12 Jun

Cap. 22. Biblioteca Vapor Vell Sants, El lector

por Dioni Porta

Lo que más me impresionó de convertirme en lector, fue constatar que el lector es alguien que toma decisiones, que es atravesado por un mundo con el que ha elegido relacionarse de una determinada manera, alguien que arriesga, se confunde, se enamora, acierta y se equivoca, alguien que acabará siendo el responsable final del camino escogido. Como lectores nos enfrentamos, pues, a los mismos retos o peligros, las mismas inercias u oportunidades, que en el quehacer vital. Eso no implica que nuestro comportamiento como lectores se asemeje al que tendríamos como individuos, más bien al contrario, pues en nuestra existencia lectora se intuye una voluntad de complementar la vida mundana que queda afuera del libro.

Ahí estaba yo, refregándome con mi descubrimiento, cuando Rosales, uno de mis queridos guardianes bibliotecarios, me puso bajo la pista definitiva: “aquello que distingue leer sin más, de hacerlo como un lector, es la idea de la lectura como experiencia; eso significa jugarte el pellejo, asaltar el orden de prioridades, quitar de allá para poner aquí.”  

Estas reflexiones quedarían circunscritas al ámbito del solipsismo íntimo e intrascendente sino fuera porque, al toparme de morros con un asunto de bastante envergadura, decidí empoderar a mi yo lector frente a aquello que hasta entonces venía identificando como mi persona. De repente, aquel tipo más bien pusilánime, contemplativo, exempleado de banca, hombre divorciado que nunca llegó a saber las verdaderas razones de la separación, tipo discreto, callado,  respetuoso -en el mal sentido de la palabra-, dejaba al mando de las operaciones a mi avatar lector. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo era yo como lector? ¿Cómo había forjado ese carácter? ¿De dónde había sacado los recursos personales para desarrollarme en esa dirección?

Todo empezó aquel día en el que me encontré un mapa dentro de un libro de Gombrowicz, luego vino una trama repleta de mapas y notas, sobre la que esa gente me aclaró que tenía que dejar de meter mis narices donde no debía, amenaza y chantaje que parecían sellar mi relación con ese asunto, hasta que me encontré la siguiente nota: “Morirse de ganas de entrar hasta que comprendes que no puedes salir. Bien regresado.” Esto, naturalmente, no es más que el contorno de una historia ante la que había decidido empoderar a mi yo lector. El Pepe más tradicional (me llamo Pepe, como el protagonista de Ferdydurke) no hubiera dudado en tomar una distancia proverbial hacia esa movida, comenzando por no consultar nunca más ningún libro de Gombrowicz de ninguna biblioteca pública, pero mi yo lector era un espíritu empujado por la sensación de haber llegado tarde, un individuo –mi yo lector– con el secreto anhelo de ejecutar actos heroicos que sirvieran parar acelerar los tiempos a su alrededor.

Así que lo que hice fue responder a su nota: “¿Muriéndoos de ganas de que yo salga para poder entrar vosotros? Bien intentado.” Emplazándoles también a responderme según la tradición de las notas estratégicamente depositadas en tal ejemplar de cual biblioteca, pero animándoles a elegir a otro autor para nuestros diálogos, pues a Gombrowicz se los dejaba para sus negocios. En mi nota les propuse Laszlo Krasznahorkai y en lo referente al lugar, primero pensé en la Biblioteca Vapor Vell de Sants, pero al final acabé eligiendo otra. Un acto, el de mi nota, que certificaba la decisión de ponerme en manos de mi lector, en parte por todo el cansancio que llevaba acumulado contra mi persona, pero también porque éste me había demostrado cosas. Empezando por la idea de que como lectores podemos alcanzar aquellas experiencias que nuestras limitaciones para intervenir en la realidad, nos niegan.

 

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