19 Jun

La caballerosa deferencia de los sábados por la noche (1a parte)

por Elsa Plaza

(Para Carlos Moreira)
Algo pasó aquella noche que alteró la lógica de todas las convenciones, incluso aquella por la que creemos que el tiempo es unidireccional y que a noviembre le sucederá, inexorablemente, diciembre.
Meses después, cuando quise volver a recordarlo, busqué en mi agenda lo que allí creía haber escrito. Estaba segura que durante todo el mes de diciembre había ido anotando mis citas dejando atrás un largo relato; éste comenzaba en una página correspondiente a los finales de noviembre y acababa en octubre, lo había escrito utilizando las páginas al revés para no estropear los espacios dedicados a los días que vendrían. La agenda estaba olvidada en un cajón junto a otros papeles. La abrí, y en el mes de noviembre no había nada que no fuesen las anotaciones normales. Citas con médicos, con mis amigas, fechas de entrega de trabajos, el día en el que realicé el último viaje con mi ex marido, entrevistas con abogados. Hoy me dispongo a rehacer, con lo que queda en mi memoria, aquella noche.

Leer más

29 May

Pasajer@s clandestin@s

por Elsa Plaza

¡Asombroso!

Espero un tren en el andén de Paseo de Gracia y oigo que desde los altavoces advierten que está prohibido atravesar las vías. Una advertencia que llevo años escuchando distraídamente… pero esta vez me sorprende, aunque quizá ya hace meses que el cambio se produjo y yo no lo había advertido…, desde el altavoz no se refieren a mí, a tod@s l@s que estamos esperando allí el próximo tren, como “señores pasajeros”, sino como “señores clientes “. La poesía del tránsito sustituida por la economía del mercado. Y, de inmediato, recordé la novela de Italo Calvino: Si una noche de invierno un viajero… ¿Debería llamarse, ahora: Si una noche de invierno un cliente? ¿Trataría, entonces, de un iracundo cliente estafado por un mal servicio de telefonía, de suministro de electricidad u otros? No, claro, el cliente ideal es el que gasta y no se queja. ¿Un cliente que compra un billete en Ave, clase preferencial? ¿Un cliente de un prostíbulo en la Jonquera? Siempre masculino, el cliente lo imaginamos comprando servicios, no importa de qué tipo, pero siempre gastando, la mano en el bolsillo, la billetera o la tarjeta de crédito. Siempre, el cliente evoca la inmediatez de una compra. El pasajero, que ha dejado de existir para Renfe (¡Oh, gestores de los servicios públicos que invaden y anulan, con sus planes de eficacia, hasta el espacio de nuestros sueños!) lo anunciaban como un hombre también, pero la libertad adquirida en las últimas décadas nos ha permitido, a las ensoñadoras féminas, aventurarnos en el viaje solitario…Y apenas decían señores pasajeros, ya nos transformábamos en pasajeras y nos dejábamos transportar por la niebla fecunda que envolvía la silueta despedida desde el altavoz. El viaje a lo desconocido comenzaba, valija en mano, no con rueditas -el ruido de éstas, al deslizarse sobre las imperfecciones de la calle, entorpece el hilo del pensamiento que divaga. Una bufanda roja al cuello protege a la pasajera de la humedad de la noche. Porque ella llega a una estación cualquiera, pero siempre de noche, y se dirige hacia una pensión barata, donde nunca estuvo antes. La calle que recorre está iluminada por una luz amarillenta, que llega desde un farol mecido por la brisa nocturna. Las gotas de humedad brillan sobre la acera. La pasajera les dedica un pensamiento, a la semejanza de las gotas de humedad con las gemas de un cristal de roca, donde subsisten y bailan arco iris. Otro pensamiento recorre los brotes que asoman entre las piedras de los muros, que conforman la escenografía donde la pasajera, que acaba de descender de un tren de la Renfe, se desliza para ir en busca de su Historia.

