03 Oct

Una herida siempre abierta que se llama guerra. La vida de Curzio Malaparte.

 

por Steven Forti 

curzio-malaparteEmpecemos por el nombre: Malaparte. Dígase lo que se quiera, este nombre no deja a uno indiferente. A nadie, más bien. Y Malaparte lo sabía. Efectivamente, su verdadero nombre era otro: Kurt Erich Suckert. Hijo de una italiana y de un alemán, Kurt decidió cambiarse de nombre a mediados de los años veinte. Buscaba algo más italiano para los tiempos del fascio littorio y algo más mediático en una época en que las masas habían hecho ya su ingreso en la historia. De ahí sale Curzio Malaparte con ese guiño provocador a Napoleón. ¡Qué cabrón!, estaréis pensando. Y no os equivocáis. Malaparte fue también eso: cabrón. Junto a un sinfín de otras cosas: listo, genial, dandi, visionario, canalla, chaquetero.

Rewind: donde todo empieza.

Pero paremos un momento antes de adentrarnos en territorio comanche y sigamos con su vida. Malaparte nació en Prato, cerca de Florencia, el 9 de junio de 1898. Los italianos no perdieron nada en Cuba, pero cuatro días antes de su nacimiento el rey Humberto I condecoró con la Gran Cruz del Orden Militar de los Saboya al general Bava Beccaris por haber matado a cañonazos en el centro de Milán a unas cien personas inermes que protestaban por el aumento del precio del pan. A Humberto I dos años después el anarquista Gaetano Bresci le disparó tres balazos y lo dejó K.O. No hace falta preguntarse el porqué. Bueno, esta es otra historia. Volvamos a Malaparte.

Ya en 1913, con tan sólo quince años, estaba militando en el Partido Republicano Italiano. Eran tiempos revueltos, como se suele decir. La guerra había hecho ya su ingreso por la puerta pequeña en la península en 1911 con la expedición colonial en Libia. Un “cajón de arena”, como se la llamó, bajo el control de un decadente Imperio Otomano hasta que en los años Cincuenta encontraron el petróleo. A los italianos ya los habían echado con gusto. Y luego vendría el coronel Gadafi y su libro verde. Una obra maestra. Pero ésta también es otra historia. Volvamos a 1913.

Pues, en los estertores de la belle époque los socialistas estaban liderados por un joven dirigente del ala maximalista, Benito Mussolini, que flirteaba con los sindicalistas revolucionarios pidiendo la revolución. La “Semana Roja” de junio de 1914 fue el cénit de aquel periodo con el país inflamado de protestas y brotes revolucionarios. Mussolini llenaba las plazas y junto a él estaban el anarquista Errico Malatesta, el republicano Pietro Nenni y el sindicalista revolucionario Filippo Corridoni. Todos juntos para tirar abajo un sistema liberal podrido en las entrañas. Malaparte estaba ahí también, jovencito e imberbe en su Prato natal, saltándose por el forro las clases en el renombrado Liceo Classico Cicognini, donde había estudiado unos años antes el poeta-vate Gabriele D’Annunzio. Era aquella a fin de cuentas la plácida turbulencia de la Italia liberal.

Sin embargo, al cabo de pocos días, todo cambia. La guerra entra por la puerta grande. Gavrilo Princip mata al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, los gobernantes europeos se convierten de un día para otro en sonámbulos y, ¡pum!, estalla el mayor conflicto de la historia, al menos hasta aquel entonces. Italia se queda mirando. Los Imperios Centrales la quieren en su bando, así dicen los acuerdos pactados una y otra vez en las últimas décadas. Pero las élites dirigentes italianas se toman su tiempo para decidir, mientras Giolitti y Salandra se ensalzan en una lucha abierta que marcará los años siguientes. Será sólo en mayo de 1915 cuando los italianos entrarán en guerra al lado de Francia e Inglaterra. Mientras tanto, el país estaba envuelto en una lucha descarnada entre neutralistas e intervencionistas. D’Annunzio abandonará entonces los placeres de sus años mozos para convertirse en un duce ante litteram que arenga el pueblo en las plazas abarrotadas, pidiendo el ingreso italiano en la contienda.

