Corrosión, Cap. 33. El trabajo
Yo apenas podría apuntar que a lo mejor ocurre lo mismo que ha ocurrido siempre. Que algunos —pocos— pueden ganarse la vida con su literatura, pero que a la mayoría de escritores les toca trabajar en algo más. Puede ser un algo dentro del ámbito del libro (traductores, correctores, editores, libreros, empleado en la Biblioteca Ramon d’Alòs – Moner), o un algo más alejado: profesores, operarios, contables, camareros, vigilantes nocturnos de cámping… Supongo que entre todos ellos hay mucha sensación compartida, empezando por la indignación (y necesidad de denuncia) frente a una sociedad, unas políticas culturales, un panorama editorial e incluso algunas personas concretas (corruptas e incompetentes) que obligan al escritor a secuestrar una porción muy relevante de su tiempo para ponerlo al servicio de un empleo regular que asegure unos medios económicos de subsistencia. O la sensación compartida de idealizar esa prosa vigorosa que resultaría si el escritor tuviera a disposición de su vocación todo el tiempo y la frescura mental que atesora. O la siempre entrañable sensación de pensar: ¿por qué otros en mi lugar?
Insisto en que no tengo una opinión formada al respecto. Como mucho podría afirmar que veo cosas. Veo, por ejemplo, que muchos de los que intentan vivir de su escritura se olvidan del fuego lento. También veo que al escritor que alcanza la gloria suele acabar perdiéndose en determinados laberintos de exposición pública —entre los cuales el siempre goloso proyecto para el escritor de postularse como intelectual— que suelen pasar factura a su prosa. A ellos se les van las ganas de escribir y a ti las de leerlos, pero tampoco quiero excederme: creo en la profesionalización del escritor.
Y ahora la anécdota. Efectivamente, necesito dinero (necesitaba dinero). Estoy (estaba) más pelado que una rata, no cubro (cubría) gastos. A lo que debemos sumar que, pese a todas las contradicciones que acabo de exponer, me gustaría convertirme en uno de esos privilegiados que viven de su literatura. Es una locura tener esas expectativas, pues no tengo los contactos ni la prosa para lograrlo… Pero a veces ocurren cosas… Si tuviera una buena historia entre las manos… Quién sabe… Hay algunos premios muy bien dotados… Con eso podría pasar una temporada… “El hombre que ayudó a capturar una banda criminal polaco-argentina, escribe su primera novela desde el hospital…” Esa noticia podría servirme de impulso para promocionar mi manuscrito… Y exactamente eso fue lo que hice. Sabía que había prevista una entrega de un paquete en una biblioteca, lo intercepté y me lo llevé para casa. Dentro encontré droga. Era blanca. La enterré en el parque e hice llegar un mensaje a la organización:
“Tengo lo vuestro. No quiero dinero, solo literatura. Explicadme cómo funciona ese mundo en el que os movéis. Regaladme algunas anécdotas y curiosidades y os devuelvo el paquete. Raúl me cayó muy bien. Que me busque. Si en lugar de retorcerme los dedos, me narra algunas peripecias, le diré dónde está el paquete, que, por cierto, no está ni en mi casa ni en ninguna biblioteca, así que no os equivoquéis de estrategia. Documentación para un libro a cambio del paquete, espero haberme explicado bien. Atentamente, Pepe”