el vaciado del cráneo
por Sebastià Jovani
En 1927 Antonin Artaud empieza a tener una intuición nada cartesiana, a pesar de que para él resulta igualmente clara y distinta. Su vida está siendo paulatinamente expurgada de su cuerpo. La sustancia vital de ese amasijo de carne, tejidos y huesos está siendo drenada en favor de un trasunto de existencia carente de sentido. Llámesele al motor de este drenaje sociedad, ciencia médica o incluso una determinada postulación del hecho artístico. El nombre aquí no es importante. Lo importante es la sintomatología, que para Artaud resulta evidente, explícita y dolorosa. Un conglomerado de padecimientos que parecen destinados a sustituir a un Artaud por otro menos esencial, desposeído de su singularidad y al mismo tiempo de su conexión con el fondo y la forma del mundo.
En un fragmento de El Pesa-Nervios, escrito ese mismo año 1927, Artaud describe la letanía de esos síntomas:
«Bajo esta costra de hueso y piel, que es mi cabeza, hay una constancia de angustias, no como un punto moral, como los razonamientos de una naturaleza imbécilmente puntillosa, o habitada por un germen de inquietudes dirigidas a su altura, sino como una decantación en el interior, como la desposesión de mi sustancia vital, como la pérdida física y esencial (quiero decir pérdida de la esencia) de un sentido.»[1]
De manera casi simultánea a la detección de esta forma de desposesión, de esta usurpación del sentido en los confines de su cerebro, Artaud parece localizar un pharmakon a su dolencia. No lo describe así de forma explícita, pero resulta tentador establecer una correlación entre la sintomatología mostrada en El Pesa-Nervios y esta forma de cura algo brumosa (e incluso peligrosa) que cree entrever en el cine:
«Esta especie de potencia virtual de las imágenes busca en el fondo del espíritu posibilidades no utilizadas hasta ese momento. El cine es esencialmente revelador de toda una forma de vida oculta con la que nos pone directamente en relación (…) está hecho sobre todo para expresar las cosas del pensamiento, el interior de la conciencia y, ciertamente, no por el juego de las imágenes, sino por algo más imponderable que nos restituye con su materia directa, sin interposiciones ni representaciones.»[2]
Hay por un lado la acuciante sintomatología de una pérdida, de una irreversible erosión de lo que Bergson llamaría el élan vital en el encuadre cada vez más rígido y enjuto de la existencia. Por otro lado Artaud cree haber encontrado en el cine la fórmula para una poderosa movilización del pensamiento y del espíritu. Frente a la usurpación vital a la que se siente sometido, el cine le proporciona la emergente posibilidad de un emponderamiento de ciertas fuerzas ocultas, latentes. Una salida que es al mismo tiempo una vía de rescate. Vaciado el cráneo, el pensamiento sobrevive en las profundidades de un mecanismo periférico sin representación que sin embargo parece capaz de tensar y fortalecer el sentido de las cosas a un nivel potencial mucho mayor de lo que esa fisiología del yo en vías de desahucio era capaz siquiera de imaginar.
Las notas de Artaud concernientes a esta especie de resarcimiento vital resultan pertinentes por cuanto denotan que el problema expuesto no es un asunto estrictamente cinematográfico, sino una cuestión del pensamiento y de los espacios en los que éste se despliega. Y de que, a pesar de todo, existe una ligazón muy intensa entre una cosa y la otra. Lo que Artaud dibuja es un cierto diagrama de cohabitación entre un determinado tipo de imaginario fílmico y el territorio en el que se dirime la salud o bien la enfermedad de lo humano. Se trata por lo tanto de una cuestión amplia que sirve, a modo de preámbulo, para clarificar que todo cuanto suceda en este texto no va a suponer una aproximación a lo cinematográfico como proyección exterior de lo que acontece en el pensamiento, sino como una parte de ese pensamiento en lo que tiene de proyección hacia su propio exterior. Artaud lo expresa muy claramente: el cine no representa el pensamiento, el cine es pensamiento. Es una modulación de algo extraño y vasto que podríamos llamar de forma muy suscinta la mente.
Entiéndase aquí que la mente no pertenece al cerebro, ni a los muros de contención del mismo que forman ese cráneo cada vez más vacío, cada vez más decantado. La mente es el proceso por el cuál se libera el sentido de las cosas que pasan, y eso supone que la mente no es un tema psicológico, fisiológico ni espiritual. Es un tema ecológico. Es un ecosistema procesual que alberga nervios, fibras, tejidos, pero también cuerpos, materias y conglomerados de instituciones humanas, animales y vegetales. En ese ecosistema existe una resonancia y una afectación mutua de sus elementos. Algunas de estas resonancias son pueriles, rutinarias, y se limitan a perpetuar un cierto desarrollo del circuito. Otras en cambio expresan una alteración significativa, la irrupción de algo perturbador cuyos efectos pueden ser catastróficos[3]. Interpelar algunas de estas alteraciones supone interpelar una posibilidad de catástrofe generalizada del sistema. Resulta pues muy complicado tratar lo cinematográfico en su detalle perturbador sin atravesar la totalidad de aquello que contribuye a perturbar.