Leer más

03 May

Las tristes pianistas de la línea amarilla

por Elsa Plaza

 Tocan a Chopin, serias, nunca sonríen, con sus pianos eléctricos y el amplificador a un lado. Ahora son dos, que se turnan. Son tan parecidas, aunque hubo una primera con un teclado muy sencillo que ocultaba, con su sonido de plástico, la habilidad que demostró con el nuevo. Ya no se acompaña con el chimpúm de fondo que utilizaba antes y desmerecía la ejecución. Suenan las teclas en un solo virtuoso, que surge de la suave caricia, casi vuelo, sobre la sonrisa amarga que imitan las teclas, a modo de compensación del hieratismo de las ejecutantes. Vestidas con la austeridad de una portera de monasterio, sus caras redondas y muy blancas, enmarcadas por el cabello castaño que recogen, pulcras, en un rodete que llevan hacia la nuca. No miran a los viajeros que pasan a su lado, y nunca he visto a nadie que se detenga a escucharlas, ni que hable con ellas. A ellas tampoco se las ve dispuestas a decir nada. Concentradas en el devenir de sus manos y, quizás, en la música con la que rocían el pasillo del metro. Aquel que comunica, en la estación Maragall, el sofocante andén de la línea amarilla con el más vital de la línea azul. Allí, un mendigo, como escapado de una pintura de Brueghel, se acoda contra una muleta de madera y extiende un vaso de cartón ante los viajeros que pasan de prisa para no perder el metro, que abre sus puertas para tragarlos y desparecer.
Pero las pianistas son ajenas al ritmo de ese tiempo subterráneo marcado por el minutero que anuncia la entrada de los trenes. ¿En qué piensan las pianistas de la línea amarilla del metro? Como diseñadas para vivir esos únicos momentos en los que aparecen con sus carritos de la compra, donde transportan su arte. Para luego, parsimoniosas, instalarse en su espacio reservado para usos musicales que el transporte metropolitano de Barcelona ha diseñado para tal fin. Extraen del carro, en orden minucioso, cada uno de los artefactos necesarios para convertirse en las pianistas del metro. Sobre el mínimo banquito, que previamente han desplegado, acomodan prolijamente sus faldas antes de sentarse -nunca llevan pantalones-, y ocupar su lugar detrás del piano. Con la espalda perfectamente erguida, tocan a Chopin, a Schumann, siempre los románticos, pero sin cerrar los ojos, ni elevar las manos con gestos expresivos, como suelen hacer otros pianistas.
¿Qué hay antes de esos momentos, o después de ellos, cuando regresan por donde llegaron? ¿Hacia dónde regresan? Tan transparentes de aspecto y tan compactas en su pasado o su futuro. ¿Son dos (o tres)? Las puedo evocar, vestidas de invierno, bajando por una calle de Bucarest cubierta de nieve, camino del conservatorio de música. De eso hace ya tanto tiempo que la imagen, en sus mentes, quedó casi borrada. Quizás es ese mismo pasado, que ellas sienten tan lejano, el que las hace tan solo presentes allí, en ese rincón del metro contra la pared de azulejos. Sin una sonrisa, sin más sueños que el que les presta un nocturno de Chopin.
Pero hubo una excepción. Hace un tiempo, una de las dos (o tres), quizás la mayor de ellas, la más transparente de todas, esbozó un gesto, una sonrisa, a un perro enorme que llevaba atado el segurata del metro. Le sonrió, fijando su mirada al hocico que el perro tenía encerrado detrás de una especie de jaula. Inclinó su cara ante él y sus labios se alzaron hacia las comisuras. Y el perro le sostuvo la mirada; sus ojos entristecidos de animal atado parecieron querer comunicarle algo.
Luego de unos días, volví a interceptar otro gesto cómplice entre ellos. Cuando el perro pasó a su lado, prisionero de la tensa correa que retenía su amo, ella extendió el pié por debajo del piano eléctrico y rozó suavemente su barriga. El animal entonces exhaló un leve gemido, apenas audible. Y en sus ojos perrunos se adivinó la intensidad de un afecto que acababa de nacer. Entonces ella atacó un allegretto, mientras el perro continuaba su camino, bien sujeto a la correa, pero esta vez iba agitando, acompasadamente, su cola.
Foto: Carlos Barajas
No me cabe duda de las señales que se fueron intercambiando durante días, o quizás meses. Hasta que llegó el momento en el que al pasar junto a la pianista, creo la mayor de todas, el perro se quedó plantado. La miraba de frente; su amo quiso seguir el camino hacia la escalera mecánica y estiró de la cuerda, pero fue inútil. Ella entonces comenzó a tocar haciendo, por primera vez, muchos gestos. Levantaba los codos, cerraba los ojos y acentuaba exageradamente los acordes.
Y el segurata estiraba al mismo ritmo la cuerda, hasta que se dejó vencer por un conmovedor vals triste. Y lo vi seguir solo su camino hacia la escalera mecánica, con una lágrima rodando por sus mejillas y la correa del perro entre sus manos. Entonces vi a la pianista, por primera vez, dejar el marco de la pared de azulejos, donde se recortaba su figura erguida de pianista y, acercándose al perro echado a sus lado, abrir la especie de jaula que le mantenía encerrado el hocico.
Más textos de Elsa plaza en el blog “El magnetismo del viento nocturno”

