06 Nov

Tu última llamada

por Adrián Demichelis

No existe amor más grande que regalar un gesto inmortal.

Tengo muchos, miles, millones. Me quedo con el último, casi el último. Podría enumerar como la tabla del dos y con los ojos cerrados (para no llorar) cada uno de tus gestos de protección, valentía, lucha, ética y, sobre todo, amor. Pucha si me enseñaste sin levantar carteles. Sin decir. Solo con detalles. Una especie de estrellita, chiquitita,  con muchas puntas que calan profundo y se enciende en el alma, más o menos así, fueron tus sabidurías.

Podría contar cuando el corazón se me escapaba por la boca, a punto de partirse en dos, y mis lágrimas buscaban tu mirada y mi boca de niño asustado pedía por vos y ahí estabas. Siempre. Estoicamente parada. Disimulando tranquilidad. Soportando esa  procesión que pasa por dentro. Sosteniéndome la mano, acariciando mi frente. Qué lindo era sentir tu mano en mi frente. Hasta que la medicina necesitaba dormirme para frenar ese potro desbocado a un paso de la muerte, que galopeaba en el medio de mi pecho. Siempre a mi lado. Nadie contra mi vieja, ni la muerte. Pensaba antes de cerrar mis ojos.

Podría contar cuando por arte de magia me faltaba la pilcha y “casualidades” de la vida el pantalón que buscaba lo llevaba puesto un “pibe del Marterno”.  Me enseñaste a compartir solo con una frase, “el nene no tenía”. O la mesa larga, un plato para el que viene, de donde sea y con hambre, es uno más de la familia y una milanesa se corta en dos y un abrazo también  es entre dos.  Podría decir que la felicidad era, en los días de lluvia, jugar al gallito ciego en medio de la casa. Todos. Hasta el viejo se prendía, y yo quería ser el más intrépido de mis hermanos y acercarme a vos que tenias los ojos vendados.  Lo más cerquita posible para hacerte cosquillas en la panza. Me encantaba tu carcajada. Tu mano izquierda nunca supo lo que dio la derecha, tenían amnesia  o jamás te gusto echar nada en cara. Pusiste la otra mejilla, te arrodillaste por la oveja perdida. Amaste hasta que dolía. El catecismo entero sin golpearte el pecho, eso me enseñaste.

Pero el último gesto, tu último legado, la enseñanza final, será inmortal, te hace inmortal. Fue cuando en un viaje relámpago pase a visitarte. 300 Kilómetros para verte solo dos horas. Estabas vencida, pero no rendida. Estabas cansada. El puto cáncer te había puesto en la lona. Hablamos en la cama. Fue la última vez que hablamos cara a cara. Corazón a corazón. Esta vez yo sostenía tu mano y acariciaba tu frente. Te dije mil veces que te amaba. Mil otras repetiste que ya lo sabías. Te pedí un esfuerzo más. Me dijiste que ya no te quedaban fuerzas. Era verdad, no podías levantarte de la cama. Después mis hermanos me contaron que un rato antes que yo llegara, pediste que te pusieran linda. Si vos eras mi belleza. Yo idiota y egoísta te pedí una lucha más. Me miraste con los ojos hermosamente derrotados, después de haber entregado todo, y me mentiste un sí. Te besé. Fue mi último beso. Te abracé fuerte, como cuando un pibe sostiene un globo en medio del vendaval.

Siempre los abrazos son de dos. Sentí que me dejabas. Junté en pedacitos a mi familia y mi alma y subí a mi coche. Antes de llegar al semáforo de la esquina del barrio y después  que se me escaparan unas lagrimas, escuché gritos que venían desde la casa. Eran todos los que siempre salen a despedirme cuando me voy. El viejo, mis hermanos, mis sobrinos. Todos gritaban y hacían ademanes para que regresase. Pensé que habíamos olvidado algo (siempre nos olvidamos algo en cada viaje, un cargador, una remera, un adiós), enojado pegué la vuelta  a la manzana y cuando llegué al frente de tu casa, todos abrieron paso para dejarme ver… y ahí estabas de pie, como podías. Vencida pero no rendida. Saliste a saludarme como siempre, como la última vez… qué ovarios, mujer. No me mentiste, peleaste la última batalla tan solo para despedirme…

300 kilómetros de vuelta y una eternidad para llorarte.

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