Corrosión, Cap. 38. Escritor
por Dioni Porta
Soy un juntaletras. Un exempleado de banca en paro que desde hace un par de años se dedica a juntar letras. Pero de veras que no sé lo que soy. A veces me siento escritor. No siempre. Otras veces no me siento nada. Ni siquiera lector. Ni siquiera persona. Lo que contrasta con esas ocasiones en las que soy escritor. Un escritor en mayúsculas. No es algo constante, pero tengo muy bien identificado cuándo va a ocurrir. No son sensaciones que surjan de la nada, pues como si de un fenómeno natural causa-efecto se tratara, esos momentos de alucinación en los que me siento escritor son la respuesta a una determinada desmesura de la soledad y la fiebre mental. A menudo no soy nada, no puedo ser menos, y la conciencia me habla con una crudeza y una atemporalidad que me fragmenta y entrecorta hasta convertirme en polvo. Muchos sabrán a lo que me refiero: una comprensión de la propia insignificancia que te deja sin halo, que te raja el alma como el cuchillo de la cebolla sobre un fresón. Te preguntas que para qué algo y te respondes que no hay respuesta. Antes, soportaba esos trances como cualquier otro individuo: con pasividad y tratando de obtener un poco de clemencia ofreciendo a cambio un pequeño ritual autodestructivo. Pero hará un par de años, en uno de esos instantes de oscuridad, empecé a escribir. Desconocía que la crudeza extrema pudiera derivar en una fuerza mental inusitada y delirante, pero doy fe de que así es. Con la escarcha fría y húmeda de la nada sobre el espíritu, te sientes investido por la excepcionalidad de poder testimoniar ese desconsuelo lúcido en el que pacías hace apenas unos instantes. A menudo tomas el bolígrafo entre los dedos y lo que ocurre es suave e intrascendente, mientras que otras veces la mano empieza a moverse, como si fuera otro quien lo hiciera girar por ti Algo que en mi caso se construye a partir de pensamientos como el siguiente: Soy un autor divino, tocado por el espíritu crujiente de la literatura y de la poesía del desacuerdo constante y permanente, alguien que se inflige un daño irreparable que desaparece con las mismas prisas tontas con las que ha llegado. Feroz violencia que sientes en tu interior y que todavía te parece más salvaje cuando la trasladas a una escritura que existe a la vez de no existir. Ese es el fuego: ser escritor es eso, la llama de esa opulencia íntima en la que te dedicas a reconstruir una realidad a imagen y semejanza del delirio de la incomprensión. Luego está esa anomalía humana de depender de la opinión de los otros. De sentirnos lo que los demás deciden que hemos de sentirnos en base a determinados códigos y sus correspondientes prejuicios. Quién es escritor y quién no lo es. Asuntos como el de la publicación o el de la propia escritura: ¿de verdad queremos vivir en un mundo en el que la categoría de escritos (poeta, lo que sea…) queda reservada para quien culmina un manuscrito y lo envía a imprenta? Empezando por preguntarnos: ¿cuándo dejamos de sorprendernos ante esa locura que es un libro, cualquier libro? Pero no quiero perder el hilo, porque lo que me interesa es recordar: ¿por qué alguien debe decidir por nosotros lo que somos, nuestro género, nuestra identidad, si somos escritores o no? Yo prefiero pensar que escritor es todo aquel que se viste como un escritor. Lo demás forma parte del circo. También de esa visión dulcificada de la literatura. Todo eso cuando estoy escribiendo como un loco, investido de literatura, poco antes de volver a desplomarme, de perder esta energía que extraña que me convierte en un bicho raro y escribiente.