por Xavi Ballester
Después de cuatro horas arrastrando los pies bajo la lluvia, el cojín empieza a resbalar por debajo del chaquetón. Son las diez y veinte, y sigue lloviendo. Una lluvia cada vez más pesada. Podría ajustarse el cinturón, una cinta inútil de plástico negro, pero si lo intenta la ropa puede desgarrarse y entonces sería peor. Sería dramático, definitivo.

El cojín se ha desencajado casi del todo y no hay manera de devolverlo a su lugar. Hace frío y sigue lloviendo. El chaquetón, rojo con una tira de velcro blanca en lugar de botones que apenas engancha, no abriga. Con las manos sujetándose la panza, aprieta el paso hasta encontrar refugio en la entrada de una tienda de animales. Mientras brega con el uniforme, los conejos y los peces de colores lo observan en silencio, en cambio los hámsteres lo ignoran y los loros callan. Intenta engancharse la barba blanca, pero las gotas de lluvia que le resbalan por las mejillas impiden que la cola se adhiera a la piel. Levanta la vista y se topa con los ojos diminutos que lo observan. De pequeña, Carla siempre había querido un perro, quizás porque siempre había sido una niña solitaria; de aquellas que si le preguntabas dónde había estado te contestaba que en ningún sitio. Carla no soportaba ver a los cachorros con las orejas caídas detrás de los aparadores, se arrodillaba ante ellos con las manos abiertas sobre el cristal como pidiéndoles disculpas en nombre del mundo. Es inútil insistir, la barba no se engancha. Leer más →