La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (1a parte)
por Elsa Plaza
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Foto: Carlos Barajas |
por Elsa Plaza
Karlskrona
Amanece en Karlskrona, y a pesar del calor seco y sofocante de la habitación donde paso estos días, sé que afuera hará frío. Los 8 o 9 grados de temperatura, que unos números insistentes señalan sobre la pared de un edificio, indican que el frío no es intenso, pero sé que el viento hará que nosotros, peatones, caminemos ajustándonos cuellos y bufandas. No hay nieve, invierno eran los de antes, me dicen, cuando, para salir de casa teníamos que hacerlo provistos de una pala para hacernos camino. La práctica del verso de Machado: caminante no hay camino, se hacía cotidiano. Silenciosa Karlskrona, de acento lánguido y palabras entrecortadas y suspirosas. Cantan mucho cuando hablan estos suecos de Blekinge, tanto que, el intentar imitar el sonido de sus palabras es un difícil ejercicio de rítmica sincopada y de muecas con los labios. Pronunciar sus vocales para que suenen inteligibles al chófer del autobús, cuando pido un billete hasta Öljersjö, necesita de largo entreno previo. Leer más
Me acostumbro ya a esta Europa que levanta barreras. Hasta hace un año, acceder al tren que recorre el puente de Oresund, que conecta Dinamarca y Suecia, era un hecho sin incidentes a destacar. Consistía en hacer el viaje que nos llevaba desde Copenhagen a Malmö, sin conciencia, casi, de que íbamos a atravesar una frontera entre países. Sólo requería la alerta de no confundirnos y sentarnos en el vagón equivocado, uno de aquellos que se quedan en Kristeanstad; y entonces, quedarnos allí, detenidos en una vía muerta o que nos condujeran de regreso hacia Dinamarca. Aprender que un mismo tren tiene dos destinos diferentes y saber elegir el que nos corresponde, como en la vida misma. Así los ferrocarriles escandinavos repetirían la vida, siempre una elección, y ésta ha de ser la acertada, de otro modo,…nunca se sabe. Pero, desde el año pasado, la policía controla a los pasajeros que suben al tren en la misma estación de Copenhagen. Aunque, en estos últimos años, se iba notando mayor vigilancia. Por ejemplo, en ocasiones, había visto a la policía irrumpir en el vagón, con el tren ya en marcha. Y, con su porte marcial de amargas reminiscencias (tan altos y altas; tan rubios y rubias; tan severos en sus gestos y miradas), pedir documentos y examinar a los pasajeros, comparando fisonomías y fotos de carnets y pasaportes. Sobre todo a los que exhibíamos nuestra evidente pinta no escandinava. Pero, quizá, ¿desde el verano pasado?, ha habido otro cambio, todo el andén Copenhagen- Kasturp está vallado. Vallas metálicas impiden el acceso libre a las puertas del tren ¿Cuál es la empresa, fabricante de vallas para Europa, que se forra con el sembradío de más y más barreras? Junto a ellas, policías, en grupo de cuatro o cinco, son los encargados de dar paso, previo control del que es imposible hurtarse. Recordé un miedo lejano, cuando regresaba desde Francia, a donde íbamos periódicamente a surtirnos de anticonceptivos prohibidos en España, y debía atravesar la frontera de Port Bou. Miedo de que descubrieran mi permiso de residencia vencido…los no españoles a un lado, y allí… despacito, haciéndome invisible, seguir camino disimulando. Entonces, quizás se podía hacer. Hoy sería imposible. Leer más
por Elsa Plaza
por Elsa Plaza
“Fui un día a buscar el hotel donde había muerto Oscar Wilde. Después de perderme, al fin hallé el lugar donde una placa recordaba que allí había vivido sus últimos días el escritor. Al asomarme a su interior, me llamó la atención que en el medio del salón del bar se elevara un árbol que desplegaba su copa desde una abertura del techo. ¿Ya estaría el árbol cuando a Wilde, lleno de deudas y moribundo, le subían una taza de té? ¿O acaso lo que hoy era salón había sido jardín?” (Rojiza penumbra, Elsa Plaza).
