2006 Shoot The Runner, Kasabian
por Javier Avilés
El periodista hojea rápidamente el cuaderno, tiene una cita hoy mismo con El Hombre y tiene que devolverlo. El tiempo se acaba. “El Tiempo se acaba”. Pasa páginas buscando acaso una revelación. Ya le ha dado mil vueltas y sabe que no encontrará. Tiempo, tiempo. Dispara al mensajero. “¿Cuál es la respuesta?”. Apenas entiende la letra enrevesada, las frases que acaban inconclusas junto a extraños dibujos geométricos. Un triángulo, tres puntos alineados que a veces parecen convertirse en tres rayas y otras formar una letra, un cuadrado cuyos bordes no se cierran, como un marco formado por dos ángulos incapaz de contener los garabatos que se desbordan por toda la página. Números. Cifras que recuerdan coordenadas. Cifras que podrían ser horas. Tiempo, tiempo, tiempo. Algo que el periodista no tiene, algo que ya no puede dilatar más. Intenta detenerse en algún texto, pero la urgencia le impele a continuar. Una sucinta referencia a Led Zeppelin a través de la escena de una película que desconoce. NO Starways to heaven. Notas. Notas. Delirios. Músicos de la Motown: “Todas esas personas que realmente impulsaron la música y que fueron sacrificadas en el altar del mercado blanco, anglosajón y conformista”. Páginas emborronadas. Los dibujos de una mente concentrada en una conversación telefónica. Furia y ruido. Otras más elaboradas. Diagramas con una estructura geométrica especular plagadas de nombres que el periodista no reconoce y que al girar la hoja se convierten en otros nombres, que tampoco identificaría si hubiese tenido la paciencia de comprobar el curioso fenómeno. “Baila, baila, ¿acaso no matan a los caballos?” Estrellas. Cientos de estrellas de cinco puntas entrecruzándose, plagando páginas y páginas. “Dispara al mensajero. Dispara al pianista. Cambiadlo por una pianola. Eliminad a los músicos. Cambiadlos por un programa informático”. Tabulaciones. Borradores de canciones. Canciones de amor. “Todas las cosas vienen y se van”. Canciones de posesión sexual. “Bitch”. Canciones de dolor de muelas. “Soy el Rey”. Canciones de alcohol. “Los reyes vienen y se van”. Canciones de espadas blandidas sobre las cabezas de los reyes y los enemigos. Canciones de desolación y absenta. Canciones de mierda. “El tiempo se acaba y ya no puedo escribirte una triste canción de derrota”. Lee: “¿Huelen las canciones?: A sudor y a vómito. Al regurgitar de cebolla medio digerida. Huelen a tres meses de alquiler sin pagar” Deprisa, deprisa, lee: “¡Qué sublime composición! Se nota que el autor se rascaba los cojones con la mano izquierda mientras apuntaba las notas en el pentagrama!” Deprisa, lee, quieren disparar al mensajero: “¡Qué bonita canción de amor capaz de emocionar al más insensible! Su autor pegó una paliza a su mujer mientras la componía”. Lee, lee, ya no queda tiempo. En el autobús, rumbo a su cita, se fija en la página en la que se puede leer con letras muy grandes “Lanzad la bomba. Acabad con todos” Rodean a las dos frases florituras a bolígrafo que oscurecen la página. Espirales y estrellas y cuadrados y círculos dentro de otros círculos dentro de cuadrados incompletos. De alguna forma todas aquellas líneas forman rostros. Ojos, narices y bocas desbordándose por toda la página. Rostros, cientos de rostros contemplando al periodista, demasiados rostros esperando su respuesta. Llega a su parada y a la última página escrita. “No hay nada más, chaval. Es posible que nunca haya habido nada. Ni antes, ni ahora, ni después”. Blanco, blanco, blanco, hasta el final del cuaderno. Un vacío inmaculado. Como el silencio socarrón que le rodea cuando entra en la sala donde el personaje simula dormir. La escenografía habitual. Suena Kasabian en el equipo de música. El periodista se acerca a la estantería y deja el cuaderno, más o menos en el mismo lugar del que recuerda, o cree recordar, que lo cogió. Del sillón salen ronquidos que parecen una carcajada contenida que preludia un acceso de tos. El hijo del personaje, que abrió la puerta al periodista y le acompañó hasta la sala, le hace señas desde la puerta. —No creo que hoy quiera hablar contigo. — Lo entiendo, — dice el periodista, sin que realmente entienda —, tal vez, aprovechando la ocasión, quieras contarme alguna cosa sobre tu padre. El hijo del personaje rompe a reír y sin dejar de hacerlo abre la puerta de la calle y le indica la salida.
El periodista se detiene en el rellano, contempla las escaleras que descienden en penumbra hacia la calle.
Fade out.