por Carolina Montoto
Soy la doctora M., especialista en medicina de familia y comunitaria, y he de decir que a veces mi trabajo no es fácil. En concreto, ahora mismo, el fonendo me late con violencia y las gafas se me han resbalado hasta la punta de la nariz. Por pura indignación. ¿Lo he entendido yo mal o el enfermo que tengo delante ha dicho «purria extranjera»?
Enorme desconcierto.
¿Se refiere a algún paciente de los que están esperando fuera de la consulta? ¿Se refiere, más específicamente, a un paciente de nombre impronunciable y dicción no muy esmerada, como cabe esperar de alguien de fuera del país? Desgarro en mi interior entre mi impulso primero (echar a patadas al xenófobo) y mi obligación (atender a patanes como el que se sienta delante de mí con las piernas groseramente abiertas, en una chabacana muestra de su masculinidad). Incomprensión por no entender qué es lo que a ese sujeto le hace adoptar este aire de superioridad, este desprecio, esta mezquindad y esta inhumanidad.
Decido ignorar las palabras del paciente y empezar la exploración física por su vientre. Por el lugar indeterminado donde me ha dicho que le duele.
Aplico mi dedo en ese punto y presiono con fuerza.
–¿Aquí? –le pregunto.
El tipo aúlla y yo presiono aún más. En su historial médico de macho caucásico anoto: «Dolor a la palpación superficial en hipocondrio derecho de origen indeterminado». Lo que en mi cabeza traduzco como «dolor de origen cáustico: mucho trabajo, poco tiempo para pensar. Vida alienada a la estupidez y a la obsesión por ganar dinero. Le falta sentido crítico y valores».
Para averiguar si esto es realmente así, decido estudiarlo en lo que yo llamo la cámara de las disecciones. El macho caucásico me lanza una mirada desconfiada y bizca cuando le anuncio que tendremos que examinar a fondo su hígado, y para convencerlo tengo que echar mano de mi jerga científica y de mi faceta más teatral. Le digo que la cámara es lo último en tecnología médica y que incorpora tomografía computarizada e ingeniería nanorrobótica para extraer muestras sanguíneas, celulares y hormonales. Es muy posible que el tipo no entienda nada, pero asiente, deslumbrado por mi saber. Por mi aparente superioridad intelectual.
En realidad, solo quiero entender qué es lo que lleva a una persona a creerse con una superioridad moral que le permite despreciar a las que no son como él.
Finalmente, el macho caucásico accede a donar su cuerpo serrano a la ciencia. Eso es lo que me dice, de pronto imbuido en una altruista grandeza, la voz casi engolada por la emoción, y ya se está desabrochando los pantalones y mostrándome los calzoncillos cuando le suelto un atronador: «Por favor, aquí no», y lo envío derechito al vestidor.
La cámara de las disecciones es, confieso, el cuarto donde hacemos las ecografías. El hombre se queda decepcionado cuando ve el cuchitril, pero aun así se acuesta en la camilla cuando se lo pido. Para que te relajes, le digo. Y entonces procedo: lo someto a una sesión de hipnosis y gracias a ese estado puedo conocer las vivencias y sensaciones que él alberga y que han acabado conformando su personalidad y su conducta. En las imágenes que él me transmite veo a un hombre frustrado, instintos y deseos reprimidos, debilidad, complejos, ideas preconcebidas, falta de curiosidad y de empatía, falsa información y defensa del territorio. ¿Es posible que la xenofobia pueda explicarse por la ausencia de una educación emocional, más que por la ausencia de una educación en valores?
Cuando el tipo abandona la consulta, casi lo miro con lástima por su supina cretinez, hasta que de pronto me asalta la pregunta de si no me habrá contagiado su creencia en la superioridad moral de alguien, en este caso, la mía.