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La escalera hacia las habitaciones |
“Las primeras dificultades que tuve se centraron en el arte de llevar la bandeja llena, esquivando mesas y clientes. Pero aprendí algunos trucos de equilibrio y pronto me acostumbré. El trabajo no era desagradable.Al final de la primera jornada y como acto simbólico de apropiación de aquel espacio quise espiar las habitaciones donde había muerto Oscar Wilde. El conserje, un viejo simpático y orgulloso del acontecimiento histórico por el que preguntaba, me indicó el número, diciendo que aprovechara ese mismo día porque no había huéspedes. Subí hasta allí y abrí la puerta. Parece una tontería pero pensé que aún debía de haber quedado algo del espíritu del escritor flotando en el ambiente. Alguna marca de su cuerpo enfermo…Al traspasar el umbral encontré una habitación de hotel idéntica a tantas otras.Empapelada hasta las puertas, como acostumbran a hacer los franceses. Al menos se veía limpia y olía a cera. Quizá, pensé. Debajo de la capa de papel de las paredes todavía hallaba la última visión que tuvo Wilde antes de morir. Pero habían pasado tantos otros. Entonces recordé aquello de la démarche archéologique . Adónde van a parar nuestras visiones cuando ya estamos muertos, superpuestas unas sobre otras como láminas cuyo espesor es el de la vida que vivimos ¿Se fundirían en el aire? Hacía poco, en una de las clases de cine había visto Solaris de Tarkovski. Pensé en aquel mar de memoria que amenazaba a los cosmonautas con sus antiguos recuerdos que se actualizaban sin ningún orden. ¿ Y si me asaltaba de pronto, en aquella habitación, un recuerdo fugaz del escritor, un recuerdo errante en suspenso detrás del papel? Busqué una esquina despegada para verificar el groso de las capas. La encontré detrás del armario. Debajo de ellas hallé restos de pintura muy antiguos. Quizás allí estaba el año 1900, el año que buscaba”. (Rojiza penumbra, pp. 74-75).
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Toulouse Lautrec y Oscar Wilde vistos por Opisso |
“A los diecisiete años le envié mi primer artículo, un estudio sobre Pierre Loti, a Oscar Wilde, que entonces dirigía The Woman’s World y que publicó en su revista. A partir de entonces mantuve correspondencia con él, y en los días de su esplendor fui testimonio de su sensacional entrada en el vernissage de la Grosvenor Gallery, llevando un gran girasol amarillo en la mano y siendo escuchado como a un dios. Pero fue más tarde, en París, que lo vi, luego de su proceso. Entre mis colegas del Daily News había un joven que admiraba y a la vez temía a Oscar Wilde. Huía cuando le veia. Sin embargo, un día me llevó a cenar a un pequeño restaurante donde se reunía un grupo de jóvenes ingleses, y donde me colocaron al lado de Oscar Wilde. Éste no me prestó mucha atención, hasta que de repente miró mi mano derecha. Entonces lanzó una exclamación de sorpresa y, poniendo su mano izquierda al lado de la mía, dijo: “¡Aoh! ¿Acaso no parecen las dos manos de una misma persona? A partir de entonces, durante toda la comida sólo se dirigió a mí. Le recordé que él había sido mi primer editor.
-¿En serio? Dime cómo. Esto me interesa.
-Usted publicó mi estudio sobre Loti.
-Sí, sí. Me acuerdo. ¿Y cuánto te pagué?
-Cuatro guineas.-¿En serio? Dime cómo. Esto me interesa.-Usted publicó mi estudio sobre Loti.-Sí, sí. Me acuerdo. ¿Y cuánto te pagué?-Cuatro guineas.-¡No me agradezcas entonces!, si te pagué cuatro guineas, es que seguramente valía ocho!
Enseguida nos convertimos en grandes amigos. Me llamaba “the good godness”, “la buena diosa”, y él siempre quería verme vestida de verde porque era su color favorito. Sólo una vez hizo alusión a su proceso, refiriéndose a los derechos de paternidad que le habían retirado: “¿Hay en la tierra un delito lo suficientemente grande que merezca como castigo el que un padre no pueda volver a ver a sus hijos?”. Vivía en un humilde cuarto amueblado, en el Hotel d’Alsace, Rue des Beaux Arts. Y él, que había sido el esteta de la aristocracia de Londres, sufría terriblemente esta miseria simbolizaba para él por las terribles flores del papel de pared “estilo modernista” de color chocolate sobre fondo azul.
