Corrosión, Cap. 34. Palabra, frase, conjunto y párrafo
Mi cofradía bibliotecaria era un clan numeroso, pero los más asiduos, aquellos que, ofendiendo a la propia naturaleza extrovertida del grupo, podríamos denominar como el núcleo duro, éramos el quinteto. Como ocurre con todas las asociaciones temporales de amigos, parecía que nos hubiéramos repartido el territorio, de forma que uno de nosotros era ágrafo, otro adoraba las palabras, un tercero creía en el conjunto del relato o yo mismo, que adoraba las frases. Pero el pedazo más curioso de todos era el de Rosales, para quien la unidad literaria más trascendental era el párrafo.
Nuestro ágrafo estrella era Pere-Lluís, que no había escrito jamás ni media palabra, según juraba y perjuraba sin descanso para defenderse de nuestras recurrentes chanzas, a través de las cuales pretendíamos dibujarle la caricatura de escritor oculto con innumerables novelas guardadas en un cajón. Tal era su grado de conciencia para evitar la escritura, que incluso a la hora de comunicarse por correo electrónico, solía ser sumamente minimalista, temeroso de perpetrar cualquier partícula literaria, aunque fuera involuntariamente. Por supuesto, Pere-Lluís era el mejor lector, pero, parafraseando a Scott Fitzgerald, “eso era todo”.
Luego estaba Toni Vila y su adoración por las palabras. Consideraba la literatura como una suerte de conclusión —en cierto modo intrascendente— derivada de las palabras, que era el centro de la comunicación, engrudo semiótico que afortunadamente podía traducir con fórmulas más vistosas, como, por ejemplo, su famoso eslogan según el cual “creyendo que cada palabra es el centro mismo del relato, así se alcanza la literatura”. Adorando jugar con ellas, descubriéndolas, recuperándolas, reivindicándolas se había convertido en todo un experto léxico y, sí, lo habéis adivinado, también un plasta formidable.
El tercero en discordia, era Tito, a quien enfurecería la propia idea de estos análisis, fruslerías de mentes empequeñecidas, pues para él la literatura no era más que un instrumento para fines superiores. El sentido se conforma en la ideología, que se consolida sobre el conjunto de un texto, jamás en sus partes, razón por la cual todo interés desmesurado por cualquier forma de fragmento del lenguaje, es siempre un intento político de descargarlo de significado. Así era Tito.
Mientras yo era el rey de la frasecilla feliz, de los aforismos, pero como ya he dicho, la perspectiva más original era la de Rosales, que creía ciegamente en los párrafos. El párrafo como unidad máxima de la literatura.
Y ahora la aclaración sobre a qué viene todo esto.Recordaréis que el otro día os mostré la carta que envié a los polacos. No tardaron en responderme de un modo muy cordial, y apenas un par de días después me reencontré con Raúl, que me invitó a acompañarle a la Biblioteca Francesc Candel. Allí me explicó todas las historias y entresijos que les había solicitado. No sabía si sus intenciones eran sanas o si me estaban tendiendo una trampa, pero me estaba haciendo depositario de una información sensacional, que sin duda podría dar un impulso a mi novela.
Por si todo no era suficientemente raro ya, entre aclaración y aclaración, Raúl tomó aire y se presentó como un ferviente admirador del párrafo. “Me gusta la literatura, pero adoro el párrafo”, aseveró, como si la mente de mi amigo Rosales lo hubiera poseído. Primero disfruté del regalo de esa casualidad y de ese extrañamiento, hasta que comprendí lo que tenía delante de mí:
– Rosales… –susurré.
— Hable con él —me respondió Raúl. Tendiéndome la mano y desapareciendo al instante.