1987 It’s the End of the World as We Know It (And I Feel Fine), R.E.M.
por Javier Avilés
Te voy a contar un sueño. No empieza con un terremoto. Viví durante muchos años en la misma casa, a cientos de kilómetros de aquí. A veces, antes de dormirme, recorro con la imaginación todas las habitaciones de aquella casa, sobre todo el largo pasillo y creo ser un fantasma que vuelve a aquellas estancias. Pero no están como cuando vivíamos en ella. La casa que recorro es la que abandonamos después de la mudanza, completamente vacía. Conozco aquellas paredes como la palma de mi mano. Voy pasillo arriba y pasillo abajo mientras empiezo a quedarme dormido. Nos llevamos todos los muebles pero en una habitación dejamos un sofá desvencijado, una silla rota, una mesilla inservible y una lámpara vieja que no funcionaba. Lo colocamos todo como si aquellos trastos pudiesen usarse, como el diorama de una vida pasada y gastada situado en el centro de una casa vacía. Los muebles están en una habitación interior con una única ventana. Sé que estoy dormido, que ya estoy en el sueño, cuando la ventana se ha convertido en una puerta que da a un jardín cercado por una inmensa zarza imposible de atravesar. Deambulo por el jardín, me acerco a las púas que tienen el tamaño de mi mano, que pueden atravesarme el corazón, que ansían mi sangre. Me alejo de la zarza. Ruido de serpientes arrastrándose y de aviones cruzando el cielo que no puedo ver. Al fondo del jardín hay una especie de invernadero vacío. En una mesa están los miembros de mi antiguo grupo, Jerónimo Bermúdez, Jacobo Balseyro, John Ballantyne, Joaquín María Barrantes, Jacinto Barallobre, Jesualdo Bendaña y José Bastida. Toman té. Les saludo y me sirvo una taza. Escucho sin entender nada de lo que dicen. No se deje atrapar en torres extranjeras.
Corte y queme, regrese. Escúchate a ti mismo. Bloqueo en la uniformación, quema de libros, derramamiento de sangre. Cada motivo se intensifica, el automóvil incinerar. Encienda una vela, encienda un motivo. Baja, baja. Mire su talón aplastado, aplastado. Hay una puerta al fondo que da a una vivienda de varias plantas. Parece que es allí donde nos hemos mudado tras dejar la casa a la que ya no puedo regresar, pues la zarza se ha cerrado hasta las frágiles paredes de cristal del invernadero. Subo al primer piso. Allí, amontonadas en distintas habitaciones están todas nuestras cosas. Más que una mudanza parece que somos refugiados. La nueva casa está toda desvencijada, las paredes rezuman humedad y la pintura cuelga a retazos. El suelo es de tablas de madera desajustadas y medio podridas. No hay una sola puerta. Mi familia se ha acomodado entre nuestras pertenencias. No parecen felices pero si haberse acostumbrado a aquel desastre. Mi mujer dice: la otra noche soñé con cuchillos. Había una división de la deriva continental y las montañas se sentaban en línea. Asiento y digo, no te preocupes, haremos una fiesta de cumpleaños. Continúo investigando. Subo por las escaleras al segundo piso y el escenario es idéntico, solo que no hay nadie en él. Tercer piso. Aquí la cosa cambia. Hay una puerta que no está cerrada y ante ella un gato expectante. Me maúlla y se introduce en las estancias. Le sigo. El piso está amueblado, pero todo parece caduco. No exactamente antiguo. Viejo, desportillado, inservible. No un museo sino un vertedero de trastos primorosamente colocados. Flores marchitas hace años permanecen en jarrones de cristal opaco por el tiempo. Espejos velados por la edad. Sillas carcomidas a punto de derrumbarse y convertirse en nubes de polvo. El gato parece esperarme para conducirme al centro de aquella casa en penumbras. Paso ante puertas que dan a habitaciones con camas cubiertas por sábanas amarillentas y colchas mohosas siguiendo al gato. Entra en lo que parece la sala principal y se sube al alfeizar de una ventana. Me acerco y le cojo entre mis brazos. La ventana da a una oscuridad insondable. Acaricio al gato que ronronea y me siento en una silla de espaldas a la puerta. Distingo entonces a una anciana en una mecedora junto a una mesa redonda y a una mujer que parece tejer algo que ya va apareciendo avejentado entre las agujas. Sigo acariciando al gato cuando siento un revuelo a mis espaldas. Alguien ha entrado en la sala y me agarra por el cuello, ¿qué haces aquí?, me zarandea y despierto. Aterrorizado porque no es la primera vez que sueño con esa familia. Porque no es la primera vez que sueño con ese hombre que me agarra. Porque no es la primera vez que sé las atrocidades a las que me someterá ese hombre a continuación. Es el fin del mundo. Tal y como lo conocemos el mundo no es más que nuestras percepciones subjetivas. Esa casa es la casa en el fin del mundo, el fin de mi mundo. En ella moriré. En ella me matará ese hombre al que jamás veo la cara, al que solo reconozco por sus uñas amarillentas clavándose en mi cuello. Y eso es todo, chaval.