las paredes empapeladas con un dibujo que se repite sin fin pared tras pared tras pared; veríamos flores, arabescos y ardillas emparejadas y enroscadas en mutua felación repetida hasta la saciedad si fuésemos capaces de distinguir el decorado, si fueran visibles los contornos de los dibujos ennegrecidos por miles de respiraciones hediondas, alientos saciados de alcohol, tabaco y carne putrefacta, emanaciones de exudaciones acres, restos epiteliales digeridos por millones de ácaros, pelos y escamas lentamente fagocitadas por larvas microscópicas. Flores, arabescos y ardillas en un borroso mejunje orgánico que fluctúa a lo largo de las cuatro paredes sin cesar jamás, a no ser que nuestra vista se encuentre con la puerta y volvamos, después de perdernos en una marea de flores y arabescos y ardillas conspicuas, de nuevo a la puerta y nos detengamos mientras todo el decorado sigue girando a nuestro alrededor a la mortecina luz de la lámpara a pesar de que la iluminación parece surgir del suelo. Ella no se peina y el cuarto que fluctúa no está en llamas. Ella se apoya contra la puerta. Siente en su espalda una vibración sorda. El jadeo mecánico de un motor lejano, la convulsión del ingenio que mantiene el mundo en movimiento, o lo suspende en el tiempo. Pero nos olvidamos del motor y nos quedamos en el cuarto, ese es todo nuestro mundo, el mundo de ella, que no se peina y se apoya contra la madera de la puerta; un mundo de cuatro paredes, una inútil bombilla amarillenta y un suelo de baldosas ennegrecidas por miles de pasos ociosos y desesperanzados que han arrastrado y dispersado por su superficie excrementos y vómitos y sudor y licores violáceos y humores sanguíneos y todo aquello que perdemos, lo que pesa, enfría y oscurece. La bombilla parpadea en el centro del techo pero la luz surge del suelo, la sombra de la lámpara se dibuja en el techo, los ojos tardan en acostumbrarse, se ajustan con dificultad a la contradicción, y apoyada en la puerta, reteniendo la vorágine de las paredes que se acelera, un maelstrom de flores, arabescos y ardillas, busca a su espalda el picaporte con la mano, mira la sombra imposible de la lámpara y descubre las pisadas ensangrentadas esparcidas por todo el techo.

(Fragmento de Un acontecimiento excesivo)

Me echaste de la carretera. La espera ha terminado. Ahora cogeré el control. Ya no te ríes.

No me ahogo lo suficientemente rápido.

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