 

19 Abr

Viaje a Suecia (2a parte)

por Elsa Plaza

(Aquí la 1a parte)

 Karlskrona

Amanece en Karlskrona, y a pesar del calor seco y sofocante de la habitación donde paso estos días, sé que afuera hará frío.  Los 8 o 9 grados de temperatura, que unos números insistentes señalan  sobre la pared de un edificio, indican que el frío no es intenso, pero sé que el viento hará que nosotros, peatones, caminemos ajustándonos cuellos y bufandas. No hay nieve, invierno eran los de antes, me dicen, cuando, para salir de casa teníamos que hacerlo provistos de una pala para hacernos camino.  La práctica del verso de Machado: caminante no hay camino, se hacía cotidiano. Silenciosa Karlskrona, de acento lánguido y palabras entrecortadas y suspirosas. Cantan mucho cuando hablan estos suecos de Blekinge, tanto que, el intentar imitar el sonido de sus palabras es un difícil ejercicio de rítmica sincopada y de muecas con los labios. Pronunciar sus vocales para que suenen inteligibles al chófer del autobús, cuando pido un billete hasta Öljersjö, necesita de largo entreno previo.  Leer más

17 Abr

Viaje a Suecia (1a parte), por Elsa Plaza

Me acostumbro ya a esta Europa que levanta barreras. Hasta hace un año, acceder al tren que recorre el puente de Oresund, que conecta  Dinamarca y Suecia, era  un hecho sin incidentes a destacar. Consistía en hacer el viaje que nos llevaba desde Copenhagen a  Malmö, sin conciencia, casi,  de que íbamos a atravesar una frontera entre países. Sólo requería la alerta de no confundirnos y sentarnos en el vagón equivocado, uno de aquellos que  se quedan en  Kristeanstad; y entonces, quedarnos allí,  detenidos en una vía muerta o que nos condujeran de regreso hacia  Dinamarca. Aprender que un mismo tren tiene dos destinos diferentes y saber elegir el que nos corresponde, como en la vida misma. Así los ferrocarriles escandinavos repetirían la vida, siempre una elección, y ésta ha de ser la acertada, de otro modo,…nunca se sabe. Pero, desde el año pasado, la policía controla a los pasajeros que suben al tren en la misma estación de Copenhagen. Aunque, en estos últimos años,  se iba notando mayor vigilancia. Por ejemplo,  en ocasiones, había visto a la policía irrumpir en el vagón, con el tren ya en marcha. Y, con su porte marcial  de amargas reminiscencias (tan altos y altas; tan rubios y rubias; tan  severos en sus gestos y miradas), pedir documentos y examinar  a los pasajeros, comparando fisonomías y fotos de carnets y pasaportes. Sobre todo a los que exhibíamos nuestra  evidente pinta no escandinava.  Pero, quizá, ¿desde el verano pasado?, ha habido otro cambio, todo el andén Copenhagen- Kasturp está  vallado. Vallas metálicas impiden el acceso libre  a las puertas del tren ¿Cuál es la empresa, fabricante de vallas para Europa, que se forra con el sembradío de más y más barreras? Junto a ellas, policías, en grupo de cuatro o cinco, son los encargados de dar paso, previo control del que es imposible hurtarse.  Recordé  un  miedo lejano, cuando regresaba desde Francia, a donde íbamos periódicamente a surtirnos de anticonceptivos prohibidos en España, y debía atravesar la frontera de Port Bou. Miedo de que descubrieran mi  permiso de residencia vencido…los no españoles a un lado, y allí… despacito, haciéndome invisible, seguir camino disimulando. Entonces, quizás se podía hacer. Hoy sería imposible.  Leer más

29 Mar

En los ojos de la media jirafa

por Elsa Plaza

Anoche, caminando por la calle Provenza con dos amigas, nos llamó la atención una jirafa de taxidermista que se veía a través de los cristales de una tienda de objetos para la decoración de interiores. Pero lo más extraordinario es que no estaba sola: la mitad de otra jirafa, cabeza y largo cuello acoplados a un pedestal de madera, ocupaba el primer plano del escaparate. ¡Quién querría semejante ornamento! Sólo un palacio, como el que Gonzalo Suárez en Remando al viento concibiera para Lord Byron, podía aceptar una jirafa en el salón, pero nunca a esa pobre, reducida a la mitad de su majestuosa figura.

