Corrosión, Cap 27. Raúl
por Dioni Porta
Mi consejo es el siguiente: si alguna vez os encontráis por la calle con un amable individuo de nombre Raúl que os invita a dar un suave paseo por las calles de la ciudad, declinad la oferta antes de que sea demasiado tarde. En mi caso se trataba de un Raúl argentino, con barba mesiánica, boina de fieltro y chaleco multibolsillos beige, pero entiendo que es una enseñanza extrapolable a todos los Raúles.
Los acontecimientos se inician de un modo que no puede ser más inocente, cuando el Raúl de turno te propone acompañarle a una biblioteca cercana, y como la escena de dos desconocidos caminando hacia una caja de libros desprende un ideal de camaradería y vigor civil que te acaricia el alma, no tardas en entregarte a ella sin reservas. El verbo de Raúl te encandila, porque los asuntos de los que habla son tan universales —los pecios como patrimonio cultural subacuático, las fluctuaciones en el precio de la soja o que las cucarachas sobrevivirán a la especie humana y al resto de mamíferos— que sirven para limpiar de un plumazo toda tentación mental de regocijarse en la siempre rotunda y asfixiante realidad. A mí toda esa distancia respecto a lo inmediato y lo cercano me venía de maravilla, pues aquello que podríamos denominar como mi proceso personal, era, en parte, un intento de trascender una realidad para la que me había manifestado muy poco dotado, como demostraba la reducción de mi persona al gris avatar de empleado de banca —tan desmotivado como resignado— que espera con melancolía a que su exmujer se vuelva a enamorar de él, con el agravante de que ni en mi actitud ni en mis actos se podía reconocer ninguna naturaleza de esfuerzo ni talento para que así fuera.
Pero nada es lo que parece. Raúl siempre te conoce. Recomiendo no perder el tiempo en determinar porque Raúl sabe; quizás es tan sencillo como asumir que toda la información sobre nosotros está a la vista, y que apenas se necesita un poco de capacidad de observación para que ésta sea revelada. En mi caso, y una vez templada esa sensación de desafío digestivo que me oprimía la garganta, una vez dominado el súbito pánico que empecé a sentir cuando noté que al salir de la Biblioteca Joan Maragall de Sant Gervasi Raúl me pasaba el brazo por detrás de los hombros, conminándome a acompañarle a la siguiente etapa de nuestra deriva —la Biblioteca Vallcarca i els Penitents – M. Antonieta Coll—, una vez desapareció, pues, esa sensación de extrañeza que me apelmazó durante algunos minutos, opté por dejarme penetrar por la situación y entonces, como por arte de magia, Raúl El Universal, empezó a camelárseme a través de la escritura. Resultaba que mi Raúl también era un experto literario, con reflexiones de lo más especializadas. Hay quien se toma la literatura como solución por la simple razón de que es cierto que la literatura es el reducto final, me dijo Raúl, pero ser la desembocadura de algo no es sinónimo de ser su conclusión. Y también me citó a Ponç Puigdevall, que había escrito que la literatura és la por que no ens atrevim a confessar a ningú.
Reflexionar y escribir sobre las razones que nos empujan a la literatura es un asunto tan prometedor como socorrido. Tan apreciado por los autores como soporífero para el lector. He leído demasiado sobre lo que nos empuja a la literatura. No existe escritor que no caiga en la tentación de explicarnos cuál es la razón de ser de su vocación. Algunos lo dicen, otros lo repiten y los hay que son tan inteligentes que saben encriptarlo.
Así hasta que Raúl me recordó que había llegado la hora de despedirnos. Quería saber si había entendido lo que había querido decirme. Asentí. Entonces él levantó las palmas delante de su cara, invitándome a que acercara las mías fraternalmente, y cuando así lo hice, dobló sus tremendas manos —nervudas y gruesísimas— hacia delante y yo no tuve más remedio que doblar mis rodillas contra el suelo. No vale la pena, me dijo, y después retorció mis dedos con tanta fuerza que sentí un par de crujidos. Aquello me dio tanta rabia que cuando Raúl se marchó, empecé a golpear un muro con mis dedos doloridos, hasta que algún alma caritativa me acarició la cabeza y me convenció para que lo dejara correr. Nunca sabré si Raúl existe o si todos tenemos un Raúl en el tejado, ni seguramente importe demasiado saberlo, porque lo ocurrido arrojaba una conclusión muy clara: a partir de entonces ya nada iba a ser igual.