por Carolina Montoto
Soy la doctora M., especialista en medicina familiar y comunitaria, y esta noche no he pegado ojo. Ni dos tilas han podido con lo que me rondaba en la cabeza, con mis inquietudes fruto de mi visita a mi tía abuela Margarita a la residencia de ancianos donde vive.
Llego a la residencia y me los encuentro a todos embobados mirando la tele. Bocas abiertas, algún hilillo de saliva que escapa de la boca. Ojos brillantes y curiosos, en el caso de mi tía abuela, que delatan una inteligencia que ya quisieran para sí muchos políticos. ¿Qué es lo que los absorbe tanto de la tele, hasta el punto de que permanecen inusualmente callados? Miro la pantalla y, en primer plano, un actor con aspecto perturbado y ojos saltones parece emperrado en acabar con algo parecido a un ser humano, un guiñapo de ser humano, en realidad, al que le da con un martillo, le pega varias patadas en el vientre y le estrella la cabeza, una y otra vez, la cabeza contra el suelo con una cadencia casi poética. Qué espanto, me digo, y aparto la vista automáticamente del aparato. Casi parece que la sangre del andrajo de hombre va a salirse del televisor salpicando a los ancianos, para luego derramarse por el suelo y mojar las zapatillas de mi tía abuela, que tanto quería a los animales y que siempre acogía en su casa a los gatos abandonados. Pero ella, ni mu. Otra octogenaria de pelo blanco y apariencia dulce se tapa los ojos con las manos, pero dejando una rendija entre los dedos para no perderse ni un segundo de la tortura que está sufriendo ese despojo humano llamada hombre, ya agonizante, si no muerto. Leer más →