Leer más

15 Mar

El fantasma de Oscar Wilde

por Elsa Plaza

Oscar Wilde, fue vecino del barrio de Saint Germain, ya que sus últimos años de vida se sucedieron a pocos metros del lugar donde años después se abriría la Akademia Raymond Duncan, en el hotel de la 13 rue des Beaux Arts. A finales de los años 70 todavía podía verse un árbol, que se alzaba en medio del bar cafetería del hotel, asomando sus ramas a través de una abertura practicada en el techo; aquel lugar, probablemente, había sido un antiguo jardín.

“Fui un día a buscar el hotel donde había muerto Oscar Wilde. Después de perderme, al fin hallé el lugar donde una placa recordaba que allí había vivido sus últimos días el escritor. Al asomarme a su interior, me llamó la atención que en el medio del salón del bar se elevara un árbol que desplegaba su copa desde una abertura del techo. ¿Ya estaría el árbol cuando a Wilde, lleno de deudas y moribundo, le subían una taza de té? ¿O acaso lo que hoy era salón había sido jardín?” (Rojiza penumbra, Elsa Plaza).

Las fotos de Jorge Luis Borges y Oscar Wilde comparten un mismo lugar en el hotel que acogiera parte de sus vidas en tiempos distantes y tan diferentes para ellos.
La escalera hacia las habitaciones
El árbol que presidía aquel salón donde estaba ubicado el bar del hotel hoy ya no existe, pero queda su presencia en la novela, como también la mirada de Wilde que Daniel Villalba buscará bajo la sucesión de empapelados que cubren la pared de la habitación que el escritor ocupara.

“Las primeras dificultades que tuve se centraron en el arte de llevar la bandeja llena, esquivando mesas y clientes. Pero aprendí algunos trucos de equilibrio y pronto me acostumbré. El trabajo no era desagradable.Al final de la primera jornada y como acto simbólico de apropiación de aquel espacio quise espiar las habitaciones donde había muerto Oscar Wilde. El conserje, un viejo simpático y orgulloso del acontecimiento histórico por el que preguntaba, me indicó el número, diciendo que aprovechara ese mismo día porque no había huéspedes. Subí hasta allí y abrí la puerta. Parece una tontería pero pensé que aún debía de haber quedado algo del espíritu del escritor flotando en el ambiente. Alguna marca de su cuerpo enfermo…Al traspasar el umbral encontré una habitación de hotel idéntica a tantas otras.Empapelada hasta las puertas, como acostumbran a hacer los franceses. Al menos se veía limpia y olía a cera. Quizá, pensé. Debajo de la capa de papel de las paredes todavía hallaba la última visión que tuvo Wilde antes de morir. Pero habían pasado tantos otros. Entonces recordé aquello de la démarche archéologique . Adónde van a parar nuestras visiones cuando ya estamos muertos, superpuestas unas sobre otras como láminas cuyo espesor es el de la vida que vivimos ¿Se fundirían en el aire? Hacía poco, en una de las clases de cine había visto Solaris de Tarkovski. Pensé en aquel mar de memoria que amenazaba a los cosmonautas con sus antiguos recuerdos que se actualizaban sin ningún orden. ¿ Y si me asaltaba de pronto, en aquella habitación, un recuerdo fugaz del escritor, un recuerdo errante en suspenso detrás del papel? Busqué una esquina despegada para verificar el groso de las capas. La encontré detrás del armario. Debajo de ellas hallé restos de pintura muy antiguos. Quizás allí estaba el año 1900, el año que buscaba”. (Rojiza penumbra, pp. 74-75).