Vivir matando, vivir recordando.

curzio2¿Y Malaparte? Kurt Erich Suckert tenía prisa. Mucha prisa. Prisa para vivir. Y, a veces, se vive matando. Le quedaba pequeño el papel de estudiante. Y también el de militante de los republicanos. Así que se sumó a los voluntarios garibaldinos y, de escondidas, cruzó los Alpes para luchar junto al ejército galo. La guerra fue larga, eso ya se sabe. Cuatro años no son la flor de un día, menos aún en aquellas condiciones. Diga lo que diga Guillaume Apollinaire que soñaba de follarse a todo quisqui en las trincheras. Y Malaparte, que en aquellos tiempos aún no pensaba en las mozas, se quedó todo el tiempo entre una trinchera y otra. Regresó a Italia y se enroló en el ejército de la monarquía de los Saboya, luchando en los Alpes y luego, en los últimos meses de guerra, con el cuerpo de expedición italiano en el frente Occidental francés. Bligny. Ese fue el nombre de la gran batalla que recordará hasta el final de sus días. Porque de esto se trata: de la guerra. Esta fue, para Malaparte, una herida que no se pudo cicatrizar, un tatuaje imborrable y un recuerdo constante durante las décadas siguientes.

A finales de los años Treinta, cuando los cañones ya se preparaban para otra matanza mundial, Malaparte le dedicó un largo poema a la batalla de Bligny. No fue esa la única obra literaria de Malaparte en que la guerra tenía un papel relevante. A la derrota de Caporetto de octubre de 1917, cuando los austrohúngaros rompieron la línea de defensa italiana –¡ay!, que bien lo contó Ernest Hemingway en Adiós a las armas sin haberlo ni siquiera vivido– y llegaron a pocos kilómetros de Venecia, dedicó Malaparte su primera novela. El título era una provocación en si mismo: Viva Caporetto! Publicado en 1921, cuando las escuadras fascistas, con el visto bueno de las clases dirigentes liberales, empezaban la destrucción sistemática del poderoso movimiento obrero italiano, el volumen fue retirado inmediatamente de las librerías de la península. Se volvió a publicar dos años más tarde con el título de La rivolta dei santi maledetti, una elección más aceptable para la Italia del primer gobierno Mussolini, que de la experiencia de la guerra y del patriotismo nacionalista hacía su estandarte.

La guerra, otra vez la guerra. Siempre la guerra. O casi. Periodista extremadamente lúcido y capaz, Malaparte fue el corresponsal de Il Corriere della Sera en la Etiopía recién conquistada por las tropas italianas. En 1939 viajó varios meses al interior del país africano, donde la guerrilla financiada por los ingleses impuso una serie de derrotas al ejército de Mussolini. Luego vino la Segunda Guerra Mundial y Malaparte siguió por largas etapas el conflicto para el histórico periódico milanés dirigido por Aldo Borrelli. Desde los Alpes del valle de Aosta a principios de 1940 en la drole de guerra franco-italiana a la Grecia de Metaxas en el invierno siguiente. De los Balcanes invadidos por Hitler y destrozados por la violencia Ustacha en la primavera de 1941 al frente ruso, entre Rumanía y Finlandia, tras el comienzo de la operación Barbarroja. Artículos y más artículos –siempre bien pagados– y varios libros sobre estas experiencias, como Il sole è ciecoe Il Volga nasce in Europa, que recopilan esas corresponsalías.