– Ya ves, querida -dijo-, sostengo un duelo a muerte con mi papel de pared. Uno de nosotros permanecerá allí. Será él o lo haré yo.Y he aquí que fue aquel papel pintado que lo vio convulso, acurrucado por el efecto de la estricnina que había absorbido al intentar evitar su decadencia.Recuerdo una cena con él y Jules Bois, éste se dedicó a hablar largo y tendido sobre el diablo, tanto que asustó a Oscar Wilde. Al día siguiente me escribió: “No me siento bien, mi querida good godness. Bueno, no he dormido. Nunca se debe hablar de “el que no debe ser nombrado, ¡él se venga!”En aquella cena, él le había relatado a Jules Bois esa parábola que luego he reencontrado en otros lugares bajo diferentes formas: “Después de Cristo hubo una vez un hombre que, como él, se sintió llamado para intentar de nuevo la redención de los hombres. También hizo ver a los ciegos, a los sordos oír, a los cojos andar, y resucitó a los muertos. Pero todo el mundo se rió de él, y murió de viejo en la soledad, diciendo: “He perdido mi vida, nunca me tomaron lo suficientemente en serio como para crucificarme”.
Oscar Wilde hablaba a menudo de su madre, Lady Wilde, que vivía en Dublín y que tenía un salón literario al estilo del siglo XVIII, y en el que los más bellos espíritus de Irlanda se daban cita. Allí su madre, presumida intelectual que firmaba Speranza, le obligaba a permanecer en silencio. Así, luego, cuando alguien le cumplimentaba por su arte de gran conversador, Oscar Wilde decía: “Sí, si ahora sé hablar tan bien es porque supe callarme durante mucho tiempo”.
Un día, Oscar Wilde subió al tranvía Montparnasse-Étoile para ir a casa de Alfred Douglas, que por entonces vivía en la Avenue Kleber.Aterrorizado, se dio cuenta de que había olvidado su billetera (¿o tal vez había gastado ya su último centavo?). Lo declara en voz alta, y a renglón seguido pregunta: “¿Hay alguien que tenga la amabilidad de prestarme treinta centavos?” El silencio fue total, a pesar de que el tranvía estaba lleno. Así que Oscar Wilde detuvo el vehículo y se apeó, paró un coche que pasaba, saltó y se instaló triunfal sobre el asiento, saludando irónicamente a los pasajeros, a sabiendas de que el portero de Douglas pagaría al conductor a su llegada. La moraleja, dijo, después de haberme relatado riendo esta historia, es que tenemos más confianza en alguien que toma un coche para sí solo, que en el que se mete en el coche todo el mundo.Gran sibarita, se deleitaba en comparar la cocina francesa y la cocina británica. Le agradaba concurrir a una casa que tenía como especialidad un plato muy común en su país, Silver Side (Costa de Plata), que consiste en un guisado de cordero hervido acompañado de zanahorias, cebollas, nabos, servido con virutas de manteca de ternera. Se hacía anunciar a través de un telegrama porque la elegante clientela era muy numerosa. Un día en el que me llevó allí se pasó toda la tarde triste porque no había más Silver Side…En otra ocasión vio que dentro de una tienda estaba el oculista Stead, el cual perecería en el desastre del Titanic, y me preguntó: “¿Debo ir a saludarle?”. “Por supuesto”, le respondí. Después de una breve conversación, y en un aparte conmigo, me susurró: “Los ojos de este hombre dicen que deberá morir en el agua”. Lo cual los acontecimientos verificarían.Acostumbraba a visitarme siempre entre las cinco y las cinco y media, y como a esa hora tenía por hábito tomar una absenta, caía en una somnolencia clarividente que la ausencia de absenta hacía desaparecer”.
La traducción es mía, para el original en francés ir a ir aquí.
También nos lega la visión de su muerte en la habitación del hotel Alsace en este enlace.
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por Elsa Plaza