31 Ene

Corrosión, Cap. 37. Rosales

por Dioni Porta

“Se lee como se vive.” “Hacia nuestro carácter acabará tendiendo nuestra actitud lectora.” Hete aquí un par de ejemplos de frasecillas redondeadas que intentan recordar que la lectura no es un simple gesto casual y espontáneo, sino que detrás de la misma se acaba configurando todo un despliegue de predisposiciones que se nutre —cómo si no— de nuestras características personales.

Cada día estoy más y más atraído por esa idea: la ciencia de la lectura. En ese sentido, se habla poco de la importancia de invertir en favor de una cultura lectora que se afiance en las buenas costumbres y hábitos. Del mismo modo que se nos trata de educar en una cultura gastronómica o de la salud, se olvida que la lectura requiere una técnica y un conocimiento para ajustar las circunstancias necesarias para que el ejercicio resulte satisfactorio. En ese marco se encuadraba mi autocrítica por no haber leído Pornografía de Gombrowicz en las condiciones apropiadas y haber acusado al pobre autor polaco de nuestro fracaso compartido.

Algo similar me ha ocurrido recientemente con Solenoide de Mircea Cartarescu, novela de prosa primorosa en la que no lograba avanzar, hasta que he comprendido que se trata de un libro celoso y exigente que no autoriza lecturas improvisadas —menos aun desganadas o protocolarias— sino que reclama máxima concentración, y, a poder ser, nocturnidad, quietud y alevosía. Ofreciéndole el contexto que el libro reclamaba, nuestra relación se ha transformado por completo y para bien.

El carácter es nuestro destino. Somos todo carácter y personalidad, un trazo interno del que no resulta sencillo despegarse y que se apodera de todo: de nuestras relaciones, de nuestras ambiciones, de nuestra lógica como lectores. Asumir eso implica adorar a Rosales, porque existen muy pocos lectores con la contundencia y la claridad de ideas de Rosales.

Para empezar, Rosales es poco menos que un apologista de la literatura. No desde la óptica curativa del arte ni mandangas por el estilo; no desde el sentimentalismo de creer que la literatura nos hará mejores. La tesis de Rosales es mucho más radical: según él la literatura es la última oportunidad que el ser humano tiene para derrocar el sistema capitalista. Derribar o, cuanto menos, controlar matizar y mejorar sistemas político-económicos debería ser el objetivo de cualquier manifestación artística, pero según Rosales, algunas expresiones artísticas, como el cine o la pintura están demasiado fagocitadas por el poder liberal. Las artes escénicas o la música cabría ubicarlas, en un punto intermedio, convirtiéndose de ese modo en una expresión cultural socialdemócrata, pero solo la literatura se situaría en un polo opuesto, convertida en el último bastión socialista, ácrata o, por lo menos, postcapitalista.

Pero esa teoría no es más que la punta del iceberg anecdótica de las creencias de Rosales, para quien su misión en la vida pasa por volcarlo todo en la literatura y lograr arrastrar al máximo de gente posible hacia ese credo. Para lograrlo sostiene que hay que olvidarse del mantra de la educación y concentrarnos más en lo que ocurre después. Demasiada atención en los niños, sus hábitos lectores y su comprensión, que contrasta con el olvido sistemático de los jóvenes y sobre todo de los adultos. Hay que tocar la línea de flotación de los adultos sensibilizados, que comprenda el potencial revolucionario de la lectura, que se adhieran a la idea de que solo la resistencia pacífica del lector puede cuestionar. El día que los padres suelten el telefonillo y agarren de nuevo el libro, lo demás vendrá por sí solo.

Y, por último, para ilustrar qué tipo de persona es Rosales, y por qué se trata de un individuo al que hay que prestar atención cuando habla, referiré una anécdota que creo que por ella misma demuestra la originalidad y el talento de la personalidad de Rosales, así como su fortaleza y su fe en el esfuerzo, la constancia y la disciplina. Los espíritus más desconfiados no darán crédito a lo que van a leer a continuación, pero puedo asegurar que es radicalmente cierto. Lo primero que hace Rosales al despertar es encenderse un cigarrillo. Se sienta en el lateral de la cama e intenta desvelar mentalmente las sinuosidades del día que arranca, mientras inhala y exhala humo con dedicación. Apaga el cigarrillo en el cenicero que tiene encima de la mesa e investido por el suave mareo del tabaco en un cuerpo somnoliento y en ayunas se dispone a empezar. Rutina que no tendría mayor relevancia si no fuera porque desde ese momento y durante el resto de la jornada, el bueno de Rosales ya no volverá a fumar. Él dice que le apetece ese cigarro y que después, durante el resto de horas que permanece despierto, ya no vuelve a apetecerle fumar, que eso es todo y que no hay que buscar otras aristas a su hábito. Pero nosotros sabemos que no es así, que no es solo eso, y que del mismo modo que ciertos espíritus marciales hacen una tabla de estiramientos o ejercicios recién musculares, ese cigarro salvaje es la manera que Rosales tiene de demostrarse y poner a prueba sus virtudes.

Así es Rosales, un tipo capaz de inventarse una trama policiaca, para que yo pudiera inspirarme en la escritura de mi novela.

 

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