Experiencias que en los años siguientes Malaparte consiguió plasmar en sus dos novelas de más éxito: Kaputt (1944) y La piel (1949). Dos obras que le dieron fama, más en Francia que en Italia, y que habrían tenido que ser parte de una trilogía: Mamma marcia, publicada tras la muerte del escritor, hubiera debido ser el cierre de este fresco de la Europa destrozada por la guerra. El crítico Luigi Martellini las ha definido acertadamente “una fiction based on facts: cada hecho que se relata es verdadero, pero sufre una transformación a través del arte”. Malaparte utilizó su experiencia en los frentes del segundo conflicto mundial para crear metáforas. Los animales enKaputt, ese “monstruo alegre y cruel” que recorre Europa entre 1940 y 1943. “Ninguna palabra mejor que Kaputt ―vocablo alemán, que literalmente significa “roto, acabado, deshecho, destruido…”— podría dar a entender lo que es ahora Europa, y, por consiguiente, nosotros: un montón de escombros”, explica Malaparte en la prefacio del libro. La piel –cuyo título hubiera debido ser La peste, pero Malaparte lo cambió por la publicación del homónimo libro de Albert Camus– es la piel de Italia, durante la liberación por parte de los aliados, a cuyos ejércitos acompañó como oficial de enlace en 1944. Una piel destrozada y quebrada. Europa era y seguía siendo una madre podrida: una mamma marcia. Imágenes que volverían también en dos obras teatrales malapartianas de la siguiente década: También las mujeres han perdido la guerra, estrenada en la Biennale de Venecia en 1954, y El compañero de viaje, obra inédita que volvía otra vez al paisaje destrozado del mezzogiorno italiano en el verano de 1943.

La decadencia del Viejo Continente era un hecho incuestionable a esas alturas por un Malaparte que era hijo de las teorías del ocaso de Occidente de Oswald Spengler y era hermanastro, en un cierto sentido, del teatro de la crueldad de Artaud. Y, ¿cómo no?, del mundo de Céline y de Chateaubriand. A este respecto el crítico Giuseppe Panella habla de la capacidad de Malaparte para transfigurar oníricamente los episodios bélicos en puro horror y, al mismo tiempo, en puro lirismo. Un hecho que explica esa técnica de escritura absolutamente peculiar de  que el mismo Panella define como “provocación estético-poética”.

De la guerra al fascismo, del fascismo al comunismo.

Malaparte tuvo un referente en esa Francia que tanto amó y en la cual vivió dos periodos de su intensa vida: Pierre Drieu La Rochelle. No lo conoció personalmente ni a principios de los años Treinta, cuando se retiró a orillas del Sena para escribir, ni a finales de los años Cuarenta, cuando volvió en la ville lumière con el objetivo frustrado de convertirse en un intelectual de fama mundial.

Como Drieu, Malaparte tuvo una trayectoria zigzagueante entre las dos grandes ideologías del siglo XX. Pero si Drieu –también voluntario en la Gran Guerra– pasó de la simpatía hacia el comunismo y de la frecuentación de los ambientes surrealistas a principios de los años Veinte al colaboracionismo en la París ocupada por la Wermacht, Malaparte hizo el viaje al revés. Al comunismo se convirtió solo en el lecho de muerte. Y siempre a su manera. Pero es también verdad que en los años anteriores había mostrado particular interés por la experiencia soviética. En 1929, como joven director del periódico turinés La Stampa, hizo un viaje a la URSS del primer plan quinquenal, desde donde envió una serie de reportajes, recopilados luego en Intelligenza di Lenin. Al país de los Soviets volvió durante la Segunda Guerra Mundial y luego, rumbo a China, en el que fue su último viaje. Se publicó póstumo Io, in Russia e in Cina, que fue su diario de aquellos meses entre Moscú, Pekín y Chunking. Entre uno y otro viaje, otras tres obras de Malaparte están centradas en el comunismo y el marxismo: Le bonhomme Lénine, publicado en Francia en 1932;Das Kapital, obra teatral estrenada en París en 1949, e Il ballo al Kremlino, novela inacabada, que debía ser una especie de fresco de la “nueva aristocracia marxista”. Y una ambigua relación: la con el entonces secretario general del Partido Comunista Italiano, Palmiro Togliatti, que lo admiraba a pesar de todo y que no consiguió, por la sublevación de otros dirigentes, incorporarlo al PCI en 1944.

