04 Feb

Desde la caja de libros LXX

por @librosfera

LA BIBLIOTECA DE… JOAN TODÓ

Con todos los respetos, señora bibliotecaria: se acabó. No se lo tome como algo personal, al contrario. Su presencia aquí ha endulzado bastante mis visitas: siempre tan servicial, tan silenciosa, siempre con una recomendación a punto. Lamentaré no volver a ver su sonrisa, se lo digo en serio. Pero es que ya no puedo más. No lo puedo soportar. Esto ha llegado a un nivel insostenible.

Yo, supongo que ya lo sabe, soy un hombre de gustos sencillos. No bebo, no fumo, no como demasiado. No me arrepiento de nada; soy, también, un hombre solitario. No me gusta la gente. Muchos de mis compañeros de trabajo, al terminar, van directos al bar y allí pasan la tarde; otros se apoltronan delante de la caja tonta. Yo, no. Yo hasta ahora venía aquí, y pasaba la tarde leyendo, primero la prensa, después algún libro… ¿Qué le voy a contar?

¡Son tantos años! Me acostumbré poco después de que la inaugurasen. Un poco por curiosidad, un poco por aburrimiento. Ahora puedo decir que los mejores momentos de mi vida los he pasado en una biblioteca. ¡Quién me lo iba a decir! Lo primero que me atrapó fueron los periódicos. Entraba, cogía uno, lo leía, lo devolvía a su sitio, cogía el de al lado… La afición no duró demasiado, aunque a lo largo de estos años no he dejado nunca de echarles un vistazo; pero, en el fondo, siempre son lo mismo. Y no me extraña: ¿cómo van a encontrar cada día material para llenar cincuenta páginas?

Así llegó el día que me fijé en las revistas. Tengo que felicitarla: la infausta prensa rosa, que llena el quiosco del pueblo, tiene aquí una presencia bien discreta, junto a todo tipo de publicaciones sobre política, economía, música, costura, cine, motor, arte, animales, historia… ¡Ah, la Historia! Usted lo sabe de sobras: la Historia es mi debilidad. Y puede que lo descubriera aquí. No en el colegio, que a duras penas nos enseñaban la lista de los reyes godos. Y eso es lo de menos, que en casa éramos pobres y ni pensar en ir a la universidad.

¿Se acuerda? Usted era muy joven. Al principio no le decía nada. Pero un día me decidí y le pregunté si tenían libros de historia. Cuando, siguiendo sus indicaciones, me encontré delante de aquel muro de libros, no me lo podía creer. Me parecía imposible. Cogí un librito muy fino, lo recuerdo muy bien: Apología de la historia, de Marc Bloch. Lo he releído a menudo. Y continué hurgando en aquella sección; cada libro me llevaba a otro libro que también había que leer, y este a diez libros que había que leer, como si cada vez hubiera más cosas que yo no había leído.

¡Qué días tan felices! ¿Se acuerda? En la biblioteca solo estábamos usted y yo, y sólo se oía el roce de las páginas. Es verdad que aparecían niños que venían a hacer los deberes (es un decir), pero solo a temporadas. En aquel momento me molestaban, pero he acabado añorando el ruido que hacían, tan solo un leve murmullo en comparación con lo que ha venido después. En verano era maravilloso: no venía nadie.

El primer presagio del final fue la sección de discos. Ahora ya hace años que está, y al principio parecía inocente: un pequeño mueble con algunos compactos de música clásica. Pero me extrañó que estuviera. Y a pesar de eso no me di cuenta de cómo llegaban más, de cómo la sección iba creciendo. No me di cuenta, de lo que pasaba, hasta que no pusieron deuvedés. Porque de repente empezó a venir gente. Entraban, daban una vuelta, se llevaban una película o dos para el fin de semana. Eso es lo de menos; pero eran tantos que siempre se encontraban con algún conocido y se paraban a charlar un rato. ¡Maldita sea! Ya podía pedir silencio, ya; aquello parecía un mercadillo.

Pero lo que me ha hecho decidirme ha sido el anuncio de un club de lectura. Por lo que tengo entendido, vendrán y harán tertulia sobre un libro. ¡Tertulia! ¿Es que no hay suficiente? ¿Qué será lo siguiente? ¿Servir bebidas? A ver si me entiende: yo venía aquí a leer, a estar solo, a no ver gente. No digo que sea culpa suya, señora bibliotecaria, seguro que a usted le exigen este despropósito. Pero, si quisiera encontrar gente, me iría al bar.

Y no descarto ir. Al paso que vamos, ¡allí no quedará nadie!

***

Este texto, titulado “Una carta”, forma parte de la antología “De capçalera: noves històries entre escriptors catalans i les biblioteques públiques.” El programa De capçalera empareja autores con sus bibliotecas públicas de cabecera, y en los textos de esta recopilación los autores exploran, desde la autobiografía hasta la ficción, el papel de la biblioteca pública en sus vidas.

La traducción es mía, con la autorización del autor.