Es por este motivo que lo que aquí sucede es tratado como una ecología fílmica. O dicho de otra manera, un análisis ecológico de como lo fílmico afecta la sostenibilidad del contexto en el que irrumpe. Y de aquí sí es factible entonces proceder a la casuística particular, a esos pliegues específicos etiquetados como política, sociedad o cultura. No deberá sorprender que en lo sucesivo se muestren prolíficas intersecciones entre lo fílmico y, por ejemplo, lo político sin recurrir al campo tradicional en el que dichas intersecciones han sido ejemplificadas. No se trata aquí de recorrer las formas en las que el cine ha sido vehículo para la representación de la tensión y la problemática política accediendo a esa etiqueta de cine político con el que se ha pretendido denunciar determinadas situaciones por medio de historias que reproducen, documental o ficticiamente, esas fracturas, entendidas como objetos que perviven en un espacio real distinto al espacio de las imágenes fílmicas. El procedimiento aquí es distinto. Lo que se quiere dar al lector no es la taxonomía de la imagen cinematográfica como campo representacional de ciertas realidades, sino una ecología transversal de esas realidades en las que lo fílmico pertenece al mismo campo de efectuaciones que otras prácticas consideradas de común como “más reales” por el hecho de que inciden en cuerpos o conglomerados de cuerpos tangibles: el espacio público, la biopolítica, etc. De alguna forma la intromisión plenamente justificada de la problemática cognitiva en el marco de las relaciones sociales y políticas propias del capitalismo abrió la veda para la asunción de ciertos pliegues intangibles en el marco de las cuestiones y las transgresiones políticas, económicas y sociales desplegando un espacio de procesos y afectaciones que, si bien no tenía la materialidad explícita de la fuerza de trabajo tradicional y su consiguiente explotación, sí revelaba formas parejas de dominio y de rebelión ante dicho dominio. De la misma forma que generaba circuitos de reflexión y prácticas conceptuales de poderoso alcance en determinadas necesidades de emponderamiento. La mente tiene sus razones intangibles, liminares, que se vierten y diseminan en espacios no acotados por la urbanización de los cerebros y la domesticación de los cuerpos. Esta mente, que como la mente torturada de Artaud se propaga y se expresa en intervalos periféricos a sí misma (aún y cuando en ello pretende sublevar sus más profundas interioridades), tiene en lo fílmico una sus más viables situaciones de potencialidad.
Hay pues que empezar a abandonar la idea de un cine cuya capacidad de incidencia en la realidad provenga de su condición de dispositivo subalterno de representación y muestreo respecto a diversos campos sectoriales de la reflexión crítica (cine político o politizado, cine de denuncia, cine panfletario incluso) y abrazar en cambio la idea de que el cine en su propia realidad procesual participa directamente de esas reflexiones y esas prácticas críticas. No por lo que en él se proyecta, sino por lo que él mismo despliega y conecta al resto de interficies de la realidad. Dicho de forma rotunda y grosera: el cine és un elemento generativo y operacional más de la ecología de lo real.
La idea que subyace de forma algo precipitada a todo esto puede resumirse en algunas apreciaciones quizás sobrecargadas de factor provocativo, cuanto menos si uno se contenta con tomarlas al vuelo en esta primera forma de disparo cerebral a discreción. Apreciaciones del tipo: un filme de Chris Marker resulta un operativo de mayor alcance político que una película de Costa-Gavras. O que una película de Leos Carax ofrece más puntos de interconexión y catalización del cuerpo social y sus transformaciones que un tratado documental al uso concebido en las calderas de un Think Tank. Y no sólo eso, sino que esas efectuaciones pasan y circulan a través de espacios continguos, contribuyendo a la catástrofe sistémica de una forma enteramente real, y no simplemente metafórica o simbólica.
[1] Artaud, A: El Pesa-Nervios, Ed. Alberto Corazón, Madrid, 1976
[2] Artaud, A: Brujería y cine, en El cine, Madrid, Alianza Editorial, 1973, p. 14
[3] Nos servimos aquí de una apropación de la catástrofe alimentada en parte por la noción de la misma proporcionada por René Thom y otros, en relación a la capacidad morfogenética que presenta un sistema dinámico para sufrir alteraciones y discontinuidades que son en sí mismas el motor de un desarrollo ulterior de ese sistema. Dicha catástrofe no pone en peligro el entorno en el que surge, sino tan sólo el equilibrio del mismo.