Toulouse Lautrec y Oscar Wilde vistos por Opisso
Releo esto y descubro entonces más coincidencias entre la vida real y la que imaginamos en la literatura; paseando por las páginas de internet encuentro en los números de una revista que lleva el sugerente nombre de Rue de Beaux Arts (en homenaje a la calle que albergó los pasos de Wilde en sus últimos años de vida, en París), un relato de Claire Pratz que precisamente, entre otras anécdotas que refiere, hay una que hace alusión al papel de pared del cuarto que Wilde ocupó en el entonces llamado Hotel de Alsace, y que nada tiene que ver con el elegante hotel en el que hoy se ha convertido. Los datos de la revista, que recomiendo calurosamente son: Rue des Beaux Arts, Numéro 37: Mars/Avril 2011.
Claire Praz
El 8 de mayo de 1929, el diario L’Européen publicaba un artículo de Guillot de Saix. Este recogía diversos testimonios, más o menos conocidos, de personas que se habían encontrado con Oscar Wilde en París durante los últimos años de su vida. Transcribimos aquí el de Claire Pratz, corresponsal del Petit Parisien y del Daily News, a quien Osar Wilde le había publicado un artículo dentro de su periódico The Woman’s World:

 

“A los diecisiete años le envié mi primer artículo, un estudio sobre Pierre Loti, a Oscar Wilde, que entonces dirigía The Woman’s World y que publicó en su revista. A partir de entonces mantuve correspondencia con él, y en los días de su esplendor fui testimonio de su sensacional entrada en el vernissage de la Grosvenor Gallery, llevando un gran girasol amarillo en la mano y siendo escuchado como a un dios. Pero fue más tarde, en París, que lo vi, luego de su proceso. Entre mis colegas del Daily News había un joven que admiraba y a la vez temía a Oscar Wilde. Huía cuando le veia. Sin embargo, un día me llevó a cenar a un pequeño restaurante donde se reunía un grupo de jóvenes ingleses, y donde me colocaron al lado de Oscar Wilde. Éste no me prestó mucha atención, hasta que de repente miró mi mano derecha. Entonces lanzó una exclamación de sorpresa y, poniendo su mano izquierda al lado de la mía, dijo: “¡Aoh! ¿Acaso no parecen las dos manos de una misma persona? A partir de entonces, durante toda la comida sólo se dirigió a mí. Le recordé que él había sido mi primer editor.
-¿En serio? Dime cómo. Esto me interesa.
-Usted publicó mi estudio sobre Loti.
-Sí, sí. Me acuerdo. ¿Y cuánto te pagué?
-Cuatro guineas.-¿En serio? Dime cómo. Esto me interesa.-Usted publicó mi estudio sobre Loti.-Sí, sí. Me acuerdo. ¿Y cuánto te pagué?-Cuatro guineas.-¡No me agradezcas entonces!, si te pagué cuatro guineas, es que seguramente valía ocho!
Enseguida nos convertimos en grandes amigos. Me llamaba “the good godness”, “la buena diosa”, y él siempre quería verme vestida de verde porque era su color favorito. Sólo una vez hizo alusión a su proceso, refiriéndose a los derechos de paternidad que le habían retirado: “¿Hay en la tierra un delito lo suficientemente grande que merezca como castigo el que un padre no pueda volver a ver a sus hijos?”. Vivía en un humilde cuarto amueblado, en el Hotel d’Alsace, Rue des Beaux Arts. Y él, que había sido el esteta de la aristocracia de Londres, sufría terriblemente esta miseria simbolizaba para él por las terribles flores del papel de pared “estilo modernista” de color chocolate sobre fondo azul.
– Ya ves, querida -dijo-, sostengo un duelo a muerte con mi papel de pared. Uno de nosotros permanecerá allí. Será él o lo haré yo.Y he aquí que fue aquel papel pintado que lo vio convulso, acurrucado por el efecto de la estricnina que había absorbido al intentar evitar su decadencia.Recuerdo una cena con él y Jules Bois, éste se dedicó a hablar largo y tendido sobre el diablo, tanto que asustó a Oscar Wilde. Al día siguiente me escribió: “No me siento bien, mi querida good godness. Bueno, no he dormido. Nunca se debe hablar de “el que no debe ser nombrado, ¡él se venga!”En aquella cena, él le había relatado a Jules Bois esa parábola que luego he reencontrado en otros lugares bajo diferentes formas: “Después de Cristo hubo una vez un hombre que, como él, se sintió llamado para intentar de nuevo la redención de los hombres. También hizo ver a los ciegos, a los sordos oír, a los cojos andar, y resucitó a los muertos. Pero todo el mundo se rió de él, y murió de viejo en la soledad, diciendo: “He perdido mi vida, nunca me tomaron lo suficientemente en serio como para crucificarme”.
Oscar Wilde hablaba a menudo de su madre, Lady Wilde, que vivía en Dublín y que tenía un salón literario al estilo del siglo XVIII, y en el que los más bellos espíritus de Irlanda se daban cita. Allí su madre, presumida intelectual que firmaba Speranza, le obligaba a permanecer en silencio. Así, luego, cuando alguien le cumplimentaba por su arte de gran conversador, Oscar Wilde decía: “Sí, si ahora sé hablar tan bien es porque supe callarme durante mucho tiempo”.
Un día, Oscar Wilde subió al tranvía Montparnasse-Étoile para ir a casa de Alfred Douglas, que por entonces vivía en la Avenue Kleber.Aterrorizado, se dio cuenta de que había olvidado su billetera (¿o tal vez había gastado ya su último centavo?). Lo declara en voz alta, y a renglón seguido pregunta: “¿Hay alguien que tenga la amabilidad de prestarme treinta centavos?” El silencio fue total, a pesar de que el tranvía estaba lleno. Así que Oscar Wilde detuvo el vehículo y se apeó, paró un coche que pasaba, saltó y se instaló triunfal sobre el asiento, saludando irónicamente a los pasajeros, a sabiendas de que el portero de Douglas pagaría al conductor a su llegada. La moraleja, dijo, después de haberme relatado riendo esta historia, es que tenemos más confianza en alguien que toma un coche para sí solo, que en el que se mete en el coche todo el mundo.Gran sibarita, se deleitaba en comparar la cocina francesa y la cocina británica. Le agradaba concurrir a una casa que tenía como especialidad un plato muy común en su país, Silver Side (Costa de Plata), que consiste en un guisado de cordero hervido acompañado de zanahorias, cebollas, nabos, servido con virutas de manteca de ternera. Se hacía anunciar a través de un telegrama porque la elegante clientela era muy numerosa. Un día en el que me llevó allí se pasó toda la tarde triste porque no había más Silver Side…En otra ocasión vio que dentro de una tienda estaba el oculista Stead, el cual perecería en el desastre del Titanic, y me preguntó: “¿Debo ir a saludarle?”. “Por supuesto”, le respondí. Después de una breve conversación, y en un aparte conmigo, me susurró: “Los ojos de este hombre dicen que deberá morir en el agua”. Lo cual los acontecimientos verificarían.Acostumbraba a visitarme siempre entre las cinco y las cinco y media, y como a esa hora tenía por hábito tomar una absenta, caía en una somnolencia clarividente que la ausencia de absenta hacía desaparecer”.

