Grande y rojo
Es grande. Es rojo. Parece
del este porque los hombres del este son
grandes y rojos, al menos los que yo magino. Duerme
despatarrado ocupando todo el banco
del vagón de Metro que nos devuelve a casa. La gente
lo observa, seria, precavida, indignada. ¿Por qué?
Él sigue dormido, ajeno, grande, rojo. Si detienes la mirada
en su piel porosa, el rojo se torna lila, el lila
se cristaliza y el cristal se vuelve papel.
El Metro se detiene, las puertas se abren.
Unos salen, otros entran y lo miran.
El Metro arranca. Ahora ronca.
Al poco empiezan las risas. Alguien
propone despertarlo. Un chica desenfunda
una guitarra y empieza a tocar suave. Unos hombres
con las manos emblanquecidas por el yeso y el rostro tostado por el sol, de pie,
en círculo, no se inmutan. Un viejo atraviesa el muro invisible
que se ha alzado entre los viajeros agolpados y el durmiente,
se le acerca y se inclina hasta casi
rozarle los labios hinchados. Respira, dice.
Alguien silba, alguien silba muy fuerte. Dos chicas negras
ríen. Una de ellas lo fotografía con el móvil y teclea la pantalla.
El hombre del este ronronea, todos callamos. Suena la guitarra.
El hombre del este ronronea, todos callamos. Suena la guitarra.
Se revuelve sobre sí mismo y deja a la vista
el forro blanco de los bolsillos vacíos: “No tengo
nada, sólo tengo mis sueños que sueño
ahora aquí, ante vosotros, donde vosotros
no os atrevéis a soñar”, parece decirnos. Pero nadie
le escucha y el hombre del este sigue durmiendo.
El Metro se detiene de nuevo. La chica guarda la guitarra.
en una funda negra. Transbordo. Unos
bajan, otros suben. El espectáculo
ha terminado, el espectáculo vuelve a empezar.
Es grande. Es rojo. Parece
del este porque los hombres del este son
grandes y rojos.