Cap. 25. Escribir una novela
por Dioni Porta
Quizás alguien se quedó con la mosca detrás de la oreja después del fascículo anterior, alguien que a lo mejor se ha seguido preocupando al toparse hoy con este título: “Escribir una novela”. Son palabras que espantan y que pueden sonar a soberana decepción: ¿es el tal Pepe, protagonista de Corrosión, el típico lector que a las primeras de cambio se entrega a la escritura? ¡Traidor! Si todo el mundo hiciera lo propio, ¿quién leería a quién? La literatura desaparecería a consecuencia de la culminación de la muerte del lector, maldito suicida entregado a las fauces sanguinarias del yo, del pensar que él también puede escribir.
Abandoné mi empleo bancario, me divorcié y, cuando estaba a punto de dejarme llevar por la siempre tentadora senda de los errores, entré en una biblioteca y me puse a leer con una persistencia fenomenal. Yo, que siempre había sido un tipo de tibias pasiones, por fin me obsesionaba con algo. Si esa es una bella historia, menos lo es pensar que lejos de mantener la firmeza en mi rol, era un nuevo ejemplo de lector que acaba convirtiéndose en proyecto de escritor, inundándonos con sus palabras amateurs, en lugar de dedicarse a lo que le correspondería: leer. Las nuevas tecnologías y las propias derivadas de una sociedad del ego empujan a muchísima gente a escribir, cuando lo que tendrían que hacer es leer, dicta el primer mandamiento literario. No dejan de repetirlo autores, editores, críticos, maestros, acólitos, pero, sobre todo, es un concepto que apasiona a los recién llegados, los que ya están dentro, deseosos que tras ellos se cierren esas fronteras por las que no dejan de colarse cada vez más y más diletantes.
Adoraba leer, pero más todavía llevar la contraria, así que tomar consciencia de que todo el panorama literario estaba de acuerdo en que yo no debía escribir, no me empujaba a otra cosa que a desear hacerlo. Entendía sus razones, la teoría tenía bastante lógica, pero me parecía un error que se concentraran tantas energías en una fruslería así. La gente está dejando de leer porque prefiere ocupar el tiempo con otro tipo de actividades más cómodas: el móvil, la tele, las series, internet, Twitter… ¿Qué puede tener de malo que la gente escriba? La respuesta tipo a esta cuestión es que el problema no radica en que la gente escriba, sino que todos esos aficionados intenten publicar: ruido apilándose en los despachos de las editoriales. Además, se publica demasiado: más ruido.
Sobre ese asunto tuvimos una feliz discusión con Pere-Lluís. Él defendía que, en efecto, se publicaba demasiado, idea que me resultaba incómoda, pero la inteligencia de Pere-Lluís contextualizó perfectamente la situación. Tiempos atrás, pocos eran los privilegiados que podían acceder a una formación y una educación que les permitiera escribir; ahora en cambio son muchos los que escriben, porque —afortunadamente— la educación se ha extendido a un tanto por ciento de la población superior. Lo cual, en opinión de Pere-Lluís, no desmerecía que tanto entonces como ahora, hay unos pocos genios cuya literatura marca unas diferencias con el resto. Hasta ahí, todo bien, pero eran necesarios filtros. En mi opinión, por el contrario, sí escribía mucha gente y aunque siempre hay literaturas más talentosas que otras, las diferencias se habían estrechado, no quedando completamente justificada la brecha que hoy en día se nos pretende vender. Hay muchas personas que escriben fantásticamente, pero nos toca tragarnos novela tras novela de unos cuantos elegidos, entre otras cosas porque el mercado necesita de verticalidad. Pero que nadie se espante, ahora no es momento de hablar de ello, quizás me explique más adelante.
Y ¿cuál era la historia sobre la que pretendía escribir? Mi historia con esos mafiosos, que por cierto, se encontraba en un punto muerto. Llevábamos dos meses sin ningún contacto, así que decidí imprimir un poco más de carácter a la situación para evitar que ésta se me acabara derritiendo entre los dedos. Y lo hice encerrándome día tras día en distintas bibliotecas —entre las cuales querría destacar la Biblioteca Sofía Barat, que por alguna razón era la que me resultaba más inspiradora— y empecé a escribir toda esta historia. Había mentido, pues no me había ido de vacaciones durante el verano, sino que me había dedicado a escribir.
Una vez finalizado un primer manuscrito de la misma, lo imprimí y lo entregué en el buzón del cabecilla mafioso, acompañando el documento de la siguiente nota:
“Y ahora, ¿qué? ¿Hacia dónde quieres que empujemos esta historia? No te pido que te olvides de tu negocio, pero sí que pienses un poco en mis futuros lectores…”