La traducción es mía, para el original en francés ir a ir aquí.

El periodista Jean Joseph Renaud recuerda a Wilde, a quien conoció en su niñez en la época en la que el escritor era un devoto padre de familia que vivía en el número 19 de la Tite street. Renaud le rememora también en sus últimos años en París como conversador incansable, siempre dispuesto a deleitar a un público variopinto, subyugado por la riqueza de su lenguaje, modulado por un humor amargo, con el que sabía poner al descubierto la inmoralidad, el egoísmo, la pequeñez estúpida de la sociedad que lo había condenado.

También nos lega la visión de su muerte en la habitación del hotel Alsace en este enlace.

Qué diría un esteta como él de sus adoradores, que se han multiplicado. Los efectos de sus efluvios amorosos han dejado una huella indeleble sobre su tumba. Pero el gobierno de Irlanda ha intentado remediar tanto amor oponiendo entre sus amantes y la piedra de su sepultura un frío cristal. Seguramente se le ocurriría alguna de sus frases ingeniosas donde haría alusión a la fama y al efecto del democrático turismo de masas que ha sabido reconvertir al controvertido (en su época) monumento en una simple especie de puerta de baño público, no por eso menos interesante.

Más textos de Elsa plaza en el blog “El magnetismo del viento nocturno”

08 Mar

Los sentimentales paseos urbanos

por Elsa Plaza

Los situacionistas habían apodado teoría de la deriva a aquello que se presentaba como un paseo por ambientes diversos, reconociendo en ellos los efectos psicogeográficos que ejerce el paisaje sobre los individuos y que, según la propuesta de Deborde, debería tener por resultado un comportamiento “lúdico constructivo”. La propuesta de aplicación de esta teoría era también la de poner al descubierto los hábitos que marcan nuestros recorridos urbanos y las fronteras invisibles, pero determinantes, que delimitan estos caminos habituales. Fronteras cargadas de prejuicios, ignorancias, prohibiciones, relatos anteriores y visiones erradas y/o heredadas acerca de los espacios que excluimos. La puesta en práctica de la teoría de la deriva proponía otra mirada, la disminución de esos márgenes fronterizos más o menos grandes hasta su completa supresión.

Leer más