Pero hay más cosas. Technique du coup d’État,  publicado en  Francia en 1931, junta en una misma obra el interés por el comunismo y el fascismo. A la vuelta a Italia, en octubre de 1933, tras el éxito de la publicación de la obra que alababa las técnicas de la conquista revolucionaria del poder (in primis Trotsky, pero también Mussolini y Lenin) en la Europa de la posguerra, Malaparte fue detenido y enviado al confinamiento por un año, pero las razones no fueron su militancia antifascista –versión que intentó vender a tutiplén tras la caída de Mussolini– y tenían que ver con las relaciones de poder internas del fascismo italiano y la enemistad del jerarca Italo Balbo hacia este “eterno contreras”, como lo definió uno de sus biógrafos, Maurizio Serra. Malaparte siguió siendo fascista hasta el fin del régimen en julio de 1943. Lo que supo hacer, a veces bien, otras veces de forma chabacana, fue contar otra historia, rescribir su historia, mezclar su vida con muchas leyendas que con el tiempo han conseguido esconder los hechos reales.

Al fascismo, se diga lo que se diga, Malaparte había dedicado gran parte de su vida, viendo en el partido fundado por Mussolini, al cual se afilió en septiembre de 1922, un elemento regenerador de la nación italiana. En los años Veinte fue un destacado representante del fascismo más intransigente, cercano a figuras políticas como la de Roberto Farinacci. No consiguió hacer carrera política ni diplomática, esto también es verdad, pero, gracias a su hiperactivismo y a su talento, supo ocupar un espacio importante en el mundo de la cultura comprometida con la política (y con el poder): en 1923 publicó L’Europa vivente, un ensayo teórico sobre el sindicalismo nacional, y en los años siguientes, antes de ser premiado con la dirección de La Stampa, fue uno de los fundadores, con Mino Maccari y Leo Longanesi, del movimiento Strapaese y, con Massimo Bontempelli, del movimiento Stracittà. Las dos almas del fascismo, aparentemente opuestas y en competición.

curzio-3Malaparte era indudablemente un provocador y, como notó su primer biógrafo, Giordano Bruno Guerri, más que un oportunista era un hombre que “vivía de impresiones y de estados de ánimo” y que estaba “dotado de una completa indiferencia ideológica” que le permitió pasar a lo largo de su vida sin excesivos problemas de una posición a otra en el espectro político. ¿Fue efectivamente indiferencia ideológica? ¿O se trató de una rebeldía inconformista que tanto marcó los intelectuales de entreguerras? En una cosa se puede estar absolutamente de acuerdo con Guerri: Malaparte era una persona que “querría gustar a toda costa a todo el mundo”.

Al principio de este artículo, decíamos que Malaparte fue un sinfín de cosas. Es cierto. Algo lo hemos apuntado aquí arriba, para otras cosas no ha habido tiempo. A ver: un escritor visionario, un modesto taquígrafo del poder, un mujeriego empedernido, un hombre solitario, un arriesgado reportero de guerra, un acomodado burgués amante del lujo, un súper fascista, un admirador de Mao Tze Tung. Todo y su contrario. ¿Algo más? Sin duda. Basta con leer la excelente biografía que le dedicó recientemente Maurizio Serra, Malaparte. Vidas y leyendas, para buscar y encontrar otras definiciones de un hombre sin duda extraordinario.

Nos queda una cosa antes de cerrar esta pieza: cómo y cuándo murió Malaparte. Fue en julio de 1957, más exactamente el día 19, en la clínica Sanatrix de Roma por un cáncer cuyos orígenes se encontraban en el gas mostaza que respiró muy probablemente en la batalla de Bligny. La guerra no lo abandonó nunca. Fue su fiel compañera de viaje durante el siglo breve. Falta un dato: en el lecho de muerte Togliatti le entregó el carnet del PCI. Malaparte lo aceptó y lo escondió debajo del colchón. Este era Malaparte: una vida y muchas leyendas.

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